jueves, 16 de noviembre de 2023

Yo la vi primero (Fernando Fernán Gómez, 1974)

Yo la vi primero (1974) se diferencia del 99 % de las películas españolas en que su existencia no es una ofensa. Sin embargo, hay que lamentar que Fernando Fernán-Gómez, director a quien debemos cuatro de las mejores películas jamás realizadas en este país —La vida por delante (1958), La vida alrededor (1959), El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964)—, haya sucumbido a una de las tentaciones más generalizadas en el cine español: la de no tomarme las cosas en serio. Esta tentación es una trampa tendida sistemáticamente por los productores y por la censura, y a veces elegida deliberadamente por guionistas y directores acomodaticios. No se entienda que opongo a la comedia, ni a la sátira; la trampa consiste precisamente en diluir la sátira y en imposibilitar que surja la comedia, ya que no es posible adoptar cabalmente ninguna de estas perspectivas si se elude cualquier sentimiento serio, cualquier autenticidad en el comportamiento y el menor contacto de los personajes con las personas que existen en la vida real: la caricatura más grotesca es distorsión de algo que existe realmente, una forma abstracta nacida en el vacío; el humor es una cualidad que existe en las personas, no en los monigotes de celuloide.

Me explicaré. Yo la vi primero es la típica buena idea cuyo enunciado en dos páginas encandila a los distribuidores y llena de ilusiones a guionistas y directores. Sin embargo, en la euforia que acompaña el hallazgo, con frecuencia se olvida que la idea ingeniosa u original no es sino un punto de partida: que hay que desarrollarla, que hay que analizarla seriamente hasta llegar a sus últimas implicaciones, para luego decidir el alcance y el tono que se le quiere dar, y construir un guión riguroso. Todo ello requiere tiempo, trabajo y voluntad; sin seriedad profesional no es posible hacer un buen film con una idea, por buena que sea. La de Yo la vi primero! tenía posibilidades: un niño de 7 años sufre un accidente y se queda sin habla, movimiento o consciencia hasta que un buen día, a los 34 años, recobra el sentido y se reintegra a la vida, con la mentalidad, los conocimientos y las apetencias de un niño pero con el cuerpo de un adulto. Tal situación se presta a infinidad de situaciones cómicas —fácilmente imaginables—, a veces aprovechadas, como en la escena de la comisaría, pero sin profundizar los dos temas posibles: el de Rip Van Winkle, por un lado, y el del comportamiento absolutamente ingenuo que desenmascara y denuncia las mentiras, la hipocresía y la represividad de su entorno —véase Harry Langdon—, por otro. Yo la vi primero!, como es frecuente en los guiones confeccionados por Manuel Summers y Chumy-Chúmez, tiende a convertirse en una sucesión de viñetas o chistes —más o menos graciosos o intencionados—, que explotan algunas de las posibilidades de la brillante idea de partida, sin explorar sistemáticamente su alcance, y acabando por caer en la monotonía y en la reiteración. De este estancamiento se intenta salir introduciendo un conflicto concreto y especialmente agudo dentro del enfrentamiento general entre un niño de 7 años y su cuerpo de adulto y entre este ser y la sociedad española de 1974: Ricardito tenía una amiga, su vecina Paloma; Paloma vuelve a Madrid, casada; Ricardito se enamora de ella e intenta hacer valer sus derechos, ya que él «la vio primero». Este conflicto pudo haber dado lugar a un drama —si quiere a un «melodrama», pero pensando en Douglas Sirk al usar la palabra— verdaderamente patético y perturbador, de haberse planteado con un mínimo de objetividad y de responsabilidad hacia los personajes; en suma, con seriedad. Desdichadamente, el camino elegido ha sido el de costumbre, el de la facilidad, el de la ley del mínimo esfuerzo que conduce, inevitablemente, a la irrelevancia del film y a la indiferencia del espectador. Se recurre a la caricatura de trazo grueso, al tópico, a la risotada provocada por cualquier medio, y se evita, de paso, el plantear verdaderos problemas como los que hubieran surgido si el marido de Paloma, en lugar de ser un tipo gordo, feo, vulgar, grosero, antipático, bobo y reaccionario, hubiera sido un individuo normal, una persona que quisiese a su mujer como algo más que un objeto, un hombre del que Paloma pudiera haberse enamorado, y que fuese capaz de comprender los sentimientos de Ricardito y la situación en que coloca a Paloma. Este sesgo permite, claro está, que la película acabe con un chiste (patético pero un tanto irresponsable), y que el público lo olvide en cuanto aparece la palabra «fin». Por lo demás, es un film correctamente realizado, con algún que otro destello de ingenio y de amargura, y con una actriz española que parece una persona y sabe moverse con espontaneidad y elegancia (María del Puy).


En "Dirigido por" nº 21, mar-1975

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