Cuando Leo McCarey rueda en 1939 uno de sus grandes éxitos, Love Affair (Tú y yo), ignora que va a rehacerla y (a mi entender, no compartido por todo el mundo) mejorarla dieciocho años más tarde, con An Affair to Remember (Tú y yo, 1957). Menos podían imaginarlo aún sus espectadores de entonces, y la mayoría de sus muchos admiradores de la época jamás sintieron necesidad alguna de una nueva versión que, vista con más edad a sus espaldas, suele gustarles menos que el original. Tengo la sospecha de que, aparte de la edad con que se vea por primera vez, es decisivo cuál de las dos variaciones sobre un mismo tema hayamos conocido con anterioridad: esa será, creo yo, la que prefiramos. Yo celebro la existencia del segundo Tú y yo, que prefiero, pero admito que pueda ser un lujo innecesario; pese a gustarme todavía más que la primera, no creo que la diferencia cualitativa sea muy pronunciada ni que sea en todo mejor An Affair to Remember que Love Affair; comprendo a quienes piensan lo contrario, pero sostengo que en el fondo, si se mira bien, no son la misma película y que ni siquiera pertenecen mayoritariamente al mismo género: como es una obra que se sitúa entre dos, aparentemente contrapuestos pero complementarios —suele ser una cuestión de grado, de mirada, de distancia—, diría que en la primera hay algo más de “alta comedia” y en la segunda algo más de “melodrama discreto”. Como nadie me obliga a un juicio salomónico, mi recomendación es ver ambas, y a ser posible disfrutarlas; yo, desde luego, me quedo con las dos, y celebro tanto su semejanza como sus diferencias. Pero si no existiera An Affair to Remember, tengo claro que mi película favorita de McCarey sería Make Way for Tomorrow (1937).
¿Qué es lo que tiene de especial esta película para ser tan recordada por sus espectadores e incluso por su propio autor? Como dice McCarey, es una historia muy hermosa, tejida primero en superficie por el azar y la casualidad, que se convierte de pronto en algo mucho más serio y profundo, más dependiente de la voluntad y del tiempo que de la mera atracción pasajera. Pero interviene de nuevo el azar, y han de ser el carácter y la voluntad, con una nueva mano echada por la casualidad, las que, al final, aclaren las cosas y permitan tratar de enderezarlas, en la medida en que lo sucedido no sea, al menos en parte, de consecuencias irreversibles. Es, pues, una bonita historia, lo bastante realista para proponer una felicidad relativa —y ardua de alcanzar y mantener— y no caer en el cuento de hadas. Pero muchas de las grandes comedias dramáticas y muchos de los estupendos dramas con sentido del humor de esos años cuentan historias equiparables. El misterio reside en que para McCarey contar una historia no era más que un pretexto, una ocasión para crear con los actores que había escogido unos personajes y tejer entre ellos relaciones que ir captando atentamente, como en directo, al socaire de una constante improvisación. Tanto en 1939 como en 1957 acertó en la elección de los intérpretes; sus diferencias explican, más que ninguna otra cosa, las que hay entre las dos versiones y sus personajes respectivos, pero curiosamente en sentido opuesto al que cabría esperar (el arte de McCarey tiene mucho de sorprendente); de ahí que nuestra inclinación por una u otra se base, al final, en nuestra mayor o menor simpatía por sus actores respectivos, por las respectivas parejas. Los hay que prefieren la pareja formada por Michel (Charles Boyer) y Terry (Irene Dunne), mientras otros preferimos la que —con mayor dificultad aún— constituyen Nickie (Cary Grant) y Terry (Deborah Kerr).
Como hoy no es improbable que el lector/espectador conozca si acaso la segunda versión e ignore la primera, salvo que por edad recuerde Love Affair y no se haya animado a ver el remake, me atrevería a decirle, sean cuales fueran sus circunstancias, que de conocer una se olvide de la otra, porque son dos películas, y nada ganará permitiendo que el fantasma de la conocida le impida apreciar la hasta este momento ignorada. Las dos existen y, si se miran con atención, son asombrosas, divertidas, inteligentes, sensibles y emocionantes. Nada tienen de melodramas “delirantes” ni de comedias “enloquecidas”, y saben modular los tonos y los sentimientos con una finura y una fluidez, una ligereza y una modestia como se han visto pocas veces. Quizá porque muchos consideraron Love Affair irrepetible, una especie de milagro, tuvo el viejo McCarey la tentación, más que de repetirla, de tratar de revivirla, de recordarla activamente. Él prefería la primera… y nunca sabré si se equivocaba, porque vi antes la segunda y eso la convirtió para mí en el modelo inalcanzable.
En "El Cultural", 18/12/2003
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