MALAS TIERRAS
Como tantas otras de todas las décadas, la primera película de Terrence Malick narra la historia de una joven pareja fugitiva, su ciega carrera hacia la muerte a partir de un crimen absurdo que se convierte en el primero de una cadena. Pero ni América ni su cine son ya como eran cuando Nicholas Ray rodo “They Live by Night” (1948) o “Rebelde sin causa” (1955); los tiempos han cambiado mucho, y si todavía “Bonnie & Clyde” (Arthur Penn, 1967) o “Tres asesinos” (Bruce Kessler, 1968) tenían cierta afinidad de espíritu con “Solo se vive una vez” (Fritz Lang, 1937), no ocurre lo mismo cuando llegamos a “Dillinger” (John Milius, 1973) o a otro film de idéntica fecha, “Badlands”. La distancia que separa estas dos películas de hoy de las del pretérito no es, como en “La huida” (Sam Peckinpah, 1972), meramente moral —una pérdida de seriedad y de respeto a los personajes—, ni simplemente de nivel artístico: tanto “Dillinger” como “Badlands” son muy prometedoras primeras obras de jóvenes cineastas conscientes, ambiciosos y responsables, poseedores de una madurez expresiva y de un dominio técnico impresionantes. La diferencia es, primordialmente, de intenciones, de enfoque, de punto de vista; en la medida en que se trata de películas muy conseguidas, este cambio de perspectiva hace que varíe la función y la naturaleza de las películas.
Para empezar, ni “Dillinger” —situada en los años 30— ni “Badlands” —cuya acción transcurre en 1959— tienen la urgencia ni la intención social de los films de Lang o Ray. Tampoco su carácter retrospectivo obedece a las mismas motivaciones que en los films de Penn o Kessler, puesto que no se reduce a una forma de “ambientar” la historia ni a un afán de reencontrar el estilo cinematográfico de antaño. La elección de fechas —que sería absurdo atribuir a la supuesta “moda retro”, como si fuese una novedad la afición al pasado del cine americano— indica en estos casos una actitud reflexiva que pone de manifiesto lo mucho que ha cambiado América en los últimos diez o quince años. Hay que reconocer que estos directores —sobre todo en el caso de Milius— son demasiado jóvenes como para meditar sobre la realidad americana de los años en que tiene lugar la acción de sus películas —Malick tenía catorce años en 1959, Dillinger murió mucho antes de que naciera Milius—, y que ello desplaza su labor critica a las verdaderas fuentes de su experiencia de aquellas épocas: el cine americano de los años 40 y 50. Sin embargo, su acercamiento en segundo grado al género contribuye al cambio de enfoque tanto como su voluntad realista —apoyada en una minuciosa documentación y en el espléndido trabajo de sus directores artísticos—, ya que explica, en buena medida, la distancia emocional establecida entre el director y sus personajes —procedentes de la historia o de la crónica de sucesos—, distancia que contrasta sensiblemente con la compasión e implicación, con la solidaridad o incluso identificación existente entre un Nicholas Ray y sus jóvenes rebeldes.
La noción de un destino implacable y fatídico —tan relevante en Lang, Huston, Ray, Dassin, etc.—, al igual que las explicaciones históricas, sociológicas o psicológicas —presentes en mayor o menor medida en los directores mencionados, en Peckinpah, en Penn, en Kessler, etc.—, brillan por su ausencia en el film de Malick, más cercano a un sentido existencialista del absurdo o del acto gratuito que podemos encontrar en Albert Camus (“El extranjero”), Jean-Paul Sartre (“La náusea”) o Jean-Luc Godard (“À bout de souffle”). La mitomanía de Kit Carruthers (Martin Sheen) no es, como la del John Dillinger de Milius o la de Bonnie y Clyde (o Billy the Kid) en Penn, una actitud romántica y complacida hacia la repercusión publica de sus correrías y hazañas, sino un ingenuo espejismo de cinéfilo, todavía más grave que el de Michel Poiccard. Kit es un muchacho que se parece a James Dean, y que se lo tiene muy creído; su vida, más que infortunada o traumatizante, es de una banalidad absoluta, y ante la falta de alicientes que su trabajo y su pueblo de Dakota del Sur le ofrecen, se ha ido deslizando hacia la mitología cinematográfica y musical, aislándose completamente de la realidad. Este ser inmaduro, irresponsable, ajeno a toda huella de lucidez o de sensibilidad, es seguido pasivamente por una chica de quince años, Holly (Sissy Spacek), que tarda mucho en darse cuenta de la peligrosidad de su compañero. Malick no solo no se identifica con sus personajes, sino que ni siquiera intenta comprenderlos o explicárnoslos. Se limita, con distanciadora modestia, rehuyendo toda trepidación, a mostrarnos desde fuera un comportamiento que acepta como dato indescifrable: “estos fueron los hechos y estos fueron sus agentes”, parece decirnos, sin pretender que vibremos al unísono con los personajes, sin profundizar en su biografía anterior, sin urdir una hipótesis acerca de sus motivaciones.
No es que “Malas tierras” sea una película fría y objetiva; por el contrario, su estilo visual y su estructura narrativa están muy lejos de ambos calificativos, mucho más que en cualquier obra de un director “clásico”, como Lang o Ray. Lo que ocurre es que Malick no reclama nuestra complicidad —como Penn— ni nuestra adhesión —como Ray— para con los protagonistas, ni les mira con especial simpatía, solidaridad o indulgencia. Su actitud no es compasiva; no se siente ni partícipe ni responsable de los personajes; se limita a observarlos con interés y curiosidad, sin reproches ni elogios, a una prudente distancia. Lo que no ha podido evitar es sentirse intrigado por la conducta de estos dos jovencitos ignorantes y poco ambiciosos, mediocres y soñadores, vulgares en sí pero con una trayectoria insensata que se sale de lo normal y que, contemplada con precisión y encuadrada en su circunstancia sociogeográfica, resulta muy reveladora. Como el film de Milius sobre Dillinger, Malick se sirve de unos personajes más o menos reales y más o menos extraordinarios para hablarnos, siguiéndoles atentamente y sin olvidar el contexto más amplio en el que se insertan, de los Estados Unidos. Este movimiento de lo excepcional y particular a lo cotidiano y general se traduce en una dramaturgia heterogénea pero coherente y muy pensada, que oscila entre la proximidad de las escenas intimistas entre Kit y Holly (potenciadas por la “virginidad” de unos intérpretes noveles admirablemente dirigidos) y el continuo recurso a elementos distanciadores (la voz en off, desapasionadamente rememorativa, de la muchacha; ciertas composiciones estáticas; el empleo de música de Carl Orff y de Erik Satie; las frecuentes pausas y elipsis introducidas mediante encadenados; la ausencia de introspección) que nos remiten una y otra vez al exterior de los personajes, a su mundo, a su aislamiento. Este movimiento centrifugo impide por completo que caigamos en las redes de la fascinación cinematográfica que pueden crear las hermosas imágenes del film o los conmovedores rasgos de ingenuidad de los protagonistas, ilusionados por salir de su Estado y acercarse a Montana, hechizados por el monte Saskatchewan y la Policía Montada del Canadá, arrullados por Nat King Cole y la noche en la pradera, soñando con ver mundo o ser un criminal célebre o parecerse a James Dean. Porque, a fin de cuentas, Malick no niega que sus personajes sean patéticos; se limita a no hacer de su patetismo una virtud ni una disculpa.
En "Dirigido por" nº 25, jul-ago 1975
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