La actividad tiene un precio, y Richard Fleischer, uno de los raros directores americanos que ruedan todavía un par de películas al año, ha tenido que pagarlo: su carrera es ciertamente irregular; a veces original, en ocasiones rutinaria, su obra alcanza, sin embargo, un nivel medio bastante interesante, aunque no lo suficientemente sostenido y brillante como para atraer sobre este director la atención de la crítica. Menos todavía en unos tiempos en que el cine americano “no se lleva”, y en los que está atravesando una de sus peores etapas artísticas. Si se excluye el interés que despertó hacia 1963 en España —Fleischer fue, con Gordon Douglas, el único “descubrimiento” de Film Ideal—, con películas como Sábado trágico y La muchacha del trapecio rojo (1955), Bandido (1956), Los diablos del Pacífico (1957), Los vikingos y Duelo en el barro (1958), Impulso criminal (1959), etc., y la tardía rehabilitación, por ciertos sectores de la crítica francesa, de sus mejores films recientes —El estrangulador de Boston (1968), El estrangulador de Rillington Place (1971) y Los nuevos centuriones (1972)—, puede decirse que Richard Fleischer permanece, críticamente, en el anonimato, sin haber conseguido hacerse “un nombre” salvo, como profesional, entre los productores, que encuentran en él un director eficiente, con tendencia a aceptar cualquier guion, y sin más pretensión que la de hacer su trabajo lo mejor y más dignamente que pueda (véase El estudio, de John Gregory Dunne, interesante libro sobre la Fox a finales de la década de los 60).
Aunque Mandingo (1975) no esté, en mi opinión, a la altura de los films antes mencionados, ni siquiera al nivel del menospreciado El Don ha muerto (1973), sino, más bien, al de los interesantes Fuga sin fin (1971), Cuando el destino nos alcance (1973) o Mr. Majestyk (1974), creo que, en contra de lo que pudiera parecer, y a pesar de su dudoso origen, es un film de indudable novedad y considerable audacia. Su punto de partida es la novela homónima de Kyle Onstott, que forma parte de una serie de voluminosos folletines, la Saga de Falconhurst, reciente best-seller en América. Se diría que una novela-río de gran éxito —condensada para el teatro por Jack Kirkland, que ya adaptó a la escena otras célebres novelas sureñas, Tobacco Road y God’s Little Acre, de Erskine Caldwell, llevadas al cine, respectivamente, por John Ford en 1941 y por Anthony Mann en 1958— aseguraba a su versión cinematográfica unos elevados ingresos en taquilla; sin embargo, lo único que Mandingo tenía garantizado era la imposibilidad de ser exhibida en los estados del Sur, donde continúan vigentes una serie de tabúes raciales y sexuales que la película, deliberadamente, trasgrede (piénsese en las dificultades que tuvieron películas menos “provocadoras”, como La esclava libre de Walsh, La noche deseada de Preminger y Slaves de H. J. Biberman). Incluso fuera del Sur de los Estados Unidos, Mandingo puede resultar un film demoledor, ya que representa una sistemática desmitificación —tal vez, incluso demasiado metódica— de la imagen tradicionalmente difundida por el cine y la literatura acerca de la sociedad sureña anterior a la Guerra de Secesión. En efecto, aunque al Sur se le reprochaba su racismo y su esclavismo, se le reconocían, a título de compensación, ciertas virtudes: elegancia, belleza, honor, caballerosidad, distinción, altruismo incluso. Mandingo, en cambio, ofrece de la sociedad sureña una visión comparable a la que el mismo Fleischer nos dio de la romana en Barrabás (1961): Falconhurst es una plantación mal explotada, descuidada, fea, sucia, oscura, inhóspita, ruinosa; sus propietarios blancos son seres corrompidos y decadentes, completamente despreciables y antipáticos: la esclavitud nos es presentada, por vez primera, con todas sus consecuencias, especialmente en su vertiente de explotación sexual —totalmente inédita, y sin duda muy importante—; las privaciones que sufren los esclavos —físicas, económicas, sexuales, culturales, religiosas— no son producto del sadismo de sus propietarios, sino que forman parte de una “política económica” muy clara, que nunca había sido explicitada como en Mandingo. En este sentido, el film de Fleischer es el anti-Lo que el viento se llevó.
Además, Mandingo es un film —tal vez por su origen teatral— muy poco espectacular, y nada agradable para el público, por lo menos en tres aspectos: en primer lugar, todos los personajes blancos son antipáticos, cuando no odiosos, y la única posible “figura de identificación”, el joven Hammond Maxwell (Perry King), resulta excesivamente vacilante e inseguro, al principio, y más cruel de lo imaginable, al final, como para que el espectador pueda sentirse confortable ni un solo momento a lo largo de la película (los personajes negros, bastante importantes, son demasiado sumisos, o impotentes ante la fuerza de los terratenientes sureños, como para suscitar la adhesión del público); en segundo término, las escenas violentas del film alcanzan un grado tal que he visto salirse del cine a personas que habían pagado 100 pesetas por presenciarlo; por último, visualmente, y sobre todo en las escenas que transcurren en interiores —la mayoría—, la iluminación y el color, la composición de cada plano y el decorado, contribuyen a crear una sensación de claustrofobia y decrepitud que contrastan con los habitualmente blanqueados palacios sureños que se han visto en la pantalla. Si añadimos que ninguno de los actores de la película tiene suficiente atractivo como para facilitar que el público vea la película, y que Susan George está especialmente fea y odiosa, se comprenderá que Mandingo resulte una obra difícilmente aceptable por la mayor parte de los espectadores, confundidos por la frialdad implacable del tratamiento de Fleischer —distanciado de los personajes, sin concesiones a la galería, sin hacer plañideras y melodramáticas requisitorias a favor de los negros, sino, simplemente, mostrando un estado de cosas inadmisible— y por la acumulación inverosímil de incidencias melodramáticas que provoca la condensación, en un breve plazo de tiempo, de una larguísima novela.
Es una lástima que el guionista —Norman Wexler— no haya “podado” algunos sucesos folletinescos, procedentes de la novela y conservados por la adaptación teatral de Kirkland, que no aportan nada a la película y que, al resultar exagerados, restan fuerza de convicción a Mandingo. De haberse suprimido algunas peripecias, Fleischer hubiera dirigido un drama, no un folletín, evitando así que su demolición de los mitos sobre el idílico y pastoral Deep South resultase demasiado sistemática y recargada como para ser totalmente verosímil y eficaz. De todas maneras, y aunque sus excesos impidan que Mandingo suponga una fecha histórica en el cine americano, cabe apreciar la maestría y el rigor con que Fleischer ha puesto en imágenes la mayor parte de las escenas de la película, y su decidida oposición a las normas vigentes, desde hace sesenta años, en el cine de Hollywood al tratar un tema tan espinoso como el de la esclavitud en el Sur de los Estados Unidos.
En "Dirigido por" nº 30, feb-1976
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