lunes, 6 de noviembre de 2023

The Kremlin Letter (John Huston, 1969)

LA CARTA DEL KREMLIN

Siempre me han inspirado asombro los motivos en que se basa «la crítica» para atribuir a los directores una u otra posición ideológica. Así, me temo que la reputación izquierdista de Dalton Trumbo —indemostrable a partir de su obra como guionista y como director— obedece única y exclusivamente a su presunta condición de miembro (o ex-miembro) del Partido Comunista americano, y al lamentable hecho de haber sido una de las víctimas más sonadas de la «caza de brujas» de Joseph McCarthy. Ahora bien, la idea de tomar en consideración las opiniones de un paranoico de la extrema derecha me parece, cuando menos, sospechosa, ya que para el célebre «chairman» de H.U.A.C. debía ser peligrosamente progresista casi todo el mundo salvo el entonces ya difunto Hitler y algún otro. Aun reconociendo que entre las piezas cobradas por McCarthy no estuvieron todos los que eran, ni eran todos los que estaban, tampoco veo muy claro —y nadie se ha ocupado de demostrarlo, por el momento— por qué John Huston sería más «progresista» que Samuel Fuller, pero el caso es que el autor de Las raíces del cielo y Moulin Rouge tiene buena reputación ideológica. Tal vez por sus declaraciones —aunque no he leído ningunas que permitan deducirlo—, John Huston tiene fama de «progresista», y se le perdonan, como obras «de encargo» disculpables, películas que, firmadas por otros directores —no ya Fuller, sino Hitchcock— le asegurarían para siempre la condición de «sospechoso». La reciente El hombre de Mackintosh (The Mackintosh Man, 1973) puede servir de ejemplo.

The Kremlin Letter (1969) es una película mucho más astuta, es decir, más ambigua. Hacer un film de espionaje encierra actualmente una clara disyuntiva, ya que son dos bloques bien definidos los que forzosamente se han de enfrentar en las tramas de este subgénero. Pero la elección libre entre un bando u otro resulta impracticable: ni el público ni las compañías productoras del mundo capitalista aceptarían un film cuyos villanos fuesen occidentales ni los directivos de una cinematografía socialista admitirían que los protagonistas fuesen miembros de la C.I.A. o de alguna organización semejante de otro país de la N.A.T.O. Ante semejante pie forzado, un director como Raoul Walsh o William A. Wellman no se plantearía problema alguno, y haría un film desde el punto de vista americano con la mayor tranquilidad del mundo; un director como Hitchcock, más interesado por las relaciones interpersonales que por los conflictos políticos, aprovecharía la inicial identificación de su público con el espía occidental para lograr solapadamente sus fines —Cortina rasgada (1966), Topaz (1969)—; para un director como Huston, en cambio, no cabría más que una salida: echar por la vía del medio, dejando bien claro que el espionaje es un feo asunto, y que tanto unos como otros actúan miserablemente, lo que equivale a no tomar partido, o bien —y éste es el caso de La carta del Kremlin— abstraer ideológicamente la historia y narrar, simplemente, una venganza fría y meticulosamente planeada, ejecutada sin ningún género de escrúpulos y sirviéndose de la traición y del chantaje como instrumentos. El protagonista será entonces un individuo —generalmente, un agente doble, esencialmente ambiguo y mercenario, carente de convicciones y radicalmente escéptico y cínico políticamente— que, desobedeciendo órdenes superiores, actuando en contra de los intereses de su país, se sirve de las ideologías y de las personas para su propio provecho. Este manipulador, típico antihéroe, no representa a nadie salvo a sí mismo, y carece de cualquier implicación política, lo que permite el film un estado de neutralidad en el que el director puede moverse con cierta tranquilidad.

A partir de ese momento, La carta del Kremlin se convierte en un simple film de acción, muy bien contado, muy bien interpretado, que se sigue con interés en la medida en que se tenga afición al género de espionaje, y que en ningún caso puede considerarse como una obra muy personal o significativa de su director, pese a que Huston haya intervenido en el guion y en la producción de la película. Lo que nos debería hacer recordar que la condición de «autor» que se suele atribuir a los directores no depende ni exclusiva ni fundamentalmente del mayor o menor control que puedan ejercer sobre el montaje definitivo de sus películas, ni de que hayan escrito o no el argumento de la película, sino de la medida en que, estilísticamente, sean capaces de expresarse. Esta capacidad expresiva cinematográfica es la que, personalmente, suelo echar de menos en las películas de John Huston, que me parecen con frecuencia meramente ilustrativas —aunque sea él mismo el autor del guion que «pone en imágenes»—, y en consecuencia «planas». Muchas de sus obras son espléndidas, y casi todas cuentan historias muy interesantes y que le afectan o preocupan sinceramente, pero muy pocas de ellas se enriquecen en significado al verlas repetidas veces, ya que, por lo general, cuanto nos dicen está narrado exclusivamente a través del argumento, no de las imágenes y los sonidos que lo cuentan. Problema éste que precisaría de una discusión más detallada y con ejemplos escogidos, pero que se halla en la raíz del escaso interés que, para algunos espectadores, tienen las películas de ciertos directores de gran reputación (como René Clair o David Lean, por ejemplo), frente a la riqueza y complejidad casi inagotables que pueden tener los films de John Ford, Alfred Hitchcock, Fritz Lang, Jacques Tourneur, Samuel Fuller, Nicholas Ray, Douglas Sirk, Josef von Sternberg o Vincente Minnelli, y que explicaría por qué, dentro del cine italiano, los únicos verdaderos cineastas de mérito me parecen Rossellini y Bertolucci, encontrando mucho más interesantes a modestos artesanos como Vittorio Cottafavi, Pietro Germi, Luigi Comencini, Renato Castellani o Dino Risi que a los respetados e incluso venerados Francesco Rosi, Vittorio De Sica, Federico Fellini, Luchino Visconti, Michelangelo Antonioni, etc.

En "Dirigido por" nº 27, oct-1975

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