“Los pájaros de Baden-Baden” (1974) es una película que está hecha “poniendo la carne en el asador”. Solo por eso —tan raro es en el cine español que un director logre hacer lo que le importa y tal como lo siente— merecería la indulgencia necesaria para pasar por alto sus defectos, mucho menos importantes y numerosos que sus aciertos pero, en cambio, por más superficiales, más llamativos: algunos de ellos son errores de dirección —los horribles pianos del comienzo, algún empalagoso esteticismo fotográfico, la torpe pelea de la antepenúltima escena—; del más grave solo se puede acusar a Mario Camus de negligencia, ya que tal vez no sea el responsable de la machacona insistencia retórica de una música invasora que está a punto de echar a pique muchas sobrias escenas, subrayándolas innecesariamente y barnizándolas de un sentimentalismo que está en los antípodas de este sensible, firme y duro film. Ahora bien, una vez admitidos tales defectos, y descartados —puesto que no son errores interesantes, ni siquiera significativos o reveladores—, conviene centrarse en las elusivas y modestas virtudes de “Los pájaros de Baden-Baden”, tal vez no demasiado originales o llamativas en un contexto más dilatado geográfica y temporalmente, pero insólitas en el siempre triste panorama de nuestro cine actual. La falta de prestigio de Mario Camus —provocada por sus películas con Raphael— y el olvido en que ha caído Ignacio Aldecoa desde su prematura muerte no facilitan, ciertamente, que una película que tiene la osadía de ir a lo suyo —en lugar de a lo que está de moda, tiene éxito o pide el rebaño que algunos confunden con el público cinematográfico español— reciba la atención a la que se hace acreedora y que tal vez se le concediera de venir firmada por Claude Sautet, Robert Mulligan o Valerio Zurlini —por citar directores de no excesiva fama que se han movido en territorio afín al explorado por Camus en “Los pájaros de Baden-Baden”— y tener por escenario París, San Francisco o Venecia, y no un nada mítico ni exótico Madrid veraniego.
Lo primero que cabe señalar acerca de “Los pájaros de Baden-Baden” es que se trata de la película más personal que ha dirigido Mario Camus hasta la fecha. Afirmación que puede extrañar a quienes, desconociendo el relato de Aldecoa que le sirve de punto de partida —y que muchos han calificado, curiosamente, de “novela"—, y basándose en que ya "Young Sánchez” (1963) y “Con el viento solano” (1965) testimoniaron su admiración por el autor de “Gran Sol”, presuman en Camus una fidelidad reverencial hacia las páginas del escritor desaparecido, sin tener en cuenta que el reiterado acudir a un escritor de la talla de Aldecoa no implica, en este caso, ni falta de imaginación, ni oportunismo cultural, ni simple devoción, sino que revela una afinidad esencial que, por haber sido libre y consecuentemente asumida, no impide, sino estimula, la realización de un trabajo personal. La profunda afinidad existente entre Aldecoa, Camus, Manolo Marinero —su co-guionista— y el personaje de Pablo Alcorta —inexistente en el original literario— bien pudiera ser la clave no solo de la desgarradora intensidad emocional de la película —no por contenida menos intensa—, sino de su certería en el diagnóstico y la exposición del drama: se nota que sus autores hablan de personajes que conocen —incluso en los que, críticamente, se reconocen—, de ambientes que han vivido —no en vano la casa de Pablo es la de Mario Camus—, de sensaciones compartidas fraternalmente. De ahí la falta de abstracción, de “mera funcionalidad narrativa” de los protagonistas, tanto el más fiel al apunte de Aldecoa (Elisa, encarnada a la perfección por Catherine Spaak) como los creados por Camus y Marinero (Pablo —admirable Frederic de Pasquale— y su hijo, interpretado por José Luis Alonso), y la correlativa sensación de hallarnos ante personas que existen, que viven o malviven así, que hablan y actúan de esa manera. A pesar de un cierto grado de idealización —tal vez Pablo sea demasiado puro e íntegro en su vocación de perdedor rebelde e invicto—, y de las referencias míticas que a él se asocian (“Los amores tardíos” de Baroja, “El lobo de mar” de Jack London, la maqueta de un velero, “Down to the Sea in Ships” de Hathaway), el protagonista de “Los pájaros de Baden-Baden” nos es mostrado, inapelablemente, como un fracasado, y no como un héroe legendario, y sus limitaciones —su misma condición de superviviente, su inmadura evasión de las responsabilidades que impone la realidad— están expuestas con tanta franqueza como las (de otro signo) de Elisa, con una lucidez solidaria no lejana a la de Buñuel frente a los personajes de “The Young One”, por ejemplo, o la de Bertolucci frente a los de “Prima della rivoluzione”.
Naturalmente, “Los pájaros de Baden-Baden”, en cuanto no se limita a reproducir pasivamente la realidad cotidiana de Madrid (aunque la capte con tino), sino que aspira a narrar y describir un triple y definitivo fracaso —el de dos vidas y un amor—, bordea peligrosamente la frontera entre el drama y el folletín sentimental. Sin embargo, Camus ha salido airoso de la prueba, creando la única película española que conozco que podría emparentarse con los melodramas de Douglas Sirk: no ya por el influjo de las condiciones atmosféricas, ni por la función reveladora del decorado, ni por el enfrentamiento de dos formas de vida contrapuestas bajo la mirada de un testigo implicado en el drama —el niño de Pablo— pero incapaz de comprenderlo por completo, sino, sobre todo, porque los acontecimientos trágicos y decisivos no obedecen jamás a la intervención fortuita y dramáticamente oportuna del azar o el destino, sino al peso bien real de los condicionamientos sociales, ante cuyas barreras hasta el amor —contrariamente a lo que ha pretendido siempre una contumaz mitología— se estrella. Planteamiento no proclamado ostentosamente por la película —tan apartada del caduco “realismo crítico” como de cualquier veleidad panfletaria—, pero presente siempre, en cada articulación de la narrativa, en cada disyuntiva que tienen que resolver los personajes, en sus más íntimas posturas vitales, y muy explícitamente en una extraña, incomoda y cortante escena que, al parecer, todo el mundo considera fallida y que yo, personalmente, encuentro soberbia: el enfrentamiento entre un amigo de Pablo (el cazurro poeta alcoholizado interpretado por Antonio Iranzo) y Elisa, en presencia del protagonista y su hijo, matizado admirablemente a través de los silencios, los gestos, las miradas de los cuatro actores, y encarnado en los poemas que recita con dureza y fuerza —restituyendo a la poesía su originario carácter oral— Iranzo (García Lorca, Dámaso Alonso, Miguel Hernández, Góngora, Espronceda, y el de Claudio Rodríguez que continúa Pablo). En esta escena vemos cómo las palabras —ajenas, pero asumidas, compartidas— de los poetas pueden golpear, herir, violar y destruir la seguridad burguesa de un personaje que no se sentiría agredido por esos mismos versos si los oyera en silencio, sobre las inmaculadas y ordenadas páginas de un libro, en el cómodo refugio de la casa paterna, privados de la rabia o del desgarro y confinados a su pura belleza artística, reducidos de “viva voz” a “cultura”. Escena que debería hacer reflexionar, una vez más, sobre la importancia de las condiciones de lectura (o de visión, o de audición) de una obra, y que nos invita a interpretar el fracaso de las relaciones entre Elisa y Pablo como consecuencia de la actitud idealizadora y abstracta de la muchacha frente a la forma de vida de Pablo, forma de vida que —por contraste— encuentra atractiva pero que, por su educación y costumbres, es incapaz de asumir y compartir permanentemente. Impotente frente a ese muro, denegada la “segunda oportunidad” que Elisa le ha hecho esperar, Pablo se suicida. Solo entonces —como siempre, cuando ya es demasiado tarde— Elisa comprende que ha perdido su primera y única oportunidad.
En "Dirigido por" nº25, jul-ago 1975
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