lunes, 27 de noviembre de 2023

Sincera perplejidad

Pese a no ser la primera, sino la tercera larga de las películas del poeta y todavía incipiente cineasta Pier Paolo Pasolini, El Evangelio según San Mateo es una experiencia de primitivismo. Carente aún, para su fortuna y la nuestra, de lo que ambiguamente se llama “oficio”, y a menudo se usurpa así un sustantivo digno para encubrir con él la fórmula y su rutinaria ejecución, y deseoso de no caer en la sobada imaginería con que suele estamparse la historia —si no más grande— más veces contada, Pasolini trató de abordar el Evangelio de Mateo, que no uno de los más conocidos y celebrados, como quien parte de cero, y busca las imágenes apropiadas no en su memoria pictórica, ni en sus recuerdos infantiles —aunque una y otros asomen, porque no podían no hacer acto de presencia, como elementos fundacionales que son, por mucho que nos pese—, sino en la tentativa de, mediante la relectura del texto, imaginarse allí y entonces, como si uno de los apóstoles y discípulos, en lugar de describir con palabras, mucho más tarde, lo que presenciaron, hubiera llevado una cámara, por supuesto tan sencilla como la de los hermanos Lumière y utilizada con mucho mayor torpeza, sin omitir los balbuceos ni el temblor, sin aspirar a la perspectiva casi divina por la que algunos directores parecen suspirar, sino conformándose con la visión limitada y no privilegiada de un espectador más entre muchos que, cuando cree que algo vale la pena, cuando comprende que aquello es importante, a menudo ya en marcha y a medio terminar, trata de registrarlo y preservarlo para el tiempo venidero.


Esto explica el carácter casi elemental y precinematográfico, azaroso y un poco “a salto de mata”, de la filmación, sin duda semi-improvisada, justificable y hasta necesario para Pasolini, aunque se convirtiera en un manantial de errores para los que han bebido en él sin sentir esa sed, por puro afán de imitación o de emulación. Este enfoque del hecho mismo de rodar algo que se hace o se desarrolla sin conciencia de que puede ser fotografiado, que no está predispuesto en función de la cámara es, sin duda, el origen de múltiples rozamientos, imperfecciones, saltos de luz y eje, fallos de raccord, desencuadres, ángulos de toma inoportunos, todos ellos asumidos como “accidentes”, que impiden al Evangelio pasoliniano tener el acabado industrial que el mercado exige (en 1964 corrían otros tiempos; hoy probablemente se consideraría “inestrenable” y no apta para su emisión televisiva). Pero no sólo importan poco esos defectos, sino que refuerzan la autenticidad de la evocación y reflejan la sincera perplejidad del autor ante los hechos —tal vez legendarios— que cuenta, deseando creer y sin poder evitar la vacilación de la duda racional, el gusanillo de la incredulidad junto a su voluntaria suspensión, tan general y generosamente concedida a la ficción.

Pasolini no impone un discurso, simplemente contempla hechos, y los acumula. No embellece el escenario ni el entorno, se zambulle en lo que imagina pudo ser el mundo hace 2000 años, que ve como un país subdesarrollado del tercer mundo, con sus lacras de pobreza, de falta de higiene y de salud. Si se añade un paisaje árido y hostil, un estado de violencia reprimida típico de territorio colonizado, no es extraño el parecido con un film brasileño contemporáneo, Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964) de Glauber Rocha, que habla también del camino y la prédica, de los milagros prometidos y las profecías, de la religión y la liberación. Si Cristo era también un hombre no podía ser tan distinto por fuera de los demás, se dice Pasolini, y no busca para representarlo a una estrella de ojos azules y facciones clásicamente correctas, rompiendo así con una iconografía de siglos, irrealista aunque ortodoxa. Lo pinta como un hombre con prisas, sin tiempo que perder, en movimiento siempre, consciente de que le queda poco de estancia en la tierra y de que tiene una misión que cumplir, sin muchas contemplaciones, que tiene que ser enérgico de vez en cuando. Esa aspereza tiene su eco en la brusquedad narrativa de la película, contada a trompicones, a salto de elipsis, y en la heteróclita mezcla de motivos musicales que se suceden, interrumpiéndose y cambiando el tono y el ritmo, como para desestabilizar al espectador, sacudirle el conformismo, hacerle compartir su fascinación y sus reservas, su admiración y su indeponible análisis.

Se le reprochó a Pasolini, por sus antecedentes políticos y personales y por el tema abordado, algo así como “intrusismo”, más aún que afán de provocación o falta de respeto, evidentemente ausentes. Falta, sí, una fe apriorística, impuesta o aceptada incondicionalmente, sin interrogaciones ni preguntas. Hay, en cambio, una disposición a tomar en consideración y aceptar lo que le es posible admitir, mucho más interesante y, sobre todo, más emocionante.

En "El Cultural", 27/12/2003

No hay comentarios:

Publicar un comentario