La merecida popularidad de Forges —especialmente entre los jóvenes más escépticos y disconformes— garantizaba, a priori, el éxito comercial de una película por él dirigida. No es extraño, pues, que algunos productores acometiesen la empresa, confiando, más que en la propia calidad de la película, en la expectación con que se acogería la primera obra cinematográfica de uno de los más destacados protagonistas del comprensible boom experimentado en los últimos años por el humor gráfico español, último refugio de una «libertad de prensa», decreciente de nuevo en los últimos meses, que ni en los momentos de máximo optimismo permitió decir las cosas claras. Hay dos sucedáneos de la información explícita: el escribir «entre líneas» y el jeroglífico —a veces casi indescifrable— del chiste gráfico; ambos estilos de expresión oblicua, por crípticos y solapados, implican la existencia de un contexto —la realidad española actual— y de un código —ciertos rasgos caricaturescos, inequívocamente alusivos desde un cierto punto de vista crítico de dicha realidad: por ejemplo, cierto bigotillo recortado y separado de los labios, que todos recordamos como característico de nuestros profesores de Formación del Espíritu Nacional; cierto lenguaje tecnocrático, que se dio en llamar «neohabla»; ciertas inconfundibles metáforas marineras; un conjunto de pintorescas «bestias negras» agazapadas en la sombra, infiltradas, siempre pendientes de las consignas de allende nuestras fronteras y financiadas por el inagotable oro de Moscú—. Estas formas alusivas de comentar o informar se basan, evidentemente, en una complicidad entre el que escribe o dibuja y su destinatario, el lector, con el que debe compartir el ángulo de mira para ser comprendido; por eso, el censor no siempre se percata de lo que un chiste o un comentario escrito para ser «leído entre líneas» está diciendo. Naturalmente, su utilidad propagandística o «subversiva» es nula, porque no minan el prestigio de lo criticado más que para aquellos lectores que ya se ríen de dicho prestigio; son, en resumen, «chistes privados».
Esta larga introducción al tipo de humorismo que, a mi modo de ver, practica eficazmente Forges, en periódicos y revistas, tiene por objeto hacer reflexionar un momento sobre las dificultades que el cine, como medio de expresión, plantearía a quien tratase de servirse de este código en una película. En primer lugar, en el cine no es tan fácil dar por supuesto el contexto ausente como en un chiste, de por sí más abstracto, estático y limitado; en segundo lugar, el código necesita estar muy medido, pensado, calculado y articulado como para permitir la comunicación entre autor y público sin interrupciones ni interferencias, a lo largo de hora y media, no de un segundo. Esto exige un rigor y una meticulosa preparación que, evidentemente, han estado ausentes a lo largo de toda la elaboración de País, S. A. (1975), ausencia que explica, en buena medida, el lamentable fracaso de la película, la indudable decepción que supone; especialmente para los admiradores de Forges, entre los que no ocultaré que me cuento.
Por desgracia, con buenas intenciones no se hacen, sin más, buenas películas, al igual que no basta el humor para hacer un film divertido. Creo que el primer error de Forges ha sido no escribir él mismo, totalmente, su película, y limitarse a la vaporosa función de «adaptar» un no se sabe qué —¿argumento o guion?— escrito por Ramón de Diego, que da la triste sensación de no ser sino una caótica acumulación de situaciones poco originales y carentes de continuidad narrativa, aderezadas con algunos chistes —indefectiblemente, verbales o «letrerísticos»— que, más que de Forges, parecen obra de algún admirador suyo, víctima de un «arrobamiento» acrítico, que tratara de imitarle. Resulta así que los chistes que, de tarde en tarde, salpican la película, son chistes «a la manera de Forges», más que de Forges —«Eche five (5) pesetas»; un coche cuya placa de matrícula, insistentemente mostrada y aludida por los diálogos, reza simplemente «Don Luis»; un tal «Caperuchet»; nombre como «Enrique Fernández Normal» o «Luis Pesón Muchapás»; la urbanización «La Parrala y el Coplaco»—; o de un Forges desganado y perezoso. Puede que el propio Forges, durante el rodaje, haya añadido algún «gag» —ninguno llega a tanto, digamos algún «toque forgiano»—, así como una serie de «guiños progres», private jokes y autohomenajes —el «cine dentro del cine» de El amor del capitán Brando; el maniquí de Berlanga; la foto de Bogart; la voz de Alfonso Sánchez hablando de la primera película de Forges; un periódico cuyo formato es el de «Informaciones»; el «hombre forgiano»; la presencia como actores invitados de «Chicho», Amestoy y otras celebridades televisivas; etc., cuya única función parece ser la de asegurar la complicidad a la que antes aludí, pero que no sólo no aportan nada a la película, sino que, además, contribuyen decisivamente a reforzar su dispersión y su irremediable estatismo.
Y no es que la película carezca de elementos potencialmente atractivos; personalmente, encuentro que la absurda familia de ramplones rateros y timadores integrada por Roberto Font, Antonio Gamero, Paco Algora y María Luisa San José, actuando bajo las órdenes de un titulado subempleado, dedicado muy ineficazmente a un gangsterismo trasnochado (Manolo Zarzo), ofrecía la oportunidad de moverse en terrenos cercanos a los explorados por Godard en Les Carabiniers y Bande á part, o por Carmelo Bene en Capricci, parentescos a los que ayudaría el divertido decorado de su chalet de bidonville. Desgraciadamente, la película carece de un argumento mínimamente coherente, el guion está mal estructurado, y el rodaje debió ser un caos que ni la condición de director novel de Forges podría justificar. Conste que esto último lo digo no por poseer información de primera mano al respecto, sino por lo mal rodada que está la película y por lo sospechosas que me parecen, en este sentido, unas declaraciones de Forges que, adoptando la «pose progre» últimamente tan de moda de negar la existencia del «autor» y dando a entender que País, S. A. era un film poco menos que «realizado colectivamente, por todo el equipo en libertad», me recordaron, inevitablemente, la famosa frase de Jean Cocteau que Godard citaba en los primeros años de su carrera: «puesto que la realidad nos sobrepasa, finjamos ser sus organizadores». Esta falta de control de Forges sobre los actores, sobre los encuadres, sobre la narración, sobre la espantosa y machacona música de Víctor y Diego, unida a «efectos cómicos» muy vistos y burdos —como el empleo del sonido amplificado, para subrayar o caricaturizar gestos y movimientos— y la dispersión absoluta que reina en la película hacen que País, S. A. resulte mortalmente aburrida, monótona y sin gracia a pesar de un par de chistes aislados, que no recuerda en nada a Forges, salvo en un sentido: cada una de las incontables veces que se alude a él, se le echa de menos.
En "Dirigido por" nº 28, 1975
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