Pocas veces han sido tan parcos, tan desnudos y elementales los datos –la pantalla blanca, el pálido azul del cielo ártico, unos pocos personajes– y tan eficazmente empleados por un cineasta como los que constituyen, se diría que por sí solos, casi sin argumento, Los dientes del diablo. Involuntario testamento, o mejor, azaroso testimonio de la plenitud y la insólita y fugaz serenidad de su autor, podría considerarse como la última palabra libre (aunque no sin accidentes e interferencias) del director que sólo seis años antes estaba lejos de alcanzar semejante grado de madurez, si se entiende por tal descartar la queja y, si no reconciliarse con el mundo, admitir al menos que hay cosas que no tienen remedio: que están condenadas a desaparecer, a morir, a perder la pureza, a convertirse en pasado. Era sólo un primer paso; Bronston y su propia naturaleza autodestructiva y casi suicida frustraron las tentativas posteriores, y hoy queda esta excursión al casquete polar como el mensaje postrero, aunque no definitivo, lanzado por Nicholas Ray a los desconocidos en esa forma de botellas lujosas que son para algunos náufragos del cine las películas.
Puede preferirse la no menos sobria y más irónica amargura de la paradójica Bitter Victory, el aliento esperanzado de la románticamente herida Chicago año 30, el fulgor y la triunfal fantasía de Johnny Guitar, las lucideces tremendas (y distintas entre sí) de In a Lonely Place, On Dangerous Ground y The Lusty Men, la noche efímeramente acogedora y transfigurada de They Live by Night, la fiebre delirante de Wind Across the Everglades; pero hoy es –o debiera ser– evidente que Los dientes del diablo se cuenta entre el puñado de obras audaces y ejemplares en su imperfección vulnerable que hicieron de Nicholas Ray, durante apenas trece intensos años, el máximo creador de formas y emociones del cine americano, el más inspirado de los poetas nómadas, el gran inventor de sentimientos exaltados y personajes inolvidables. Como siempre, es la violencia la que viene a amenazar cualquier atisbo de paz; por remoto que sea el refugio acaba por contaminarse y corromperse. Las mejores intenciones, la generosidad más inesperada, resultan a la postre inútiles, porque chocan contra el muro de la ignorancia, de un desconocimiento que no se acepta como carencia, como algo que es preciso superar o remontar, sino que lleva a la más radical incomprensión, a la intolerancia, a la imposición por las armas de las leyes.
No es una película muy explícita, ni su lamento por la naturaleza o la vida primitiva en vías de extinción son de las que hoy los proliferantes ecologistas aprecian, pero cuán profética resulta su visión de la locura que se extiende, que llega con su dinero a los últimos rincones, que aplasta lo diferente y lo uniformiza a la fuerza. Es, así, anticipadamente, un poco la propia historia de lo que iba a sucederle al mismísimo Ray. No sabía que su cine, la pureza de líneas que representaba, estaba tan condenada a muerte como el mundo de Inuk, el esquimal inocente.
En “Movie Movie : guía de películas” de Teo Calderón. 2ª edición. Madrid : Alymar, 2001.
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