1. INTRODUCCIÓN
Pocos cineastas americanos plantean tantos y tan peculiares problemas críticos como Stanley Donen. Bajo su inofensiva y nada extraordinaria apariencia de “delfín” de la comedia clásica de Hollywood —como Blake Edwards y Richard Quine—, tras su prestigiosa reputación como uno de los maestros —con Vincente Minnelli— del cine musical en su época de máximo esplendor (M.G.M., 1944-1955), lo cierto es que en Donen se esconde uno de los personajes más misteriosos e inaprehensibles del cine actual.
Un posible acercamiento consistiría en averiguar qué directores han nacido o han empezado a hacer cine en los mismos años que Donen, para luego, a partir de esa “generación” biográfica y cinematográfica, analizar los rasgos que acercan o separan a Donen de sus más próximos coetáneos. Pero resulta que semejante estudio comparativo se ve dificultado por la extremada juventud de Donen —25 años— cuando empezó a dirigir películas. En efecto, si tenemos en cuenta que nació el 13 de abril de 1924, parece lógico relacionarle con directores nacidos entre 1920 y 1928, como Quine, Edwards, Penn, Mulligan, Peckinpah, Lewis o Pakula; sin embargo, el primer largometraje dirigido por Donen data de 1949, por lo que sólo Quine (1948) serviría como término de comparación, ya que los restantes directores citados debutaron mucho más tarde: Edwards en 1955, Mulligan en 1957, Penn en 1958, Lewis en 1960, Peckinpah en 1961 y Pakula —el más joven— en 1969. Por otra parte, si nos atenemos a los cineastas que accedieron a la dirección entre 1945 y 1953, nos encontramos con Kazan, Nicholas Ray, Gene Kelly, Fuller, Mankiewicz, Siegel, Brooks, Fleischer, Losey, Rossen, Parrish, Walters, Weis, Tashlin y Aldrich, nacidos todos ellos entre 1908 y 1918, con la excepción de Don Weis (1922). Es decir, que nos veríamos obligados, si queremos ser precisos, a comparar a Donen con Quine y Weis únicamente. Con el primero hay bastantes puntos comunes, los mismos por los que el cine de Donen suele asociarse con el de Edwards: inicios como bailarín en teatro y cine, conocimientos de coreografía, gusto por la comedia, pasión por el musical, admiración por actores como Fred Astaire y Audrey Hepburn y por directores como Minnelli y Wilder; sin embargo, Donen es uno de los más grandes y prolíficos creadores del musical, mientras que Quine —que se considera discípulo de Donen— sólo ha dirigido uno, y en las postrimerías de la edad dorada del género “Mi hermana Elena” (1955), y en la obra de Donen brillan por su ausencia una pasión amorosa como la de Quine por Kim Novak y un género tan relevante para el autor de “Pushover” como el “negro”. Con el enigmático Weis las concomitancias parecen inexistentes hasta que se recuerda que el artífice de “Amazonas negras” cuenta con varios musicales M.G.M. en su haber, como “I Love Melvin” (con Debbie Reynolds y Donald O'Connor) y “The Affairs of Dobie Gillis” (con D. Reynolds y Bob Fosse), ambas de 1953. En definitiva, resulta que Donen se encuentra entre dos generaciones, como ciudadano americano y como director, y que las afinidades que pueden establecerse entre él y otros directores son más genéricas (interés por el musical y la comedia) que personales o ideológicas, incluso más profesionales que cronológicas: es indudable que tiene más que ver con Berkeley, Mamoulian, Cukor, Minnelli, Sidney, Walters, Quine, Edwards, Weis, Lewis o incluso Tashlin —por no mencionar a George Abbott, nacido en 1887 y que dirigió su primer film en 1929, ni a Gene Kelly, de cuyas estrechas relaciones con Donen se hablará luego extensamente— que con Peckinpah, Mulligan, Kazan, Losey, Ray, Fuller o Aldrich, autores mucho más interesados por la sociedad y por la violencia.
Esto, y el que la filmografía de Donen se distribuya bastante equitativamente entre el cine musical (13 películas) y la comedia (9), con una sola y tardía excepción —"Staircase", (1969), plenamente dramática— hasta el momento, puede llevar a pensar que Donen no es sino un hábil artesano, sin personalidad definida, y sometido a los caprichos de los productores o a las modas de Hollywood. Sin embargo, la tentativa de definir a Donen como un ser neutro —o un buen conductor, tanto en el sentido en que se aplica al agua en relación con la corriente eléctrica, como en el sentido que describe el trabajo de un director de orquesta— y de explicarle a través de los dos géneros a los que ha consagrado casi la totalidad de su carrera, se revela, también, abocada al fracaso, ya que más bien podrían explicarse a través de Donen —uno de sus creadores— las convenciones del musical y de la comedia, y que a partir de 1957 (“The Pajama Game”) Donen ha sido co-productor de todas sus películas, hasta convertirse en 1960 (“Una rubia para un gángster”) en productor independiente, fundando en 1966 (“Arabesco”) su propia compañía productora. Lo que demuestra que el musical no fue para Donen tan sólo una vocación juvenil —por la que abandonó sus estudios en la University of South Carolina y se fue primero a Broadway como bailarín y luego a Hollywood como ayudante de coreografía—, sino el género que más le interesaba —debutó en él, realizando diez seguidos durante siete años, co-produjo y co-dirigió otros dos cuando ya el musical estaba en decadencia— y al que pertenece su última película hasta el momento, “The Little Prince” (1973). Su primera comedia fue un encargo, “Bésalas por mí”, (1957), pero todas las demás fueron proyectos personales.
Un nuevo problema surge cuando se tiene en cuenta la insólita frecuencia con que Donen ha colaborado con otros directores en la realización de sus musicales: tres de ellos están co-dirigidos por Gene Kelly, y otros dos por George Abbott. Donen conoció a Kelly en 1940, en Broadway; juntos intervinieron —Kelly como “estrella”, Donen como bailarín— en varias comedias musicales; se hicieron amigos, y Donen se convirtió en ayudante coreográfico de Kelly. Juntos se desplazaron a Hollywood y escribieron el argumento y la coreografía de “Take Me Out to the Ball Game” (1949; producida por Arthur Freed para la Metro, con canciones de Betty Comden & Adolph Green). El director de este film, Busby Berkeley, permitió a Donen rodar una secuencia y Freed, satisfecho del resultado, confió a Kelly & Donen la realización de un guion de Comden & Green, “Un día en Nueva York”, (1949). Nacía así un binomio creador que puede considerarse como uno de los más grandes directores no sólo del género musical, sino del cine americano de todos los tiempos: Kelly & Donen, a quien también debemos “Cantando bajo la lluvia”, (1951) y, por último, “Siempre hace buen tiempo”, (1955). George Abbott es uno de los más prestigiosos directores teatrales de Broadway; de 1929 a 1931 dirigió ocho películas para la Paramount, y escribió el guion de “Sin novedad en el frente” (1930) de Milestone. En 1940 dirigió y produjo otra película, “Too Many Girls”. Cuando Donen, gran admirador suyo, decidió llevar al cine dos de sus comedias musicales —"The Pajama Game" y “Damn Yankees"—, pensó que la aportación de Abbott era tan importante que, aunque al parecer sólo se paseaba por el plató y hacía algunas observaciones, se empeñó en que figurase como co-director. La posible influencia de personalidades tan destacadas como Arthur Freed (productor de los mejores musicales de Kelly, Donen, Minnelli, Mamoulian, Walters, Berkeley, etc.), Betty Comden & Adolph Green (guionistas y letristas de las tres obras maestras de Kelly & Donen, así como de "Melodías de Broadway 1955” y “Bells Are Ringing” de Minnelli), Kelly, Abbott, Bob Fosse (bailarín-actor de “Tres chicas con suerte”; coreógrafo de “Mi hermana Elena”, “The Pajama Game” y “Damn Yankees”) luego director de “Cabaret”, Michael Kidd (coreógrafo de “Melodías de Broadway 1955”, “Siete novias para siete hermanos”, “Ellos y ellas” de Mankiewicz; director de “Merry Andrew”), Gower Champion (coreógrafo y actor de “Tres chicas con suerte”; director de “My Six Loves”), Fred Astaire (coreógrafo de “Una cara con ángel” y de otras muchas películas en las que ha bailado y actuado), etc., no hacen sino destacar la naturaleza colectiva que tiene en Hollywood la creación cinematográfica y que es mayor aún en un género que, como el musical, engloba varias artes independientes y precisa de la colaboración de muy variados talentos. Sin embargo, no basta con decir esto, sino que hay que adentrarse ahora en los problemas que plantea, para definir a Donen, el que existan tres películas firmadas por Kelly & Donen y dos firmadas por Abbott & Donen.
2. GENE KELLY & STANLEY DONEN
Una interpretación abusiva de lo que “Cahiers du Cinéma” llamó la politique des auteurs ha llevado a que numerosos críticos de todas las latitudes hayan derrochado tiempo y papel en absurdas conjeturas e inútiles polémicas, tratando de establecer a cuál de los dos directores de “Un día en Nueva York”, “Cantando bajo la lluvia” y “Siempre hace buen tiempo” debía atribuirse la paternidad de tan grandes obras maestras. El debate se recrudeció a causa de la permanente polémica que mantenían “Cahiers” —partidaria de Kelly — y “Positif” —que, aplicando de forma igualmente intransigente una política que pretendía no aceptar, se erigió en campeona de Donen—, y su eco perdura aún en algunos países, según fue llegando a ellos la influencia de la crítica francesa. No cabe duda de que la política de los autores —aplicación interesada y oportunista de una más amplia teoría del cine de autor, perfectamente válida actualmente, y útil método de análisis crítico, incluso para estudiar directores que no cabría calificar de “autores"— implicaba un concepto demasiado idealizado e individualista del autor cinematográfico como para que ciertas películas co-dirigidas, o en las que han intervenido varios directores, no representasen para los defensores a ultranza de dicha política problemas prácticamente insolubles: "Tabú”, “Lo que el viento se llevó”, “Duelo al sol”, “Night Passage”, “Poema o Morye”, “El soñador rebelde”, los films de Kelly & Donen, los de Godard & Gorin, etc.
Comparando las filmografías separadas de Gene Kelly y Stanley Donen, se llega a la indudable conclusión de que el segundo es mucho mejor director que el primero. Ningún film de Kelly solo —ni siquiera “Invitación a la danza”, (1956)— tiene nada que ver con “Cantando bajo la lluvia”, pero tampoco los de Donen guardan mucha relación con los realizados conjuntamente por ambos directores. Sólo en “Siempre hace buen tiempo” —pero no en “Un día en Nueva York”, ni en “Cantando bajo la lluvia"— pueden apreciarse indicios del dramatismo, la gravedad o la amargura de las mejores comedias de Donen. Los puntos de contacto —tres marineros de permiso— existentes entre "Bésalas por mí” (guion de Julius J. Epstein en el que Donen no intervino en absoluto) y “Siempre hace buen tiempo” son menos profundos que los que hay entre este film y “Un día en Nueva York”. Por otra parte, “Cantando bajo la lluvia” y “Melodías de Broadway 1955”, (1953), dirigida por Minnelli, tienen un argumento casi idéntico —el productor y los guionistas son los mismos, e incluso el tema profundo del film—, pero no se parecen en nada. Teniendo en cuenta todo esto, y que no basta con que Donen sea mejor que Kelly para atribuirle al primero las películas codirigidas por ambos, creo que lo más oportuno sería considerar “Un día en Nueva York”, “Cantando bajo la lluvia” y “Siempre hace buen tiempo” bien como ejemplos magistrales de cine colectivo, o bien, puestos a personalizar, como obras de un intermitente, efímero y ya retirado autor “siamés”: Gene Kelly & Stanley Donen, individuo perfectamente diferenciado tanto de Donen como de Kelly, y más aún de Abbott & Donen, otra pareja que no puede reducirse a la suma de sus componentes.
Las declaraciones de Kelly, Donen, Arthur Freed, Roger Edens y Comden y Green tienden a corroborar al mismo tiempo ambas hipótesis, ya que, si bien cada uno insiste —lógicamente— en su aportación, todos ellos subrayan el perfecto entendimiento que reinaba entre los co-directores, y el absoluto control que ejercían sobre cada aspecto de las películas. Freed fue el promotor de los tres films, delegando a veces la producción en Edens; Comden & Green escribieron los tres guiones —el primero basado en una obra teatral propia, los otros dos directamente pensados para el cine— y las letras de muchas de sus canciones (tarea a la que Freed y Edens también contribuyeron); Kelly & Donen se ocuparon, siempre conjuntamente, del guion definitivo, de la coreografía, de los ensayos y de la realización; Kelly contribuyó decisivamente con su presencia como actor protagonista y con su peculiar estilo de bailarín (en este sentido, podría decirse que el dinámico y activo Kelly es a Donen lo que el elegante y liviano Astaire es a Minnelli). Es decir, que son falsas hipótesis tales como que Donen dirigiese unas escenas y Kelly otras (no hay la menor ruptura de estilo); o que Kelly se ocupase de la coreografía y los actores y Donen de la técnica (cuando rodaron “Un día en Nueva York” ninguno podía atribuirse conocimientos técnicos, y Donen era un experto coreógrafo); o que —según la aberrante dicotomía de T.V.E.— Donen fuese “realizador” y Kelly “director”.
Se pensará, tal vez, que una cooperación tan estrecha y feliz es imposible, pese a que existen otros casos satisfactorios de codirección (Michael Powell & Emeric Pressburger, Paolo & Vittorio Taviani, etc.). Pero no hay que olvidar que, si su edad era distinta, la formación y los gustos de Kelly y Donen eran muy semejantes y que además, cuando realizaron “Un día en Nueva York”, llevaban nueve años de trabajo en común prácticamente ininterrumpido. Es muy probable, también que Donen —bailarín poco destacado— admirase a Kelly, y se sintiese siempre dispuesto a ayudar a su maestro; por otra parte, ya que Kelly era la estrella en torno a la que se montaban las películas y podía imponerse como director único, parece evidente que necesitaba a Donen. La misma actitud admirativa hacia un maestro de más edad parece haber inducido a Donen a co-dirigir con George Abbott “The Pajama Game” y “Damn Yankees”, por lo que estas películas quedan también al margen de la obra de Donen.
No es posible analizar a fondo, y menos todavía en el marco de un estudio del cine de Stanley Donen, las tres obras maestras del musical que dirigió en colaboración con Gene Kelly. Pocas películas se prestan menos al acercamiento crítico: cualquier tentativa de disección las falsearía automáticamente, privándolas del entusiasmo, la alegría, el ímpetu y el dinamismo que las caracterizan, así como del placer que su contemplación proporciona, de esa vitalidad contagiosa que nos tienta a bailar por las aceras, saltar sobre los bancos y trepar al techo de los autobuses, llueva o brille el sol, al salir del cine. El cine musical es el más sensorial de todos, porque se disfruta más intensamente con todos los sentidos; por eso, es el que más se resiste a ser desmontado. Ningún análisis de las estructuras visuales, rítmicas o musicales de “Cantando bajo la lluvia” podrá restituirnos ni siquiera un pálido reflejo de lo que es la película. Ni siquiera sirve de nada describir una escena —tan integrados están todos sus componentes que la descripción verbal, forzosamente simplificadora y sucesiva, la desintegraría—, ni contar su argumento. Ni siquiera fotos, el guion y la banda sonora del film pueden ayudar a reconstruir no ya su visión, sino incluso su recuerdo. Por ello, me limito a sugerir al lector que vea o vuelva a ver —en un local desprovisto de Cinerama, claro está— “Cantando bajo la lluvia”.
Sí cabe hablar, en cambio, de la capital importancia de estos tres films no sólo en la historia del musical, sino en el cine entero. No olvidemos que el primer Kelly & Donen vio la luz cuando triunfaban en el mundo “El limpiabotas” y “Ladrón de bicicletas” de De Sica (y Zavattini) y un neonaturalismo conformista y restrictivo que incluso alcanzó a Hollywood (producciones de Louis de Rochemont y Stanley Kramer, primeros films de Dmytryk, Zinnemann, Dassin, etc.), y que frente al pretencioso melodramatismo moral y el empobrecedor academicismo visual y narrativo que estas tendencias preconizaban, el nuevo musical creado por Kelly & Donen representaba una alternativa y un antídoto, una fructífera ruptura con las convenciones realistas dominantes y un abandono de la verosimilitud psicologista del cine dramático de la época. Concretamente, creo que uno de los factores determinantes de la renovación del lenguaje cinematográfico que supuso la obra de Godard fue precisamente la asimilación de las enseñanzas implícitas en el nuevo musical creado por Kelly & Donen. La preeminencia de la M.G.M. en el musical de los años 40 obedece a que, por vez primera, los directores del género eran capaces de crear —como dice John Kobal— “una unidad expresiva en la que se narra una historia mediante las canciones y el baile, y no a pesar de ellos”. Los comienzos del sonoro suscitaron la trasposición al cine de las comedias musicales de Broadway; las limitaciones expresivas del cine sonoro incipiente —de las que “Cantando bajo la lluvia” informa con humor— determinaron que los primeros musicales fuesen o teatro retratado o una serie de bailes y canciones enlazadas por mediocres escenas dramáticas rodadas por otro director y que convertían las películas en productos heterogéneos. Cuando el director musical (Busby Berkeley) era muy superior al dramático (Lloyd Bacon), cada escena no coreográfica era un estorbo y provocaba, en el mejor de los casos, una molesta ruptura (esto último ocurre en “La calle 42” y, en menor medida, en “Wonder Bar”); en caso contrario, cada escena musical se convertía en un “número” incrustado en la narrativa. Aun cuando el director era uno solo (Sandrich o George Stevens) y los bailarines (Astaire y Ginger Rogers) y la música (Cole Porter, Irving Berlin) eran irreprochables, se trataba de comedias con el suficiente ingenio como para que los números musicales —muy agradables— no fuesen necesarios (“La alegre divorciada”, por ejemplo), lo que obligaba a utilizar repetidamente escenarios convencionales —hoteles con pista de baile, cabarets— que justificasen las escenas bailadas, o a forzar la trama para que desembocase cada cierto tiempo en una canción. Una excepción a tal planteamiento serían las operetas que realizó Lubitsch entre 1929 y 1934 (“El desfile del amor”, “Montecarlo”, “El teniente seductor”, “Una hora contigo”, “La viuda alegre”), que eran, ante todo, excelentes comedias con canciones, pero en las que el director supo conseguir adecuar el ritmo de la acción a la música, introducir las canciones con cierta estilizada naturalidad, y evitar que las mismas destruyesen la narración. En cualquier caso, el musical llegó a los años 40 acogiéndose a la solución más cómoda: hacer que sus personajes fuesen cantantes, bailarines, actores, directores, compositores, etc. (con lo que se podían intercalar ensayos y representaciones escénicas de su trabajo), y contar —mezclando drama y comedia— sus peripecias profesionales, sentimentales o familiares (un ejemplo típico sería “Las modelos” (1944), de Charles Vidor) un caso excepcional de éxito artístico sería “Bailando llegó el amor” (1942), de W. A. Seiter).
Este era el panorama cuando Arthur Freed empezó a ocuparse de los musicales de la M.G.M., se trajo a Hollywood a Minnelli, devolvió al musical a Berkeley y Mamoulian, contrató a Kelly, Donen, Astaire y Walters y creó una serie de equipos (directores, coreógrafos, actores, actrices, bailarines, bailarinas, músicos, guionistas, fotógrafos, decoradores) que se iban s dedicar, durante diez años, a reinventar la comedia musical. La experiencia acumulada al llegar a “Take Me Out to the Ball Game” —que agrupaba a Freed, Berkeley, Kelly, Donen, Walters, Edens, Comden & Green, Frank Sinatra, Jules Munshin y Betty Garrett— permitió que “Un día en Nueva York” se apartase completamente de las convenciones del musical de Hollywood y se convirtiese en el primer musical espontáneo de la historia del género. En efecto, si poco a poco Freed había ido ampliando el campo argumental del musical (“Meet Me in St. Louis” o “El pirata” son buenos exponentes de ello), al mismo tiempo que había logrado imponer el concepto —más económico, además— del musical intimista (unos pocos auténticos personajes, en lugar de una multitud de coristas; escenarios cotidianos en vez de fastuosos decorados teatrales; mayor importancia del guion, y canciones con función narrativa), con “Un día en Nueva York” se utilizan por vez primera las verdaderas calles de una ciudad como escenario de bailes y canciones; se funden a la perfección los diálogos, las canciones, el movimiento normal y el baile, evitando toda ruptura entre una y otra forma de expresión (oral y corporal). Kelly, Sinatra y Munshin son tres marineros, Vera-Ellen es una mediocre bailarina, Betty Garrett una taxista y Ann Miller una antropóloga, y sin embargo, cuando todos ellos, en solitario, por parejas o en grupo, se ponen a bailar y cantar, resulta lógico y natural —dentro de la estilización de la película— que lo hagan. Esta es, sin duda, la principal aportación de Kelly & Donen al género: hacer que los bailes y las canciones dejen de ser “números” aislados, rupturas narrativas, incrustaciones heterogéneas, y que se conviertan en una forma de expresar la emoción, la alegría, el amor, la soledad, la tristeza, el entusiasmo, en una potenciación rítmica de la palabra y de la actividad corporal que puede tener lugar en cualquier momento, sin previo aviso, sin solución de continuidad. Para ello, y desde el principio, Kelly & Donen rompen con el naturalismo, con los criterios estrechos de la verosimilitud psicológica, y optan por la más extremada y explícita estilización, lo que comporta, junto a un uso adecuado del color, el decorado y la música, una concepción nueva de la planificación, cuyo objetivo primario consistía en subsanar las “rupturas” entre lo hablado y lo cantado, entre el movimiento normal y la danza; es decir, restituir la continuidad perdida, creándola de nuevo: fluidez entre unas y otras escenas, y entre los diferentes niveles expresivos; captación global —en planos generales prolongados, generalmente con la cámara moviéndose en grúas— de la acción; adecuación entre los movimientos de cámara y los de los actores, estando determinados, por tanto, unos y otros por la música, y manteniendo este triple acoplamiento incluso en las escenas más estáticas y verosímiles. De esta forma, el musical reenlaza con la tradición de la cámara móvil de Murnau, y el cine más sonoro con el cine mudo. Las diferencias entre esta nueva forma de musical verdaderamente cinematográfico y las etapas anteriores que había atravesado el género a lo largo de su evolución pueden apreciarse comparando entre sí los muy variados estilos musicales que recoge antológicamente “Cantando bajo la lluvia” —película que puede considerarse como una reflexión sobre el género, además de una crónica del paso del cine mudo al sonoro—: así, “Beautiful Girl” corresponde a las canciones de Al Jolson en los primeros musicales y a las coreografías geométricas de Busby Berkeley durante los años 30; Fit as Fiddle es el típico número escénico aislado; You Were Meant for Me y You Are My Lucky Star registran la evolución desde los dúos de opereta de Lubitsch a las escenas sentimentales del Minnelli de los años 40; Make ‘Em Laugh, Moses, Good Morning y, sobre todo, Cantando bajo la lluvia representan distintas variantes —cómicas, satíricas, sentimentales— del musical espontáneo, que traspone de forma estilizada los sentimientos de los personajes, como empezó a ocurrir con el espléndido e inicial “New York, New York! What a wonderful town!” de “Un día en Nueva York”.
Esta fusión de lo puramente musical con la comedia —e incluso, en “Siempre hace buen tiempo”, con el drama— acabó con los argumentos que no eran más que pretextos para enlazar entre sí diversos números musicales, y permitió que el tema desempeñase en el musical una función mucho más moderna y libre: por un lado, el argumento de un musical suele emanar de sus propias características formales previas (de hecho, la música, las canciones y la coreografía preceden al tema, están dadas); por otro, las manifestaciones musicales (cantadas o bailadas) de los personajes proceden de estos, y lo mismo son causa que consecuencia de la narración: la interrumpen, la enlazan, la potencian, la desvían, la hacen explícita, la alteran. Este proceso dialéctico entre el argumento y las formas del género convierte al musical, en última instancia, en una reflexión sobre el espectáculo —y, por tanto, en una autorreflexión—, y le confiere un poder de abstracción y una libertad antinaturalista —espacial, corporal, dinámica, temporal, cronológica, rítmica, narrativa, psicológica— desacostumbrada en cualquier otro tipo de cine —por lo menos, hasta Godard, que supo asimilar en profundidad las conquistas del musical—, que permite el paso incesante y fluido de un tono a otro, de un género a otro. Además, el nuevo musical engloba dos vertientes del cine que suelen contraponerse, pues aúna el movimiento (potenciado al máximo) y la palabra (también potenciada, y creadora a su vez de movimiento), de forma que tanto el baile como las canciones hacen progresar la narración. Esta concepción del musical fue obra exclusiva de M.G.M., y sus máximos exponentes son Kelly & Donen, por un lado, y Vincente Minnelli, por otro. Desgraciadamente, cuando el género dejó de ser rentable —en 1955— y sus manifestaciones se hicieron esporádicas, los raros cineastas que abordaron el musical fueron olvidando el secreto, resultando más próximos a su espíritu films como “Une femme est une femme”, “Le Mépris” y “Bande á part” de Godard, que “My Fair Lady” de Cukor, “Hello, Dolly!” de Kelly, “Cabaret” de Fosse, “Funny Girl” de Wyler, o “West Side Story” de Robbins & Wise, independientemente de su variable calidad.
3. DONEN Y EL MUSICAL
En mi opinión, ninguna de las películas realizadas por Stanley Donen solo, alcanza la perfección de las tres que dirigió junto a Gene Kelly. Dentro de ellas, curiosamente, no son las musicales las que me parecen más personales, logradas e interesantes. Incluso me parece más innovadora la única que conozco —"Damn Yankees"— de las que co-dirigió con George Abbott que “Siete novias para siete hermanos”, “Una cara con ángel” o “Tres chicas con suerte”, que son las de mejor reputación y las únicas estrenadas en España: casi todas las comedias musicales que realizó en la Metro sin Gene Kelly son obras de encargo, de bajo presupuesto —factor muy negativo en un musical—, y con guiones poco originales, si exceptuamos la versión western-musical del rapto de las Sabinas que es “Siete novias para siete hermanos”.
“Tres chicas con suerte”, parte de un esquema argumental cercano al de “Las modelos” y “La calle 42”, y pese a contar con números excelentes y resultar muy agradable, no aporta nada nuevo al musical intimista que forzosamente —por limitación presupuestaria— es; incluso puede considerarse como un retroceso, teniendo en cuenta que Donen había dirigido ya “Un día en Nueva York” y “Cantando bajo la lluvia”, películas mucho más dinámicas y mucho menos convencionales.
“Siete novias para siete hermanos” (1954) es un film perjudicado por el escaso atractivo de Jane Powell y por los decorados en que Donen se vio obligado a realizar escenas que exigían escenarios naturales, pero inauguró una vertiente poco explotada del musical, y demostró brillantemente que era posible narrar una historia dramática mediante el musical. Sin Kelly, Donen demostraba ser mucho más dinámico y físico que Minnelli, y que el CinemaScope era el formato más adecuado al género (aunque de esto se ocupase también, ese mismo año, Otto Preminger con el primer musical plenamente dramático, “Carmen Jones”).
“Una cara con ángel” (1956) marca el reencuentro de Donen con el mejor bailarín de la historia del cine —aunque no el más afín a su concepción del género—, Fred Astaire. Este hecho, así como la elección de Audrey Hepburn como protagonista femenina y el que la productora no fuese la Metro, contribuye a hacer de “Una cara con ángel” un musical muy diferente de los anteriores, más sofisticado, menos cómico, más cercano a la “alta comedia”, más elegante y menos dinámico. Por todo ello, no me parece extraño que al año siguiente Donen comenzara a dirigir comedias no musicales, aunque enfocadas desde una perspectiva musical. Este film, que redescubre París como “Un día en Nueva York”, me parece de capital importancia en la evolución de Donen, aunque no lo encuentro plenamente satisfactorio: le faltan el humor y la alegría impetuosa de “Cantando bajo la lluvia” o “Siete novias para siete hermanos”, peca de cierto estatismo —del que culparía al asesoramiento visual del fotógrafo Richard Avedon—, y se ve lastrado por un argumento bastante convencional y situado, para colmo, como “Mi desconfiada esposa”, 1957, de Minnelli, en el asfixiante ambiente de la moda femenina.
“Damn Yankees”, posiblemente por la aportación de Abbott, se aparta sensiblemente de cualquiera de los restantes Musicales de Stanley Donen. Como tantas películas americanas, gira en torno al mito de Fausto, con fascinante Mefistófeles llamado Lola y encarnado por la genial Gwen Verdon. La originalidad del argumento —que Donen abordó de nuevo en “Bedazzled”, 1968—, la innovadora coreografía de Bob Fosse, y la perfección con que se han ensamblado todos los componentes del film hacen de “Damn Yankees” uno de los mejores musicales en cuya realización ha intervenido Donen, y un paso decisivo hacia la concepción musical de la “alta comedia” que caracteriza la obra más genuinamente personal de este cineasta.
4. HACIA LA PAREJA: DETRÁS DE LAS APARIENCIAS
No es, ni mucho menos, privativo de Donen el que la comedia tenga por centro la pareja: tal circunstancia se da en casi todas las comedias americanas que podríamos considerar hoy como “clásicas”. Lo que hace particularmente significativo el papel desempeñado por la pareja en el cine de Donen es que, contrariamente a lo que sucede en las comedias tradicionales de Hollywood, no pueda circunscribirse a la pareja heterosexual, ya que dos de sus films más recientes, y tal vez los que actualmente Donen prefiere de entre los suyos, parecen centrarse en parejas formadas por dos hombres: una pareja homosexual en Staircase y la formada por los cómicos Peter Cook y Dudley Moore en la discutidísima Bedazzled. Desgraciadamente, abordar esta dimensión de la pareja en el cine de Donen está fuera de mi alcance, pues ambos films permanecen obstinada y temo que irremediablemente inéditos en España, y no he tenido ocasión de verlos allende nuestras fronteras, persistente “tierra prometida” del cinéfilo español. Tras señalar lo lamentable de tales circunstancias —pues es indudable que un hombre que, como Donen, ha co-dirigido películas con otros dos hombres, tendría algo que decir sobre el tema, y si no véase la importancia en la obra de Jerry Lewis de sus años de colaboración con Dean Martin—, conviene centrarse en las comedias de Donen que se nos ha autorizado a ver. Entre ellas encontramos dos tipos de parejas: por un lado, las parejas establecidas, preexistentes al film, con años de convivencia a cuestas, como las de “Volverás a mí”, “Página en blanco”, “Dos en la carretera”’, por otro, las parejas en formación, que sólo llegarán a existir —a veces precariamente— cuando aparece la palabra “fin”: “Bésalas por mí”, “Charada”, “Arabesco”.
Las comedias que Donen ha dedicado al primer tipo de parejas estudian su pervivencia a través, precisamente, de una crisis que las lleva al borde de la desintegración; es decir, son películas que analizan la reconstitución, la reconciliación, el redescubrimiento de la pareja protagonista, su reflexión sobre sus propias relaciones y sobre su pasado. Lo cual las acerca, en cierto sentido, a aquellas otras —menos dramáticas tal vez— cuyo objeto es presenciar cómo dos personas, desconocidas al principio, llegan a integrarse en una pareja; cómo se descubren, se empiezan a tratar, a desvelar, a conocer; cómo recorren el difícil camino hacia la unión a través de diferentes y sucesivas etapas: la recíproca desconfianza inicial, el tentador peligro que cada uno supone para el otro, los roces y conflictos inherentes al necesario proceso de adaptación mutua, la lenta y dura conquista de la compatibilidad, el entendimiento, la complicidad fundamental. El ejemplo clásico y ejemplar de este tipo de pareja doneniana lo podemos encontrar en esa admirable y menospreciada película que es “Bésalas por mí”, cuyo auténtico centro de interés es el descubrimiento del respeto y de la confianza que mutuamente llegan a otorgarse Crewson (Cary Grant) y Gwenneth (Suzy Parker) y que hace posible que progresen de la atracción desafiante al amor: aunque al finalizar la película Crewson retorne al frente con sus dos compañeros de armas —como consecuencia de una opción moral a la que no es ajena en absoluto Gwenneth—, sabemos que, si sobrevive, volverá a su lado. Sin embargo, resultan más interesantes dos películas menos logradas, pero menos “clásicas” y, por tanto, más reveladoras de la particular óptica de Donen, y estrechamente relacionadas entre sí, con un tipo de contacto semejante al existente, en la obra de Howard Hawks, entre “Río Bravo”, “El dorado” y “Río Lobo”: “Charada” y “Arabesco”. Los excelentes títulos —breves, adecuados y que no permiten anticipar nada sobre sus respectivos argumentos— de ambos definen con precisión —no en vano “The Cipher” acabó llamándose “Arabesco”— el tema y la estructura de estas dos películas: “Charada” es una charada, pero no sólo en lo referente a la identidad del asesino, sino, esencialmente, con respecto a la identidad de Alex (Cary Grant) para Reggie Lambert (Audrey Hepburn), ya que de la confianza que Reggie sea capaz de depositar en el hombre que ama depende no sólo su felicidad, sino su vida; “Arabesco” es, visualmente, de una estilización que no puede calificarse sino de arabesco, y que se corresponde perfectamente con la alambicada e inextricable trama de espionaje que narra, pero también constituye un arabesco o un jeroglífico casi indescifrable para David Pollock (Gregory Peck) la personalidad y la conducta de la fascinadora Yasmin Azir (Sophia Loren). La principal diferencia que existe entre ambos films, tan semejantes, es la de nivel: frente a la frescura y la precisión de “Charada”, el estilo de “Arabesco” es de un retorcimiento no justificado por el correspondiente de la trama —que puede excusarlo, tal vez, pero que no lo exige—, degenerando en ocasiones —la “borrachera” de Pollock en medio de la carretera— en una orgía de confusos y feos efectismos visuales. El factor determinante de este desnivel a favor de la primera de estas películas no es, creo yo, la arbitrariedad óptica de la segunda, sino la escasa entidad de sus personajes centrales —el villano interpretado por Alan Badel resulta mucho más convincente, aún en su estereotipada y convencional perversidad, que los héroes encarnados por Peck y Sophia Loren— y la irrelevancia de su relación sentimental para el desenvolvimiento de la asfixiante trama argumental y visual de “Arabesco”, en teoría digna de Borges, pero en la práctica muy poco apasionante y totalmente desprovista de sentido.
En apariencia, tanto “Charada” como “Arabesco” podrían despacharse como películas marginales a la obra de Donen, como meros pastiches —más o menos logrados— de Hitchcock. Pero en unos films cuyo tema es, precisamente, la dialéctica de la apariencia y de la realidad, de la verdad y de la mentira, de la identidad y de la máscara, convendría, más que nunca, desconfiar de las apariencias, e intentar desvelar, lo que tales apariencias encubren. Dejando de lado “Arabesco”, film que en última instancia es todo apariencia, reflejos que se devuelven mutuamente su propia imagen deformada en espejos cóncavos o convexos, y cuyo interés teórico es muy superior al que ofrece su contemplación, y que parece una caricatura poco acertada tanto de “Charada” como de la más superficial apreciación de Hitchcock, nos encontramos con que “Charada”, además de un homenaje a Hitchcock que ni Truffaut ni Chabrol han conseguido nunca, es una admirable inquisición sobre la naturaleza del amor y sobre la pugna entre lo aparente y lo real, lo verosímil y lo cierto, dirigida con un magistral sentido del humor y del suspense que, efectivamente, no es indigno de “Con la muerte en los talones” e incluso llega a superar a “Atrapa a un ladrón”. La clave del éxito de Donen en un terreno que, aparentemente, no era el suyo radica precisamente en la complejidad de los protagonistas, en la justeza de tono lograda incluso para con personajes como los interpretados por George Kennedy, James Coburn, Ned Glass y Walter Matthau, y en la fisicidad de los actores mencionados y —sobre todo— de Cary Grant y Audrey Hepburn, probablemente los más “donenianos” que cabe imaginar. A diferencia de “Arabesco”, “Charada” es un film muy poco teórico, sobre el que no es posible demorarse en minuciosas y brillantes exégesis, pero que puede gozarse intensamente a lo largo de toda su proyección. En última instancia, lo mejor de “Charada” no es lo más hitchcockiano, sino el estilo de dirección de actores característico de Donen, su sentido del humor, la espontaneidad con que las referencias cinematográficas —como en “Desayuno con diamantes” y “La pantera rosa” de Edwards, como en “La misteriosa dama de negro” y “Encuentro en París” de Quine, películas con las que tiene bastante que ver— están integradas estilísticamente en la trama argumental, el ritmo auténticamente musical de los gestos y movimientos de los actores y del fluir de las imágenes, la penetración con que describe las dudas y la angustia amorosa de Reggie ante el dilema de confiar en el hombre del que acaba de enamorarse —que puede ser un asesino y que es, sin duda, un mentiroso y un impostor— o bien volverse hacia Mr. Bartholomew (Matthau), cuya historia es coherente y verosímil, pero que puede ser un falsario todavía más redomado y, además, el asesino en cuestión: la penúltima escena de “Charada” traduce más dramáticamente que ninguna otra el dilema básico de la mujer de Donen, la necesidad de elegir entre dos hombres, sin tener otras armas que sus sentimientos para traspasar las engañosas apariencias.
En 1963, “Charada” parecía abrir nuevos horizontes a la comedia de Donen: a partir de unos presupuestos cercanos a los de “Indiscreta”, pero con un tratamiento perfectamente asimilado de Hitchcock y desplazado directamente hacia el humor, podría haber permitido a Donen la creación de un género que Hitchcock había esbozado en “Atrapa a un ladrón” ocho años antes pero que no había llevado hasta sus últimas consecuencias. A priori, “Arabesco” representaba la confirmación de semejante posibilidad, pero se reveló, en cambio, como un callejón sin salida, cuya única desembocadura era la autoparodia. Y es que a Donen, acostumbrado a una cierta libertad narrativa —heredada del anti-naturalismo del musical—, no le convienen las estructuras cerradas ni las relaciones hiperdeterminadas, y le estorba una dramatización excesivamente acentuada: su punto de vista es más sereno y distendido, su campo de visión más amplio y menos definido, su dirección de actores más corporal y afectiva de lo que permite un género como el thriller, por muy musicalizado que esté, por humorístico que sea su tono. En el fondo, Donen se parece en algo a Renoir, y si “Charada” es su equivalente a “La nuit du carrefour”, semejante película debe considerarse como un logro atípico y excepcional, revelador tanto de su alcance como de sus limitaciones.
5. LAS REGLAS DEL JUEGO
“Se mire como se mire, la comedia musical americana se reduce siempre a los nombres de dos directores, Vincente Minnelli y Stanley Donen. Ahora bien, si el primero solicita el estudio crítico por una temática netamente perceptible de un film a otro, el segundo parece evadirse a semejante práctica, o más bien requerir un análisis riguroso de la estética, a fin de descubrir en su estilo no ya ciertas características técnicas, sino el significado moral del uso de estas técnicas”.
Creo que estas palabras de Gérard Guégan (“Donen”, en Dictionnaire du Cinéma, Ed. Universitaires, París, 1966), aunque atribuyen a Donen las películas que realizó con Kelly y, en consecuencia, le dan una importancia en el género musical que, por sí solo, no tiene, expresan a la perfección, sin embargo, el dilema que plantea la personalidad de Donen, tal y como puede apreciarse a través de sus películas y de las escasas entrevistas que ha concedido.
Como ya se ha señalado, de las 23 películas que ha realizado Donen hasta la fecha, 13 son musicales (y de ellas 5 co-dirigidas), 9 son comedias, y una es dramática. Es decir, que su obra aparece enmarcada en dos géneros muy definidos. Además, un repaso de su cine no permite descubrir otro parentesco temático entre sus películas que el muy general que puede atribuirse, por ejemplo, a la comedia americana de los años 1934-1963 (las apariencias, la fidelidad, la aceptación de uno mismo, la verdad y la mentira, etc.). Su estilo visual no es tan distintivo como el de Minnelli, Cukor, Capra, Preston Sturges o McCarey; no digamos como el de Hitchcock, Ford, Hawks, Lang o Lubitsch; es, también, muy próximo al estilo standard de la comedia clásica americana, y considerablemente flexible: “Dos en la carretera” (1966) no tiene, a primera vista, ningún parecido estético con “Página en blanco” (1960), pese a su evidente continuidad temática; “Arabesco” (1966) prolonga “Charada” (1963), pero en clave paródica y distorsionante.
Ante semejante impenetrabilidad, se hace preciso hallar otra vía de acercamiento a Stanley Donen. Olvidando sus declaraciones —salvo, tal vez, las muy reveladoras respuestas que dio a Colo y Bertrand Tavernier para “Positif"—, que resultan inconcluyentes y contradictorias, no contamos sino con sus películas, que son precisamente lo que más nos debe interesar de Stanley Donen. Como el cine no es un arte que se preste al automatismo ni a la impremeditación total, como cada plano requiere por lo menos —aunque se confíe mucho en la improvisación— la existencia de un decorado (construido o elegido), la presencia de unos actores, la colocación de la cámara y los focos en ciertos lugares, un texto más o menos elaborado, la creación de unos personajes y una serie de decisiones ineludibles por parte del director —que luego pueden ser ratificadas o enmendadas parcialmente durante el montaje, la sonorización, el doblaje, etc.—, es de suponer que todo realizador mínimamente consciente y dotado sabe qué medios —entre aquellos de que dispone— son los más apropiados para conseguir los objetivos que se haya propuesto, y que los utiliza siempre que puede. Como casi todas las películas no musicales de Donen están realizadas con independencia, cabe suponer que ha podido disponer libremente de sus recursos y que, al menos hasta cierto punto, ha logrado materializar en la pantalla lo que pretendía. Como la intención básica de un director de cine es, más que expresar —o además de expresar—, comunicar al público sus ideas, reflexiones o sentimientos sobre aquello que narra o muestra (sobre aquello que le interesa, preocupa, apasiona, aterroriza o encanta), habrá de elegir, en todo momento, el estilo que considere más oportuno para transmitir tal visión a los espectadores. Invirtiendo el proceso lógico-creativo que ha seguido el director, nos será posible, a partir de las formas visibles de sus películas, remontarnos hasta sus intenciones y a lo que ha querido manifestar a través de tales formas. Se trata de desandar el camino recorrido por el film desde Donen hasta nosotros, pero a contracorriente, en sentido inverso. Como decía Guégan, no hay más forma de intentar profundizar en Donen que la de interrogar sus películas.
Lo primero que puede apreciarse en las películas de Donen anteriores a "Arabesco” es la sencilla claridad de sus imágenes y de su narración. Asistimos a las películas de Donen instalados ante ellas, sin esfuerzo, como espectadores objetivos. La claridad de un plano filmado por Donen parece tener por finalidad el permitirnos apreciar cada expresión, cada gesto, cada mirada, cada movimiento de los actores y, al mismo tiempo, el ambiente en que se desenvuelven. La proximidad al actor podría conducir al predominio del primer plano, pero la captación del ámbito físico introduce ya una cierta distancia: los planos generales, los planos americanos, a lo sumo el plano medio, nos alejan un poco para permitirnos ver mejor: no sólo los rostros, sino los gestos y los movimientos (la expresión de todo el cuerpo), y también la circunstancia en que se encuentran los actores; circunstancia que no es causa de sus actos, sino contexto (por eso el decorado no tiene en Donen vida propia, no es nunca opresivo, no condiciona a los personajes). En consecuencia, Donen no espía ni somete a sus personajes a un escrutinio vigilante e implacable —como, de formas muy diferentes, Hitchcock o Lang, Ray o Rossellini, Godard o Rouch—, sino que se limita a contemplar con atención —sin deformar, sin subrayar, sin intervenir—, para descubrir (y que descubramos con él) lo que, bajo las apariencias superficiales, dichas apariencias —en absoluto despreciables— revelan como esencial no —como pudiera pensarse— en los personajes, sino en sus relaciones. Es decir, que el cine de Donen es más un cine de relaciones que de personajes. Ahora bien, lo que caracteriza a toda relación es que se establece como contacto, como flujo o corriente entre dos o más personas. Esto introduce una dimensión física que es capital en el cine de Donen (como demuestra toda su concepción de la dirección de actores), al mismo tiempo que llama la atención sobre la naturaleza transitiva, variable, deteriorable o perfectible pero siempre cambiante, de las relaciones interpersonales y plantea ya, directamente, otro de los temas esenciales de su obra: el tiempo irreversible, y más sus efectos —acumulativos, erosivos— que su mero transcurso. Lo cual, a su vez, confiere a las comedias de Donen la gravedad, la seriedad e incluso la amargura que las caracteriza, y permite definir su cine, al igual que el de Leo McCarey, como un arte del instante. En consecuencia, los planos de Donen oscilarán temporalmente entre la dilatación expectante en cuyo discurrir continuo se alteran las relaciones de los personajes —el encuentro de Cary Grant y Suzy Parker en “Bésalas por mí”, o el de Deborah Kerr y Robert Mitchum en “Página en blanco"—, atentos a la captura de síntomas, de miradas delatoras, de irritaciones que traicionan la desazón, por un lado; y, por otra parte, los planos breves, certeros en su imprevista fugacidad, que revelan esa mirada, ese gesto cazado al vuelo en el instante mismo de producirse, justo antes de que sea escondido, disimulado, negado, contradicho por las palabras o por otro gesto. Vemos así cómo las formas y los temas se van suscitando mutuamente, creándose ya indisociablemente unidos, explicándose y justificándose recíprocamente. Por ello, el estilo que peyorativamente podríamos calificar de "moderno”, brillante y atomizado, fragmentario y heterogéneo, espacial y cronológicamente mezclado, de “Dos en la carretera”, que parecía incompatible con la armoniosa continuidad y la confortable estabilidad —con frecuencia considerada “teatral"— de "Página en blanco”, se revela profundamente coherente, y en el fondo idéntico en uno y otro film, ya que sus divergencias responden directamente a las diferencias existentes entre las dos parejas cuyos problemas conyugales desvela cada película.
Los condes de Rhall, Victor (Cary Grant) y Hilary (Deborah Kerr), llevan diez años de matrimonio, tienen tres hijos, y son reposadamente felices; están tan acostumbrados a la felicidad, y están tan instalados en ella, que apenas la advierten: se limitan a disfrutarla y a darla por supuesto, como su forma de vida, sus educados modales, su hogar y castillo, sus pequeñas distracciones y manías, sus rutinarias actividades cotidianas o sus hijos. Leen “The Times”, critican a sus conocidos, cultivan setas, abren al público una vez a la semana las puertas de su casa, van de visita, pescan o leen poesía. No discuten, se hablan a menudo pero sin prestarse demasiada atención, porque todo lo referente a ellos les resulta consabido. Son maduros y serenos, se divierten y también se aburren un poco, pero están habituados al discreto grado de aburrimiento que conlleva su cómoda y placentera vida. Viven prácticamente fuera del mundo, aislados en su espléndida mansión, y no esperan nada nuevo, nada sorprendente y, menos todavía, nada desagradable de una vida en común que dan por sentada, por completa, por adquirida para siempre, por resuelta definitivamente, por inmutable; están satisfechos, y son profundamente conservadores. Todo en “Página en blanco” parece apacible y permanente, limitadamente agradable, hasta que aparece de improviso, colándose de rondón, un intruso, un extranjero, el americano Charles Delacro (Robert Mitchum), cuya decidida intervención viene a remover las tranquilas aguas estancadas de la vida del matrimonio Rhall.
Mark (Albert Finney) y Joanna (Audrey Hepburn), en cambio, aunque también llevan diez años de casados, son muy diferentes: no pertenecen a una aristocracia venida a menos pero solidaria de las tradiciones de su clase, sino que son más bien unos “nuevos ricos”; sólo tienen una hija, Caroline, y se casaron más jóvenes; en consecuencia, son menos maduros y su relación familiar es menos estable social y personalmente. También su forma de vida, los continuos viajes de Mark y el trato que, como arquitecto, tiene con clientes adinerados, el desarraigo implícito en vivir en Francia y no en su Inglaterra natal, la mayor espontaneidad y la menor seriedad (o formalidad) inicial de sus relaciones —no sabemos exactamente cómo se conocieron y llegaron a casarse los condes de Rhall, pero podemos suponer que sus relaciones tuvieron muy poco de aventureras y conflictivas—, son factores que han contribuido a que sus relaciones estén, hasta cierto punto, sin acabar de hacer, permanentemente en cuestión, en constante peligro de desintegrarse o de diluirse por falta de intimidad y reposo. De hecho, el film comienza precisamente cuando su matrimonio hace crisis, cuando el rencor, el encono, la insatisfacción, los celos, el aburrimiento, el mal humor y la mala conciencia han hecho ya su aparición y están a punto de provocar la ruptura definitiva no sólo de su matrimonio, sino de sus relaciones personales: prácticamente no se hablan —salvo para herirse con reproches irónicos—, es raro que estén juntos a solas —y cuando se ven forzados a hacerse compañía se sienten incómodos y dominados por una violencia latente y subterránea que aflora a la superficie con el menor pretexto—, discuten con frecuencia, se han sido infieles —sobre todo Mark, pero también Joanna, y con mayor trascendencia— y no parecen tener interés alguno por recuperar la divertida complicidad que poseyeron en su primera etapa de convivencia. El mundo en que se desenvuelven es brillante, lujoso, cosmopolita, inestable, frívolo, bullicioso, y está erigido sobre la ambición, el éxito, el prestigio profesional de Mark, la elegancia de Joanna, las apariencias.
No es extraño, pues, que el estilo visual de “Dos en la carretera” —cuyo título implica ya movimiento, traslación, discontinuidad geográfica, incluso la noción de vagar sin rumbo fijo— sea el correspondiente a tal mundo, a tales relaciones, a tales personajes, y que no se parezca al de “Página en blanco” más que en su adecuación a las relaciones que describe y analiza. “Página en blanco” es a los condes de Rhall y a su relación exactamente lo que “Dos en la carretera” al matrimonio Wallace: su punto común es la visión que transmiten, la de Stanley Donen, uno de los cineastas que con mayor precisión ha sabido captar la esencia de los diversos modos de vida que son posibles en nuestra época, y no mediante una interpretación sociológica de lo que los naturalistas creen que es la realidad —cuando no es sino su apariencia—, sino a través de la penetración con que examina las relaciones que se establecen entre diferentes personas y en diferentes ambientes.
Cabría preguntarse por qué Donen, que era ante todo un bailarín, un coreógrafo, un showman, eligió precisamente un género tan concreto y codificado como la comedia para llevar a cabo su reflexión sobre las relaciones interpersonales, si no fuese porque el mismo concepto de comedia lleva consigo, tal como Hawks, McCarey, Cukor, Minnelli, P. Sturges, Lewis o Donen lo entienden, el planteamiento de los temas que más interesan al autor de “Indiscreta”, y permite, al mismo tiempo, un tratamiento no naturalista, estilizado, como el que había elaborado en las comedias musicales.
“Si no se juega en la vida, no se puede disfrutar de ninguna alegría. El mundo es un terreno de juego. Hay que jugar y transformar la vida en un juego… Todo es divertido, o debería serlo”. Estas palabras de Donen, suscitadas por una pregunta sobre "Dos en la carretera”, me parecen especialmente significativas. Lo son más todavía si tenemos bien presente que, en la introducción a dicha entrevista, Colo Tavernier caracteriza a Donen por “un pudor que consiste en disimular sus heridas, unido a un profundo respeto a la alegría”. Este profundo respeto a la alegría es el que hace tan contagiosa la que reina —como nunca en el cine, tal vez— en casi la totalidad de “Un día en Nueva York”, “Cantando bajo la lluvia”, o “Siete novias para siete hermanos”, en algunas secuencias de “Siempre hace buen tiempo”, en la fiesta improvisada de “Bésalas por mí”, en los mejores recuerdos —la carretera, la playa— de “Dos en la carretera”, no es la suya una alegría pasiva, una felicidad consistente en el arrobamiento fuera de este mundo, en estar en las nubes, sino, por el contrario, una alegría activa, vital, juguetona, sentida contra viento y marea —“Cantando bajo la lluvia”—, mantenida espontáneamente contra la adversidad —admirable “Bésalas por mí”—, llena de lo que la Audrey Hepburn de “Encuentro en París” —film de Quine que debe mucho a Donen— llamaría serendipity, y consistente en una inagotable capacidad de disfrutar lo que en cada momento nos ofrece la vida, en una aguda percepción de lo divertido que puede descubrirse en casi todas las situaciones —incluso en algunas muy dramáticas y apuradas—, en una complicidad con los seres que nos rodean y con el entorno en que nos movemos. Esa alegría es la que el musical sabe restituir y la que Donen, después de abandonar el género, no olvidó cómo recrear con la complicidad de sus actores preferidos. Porque, ya es hora de advertirlo, el musical es en Donen —a diferencia de Minnelli— algo más que un género, que unas formas, que un lenguaje: es un punto de vista moral, una visión del mundo, un enfoque de la vida, una perspectiva, un instrumento de análisis; representa lo mismo que el “neorrealismo” para Rossellini, el “suspense” para Hitchcock o el “melodrama” para Douglas Sirk. Y ese “pudor que consiste en disimular sus heridas” es el que encontramos, unido al profundo respeto a la alegría, incluso cuando se ha perdido la alegría (circunstancia que suele hacer a los infelices despreciativos o rencorosos para con la alegría), en el Cary Grant de “Bésalas por mí” —cuyo verdadero título es, dicho sea de paso, “Bésalos por mí”— y de “Página en blanco”, en los antiguos camaradas de “Siempre hace buen tiempo”, en la desgarradora comicidad de la caída de Albert Finney a la piscina —cuando Audrey Hepburn ha vuelto y no comprende que su vuelta no sea suficiente para que él la perdone, es una de las escenas más conmovedoramente patéticas y más hilarantemente divertidas de la historia del cine, tal vez la mejor escena que ha rodado Donen— en “Dos en la carretera”, en tantas y tantas escenas memorables. Este mismo pudor es el que hace más brillante y sofisticado —y por tanto, menos directo, más encubierto y distante— el estilo visual de sus películas cuanto más amargas y graves son sus conclusiones, cuanto más afectan personalmente a Donen los problemas que plantean (“Página en blanco”, “Dos en la carretera”).
La materia prima de la comedia ha estado siempre constituida por los usos sociales, por las costumbres, por las normas que rigen el comportamiento en sociedad. Es decir, por las convenciones, por las reglas tácitas que regulan el trato entre las personas civilizadas o educadas y que tienden a mantener sus relaciones —al menos en apariencia— dentro de unos ciertos límites más o menos rígidos. Esto puede dar lugar al afán de “guardar las apariencias”, a la hipocresía, a la falsedad, a la suplantación, al enmascaramiento, a la comedia. Reencontramos una nueva acepción de la vida como juego, si tenemos en cuenta que tanto en inglés (to play) como en francés (jouer) el mismo verbo significa a la vez jugar y actuar (en el sentido de interpretar un papel, desempeñar una función, representar una comedia, fingir, simular). Es decir, que —englobando los dos posibles significados de la expresión de Donen— la vida es una comedia; y como la comedia podría definirse como un comentario estilizado de la vida real, resulta absolutamente lógico que Donen se haya convertido en uno de los más sutiles y penetrantes autores de comedias del cine contemporáneo. Que sus películas sean extremadamente estilizadas no impide que llegue hasta el fondo de las más complejas e inquietantes relaciones humanas —por el contrario, la estilización le permite no detenerse respetuosamente ante las meras apariencias—; que sus comedias sean divertidas no hace sino garantizar su objetividad ante el sabor total de la vida y la sinceridad no autocompasiva de su amargura, virtudes estas últimas que permitirían definir a Donen como un escéptico capaz de entusiasmarse, algo así como un “entusiasta escéptico”. Su descripción de la situación del matrimonio Wallace al final de “Dos en la carretera” resulta particularmente reveladora: “Es difícil cambiar, transformarse, sin sufrir…(…). Siguen sabiendo que no son perfectos, pero yo creo que, después de lo que han vivido y soportado, seguirán unidos, sacando uno del otro una gran fuerza, ayudándose, aunque conociendo muchas decepciones y dolores”. El hombre que habla así del destino incierto de sus personajes es un hombre a quien los problemas que narra le conciernen realmente, y si bien es muy posible que el discurso de Donen sobre las relaciones interpersonales no sea excesivamente original, de lo que no cabe duda es de la lucidez de tal reflexión, y no abundan tanto en el cine de los años 70 los directores lúcidos y con su capacidad de penetración y voluntad de supervivencia como para que podamos permitirnos prescindir de Stanley Donen, aunque sólo hubiese dirigido “Página en blanco” y “Dos en la carretera”, en las que alcanza un grado de profundidad que para sí quisiera Antonioni incluso en la que tal vez resulte ser su obra más perdurable y sincera, “La noche”, (1961).
Recordemos el último diálogo de La Vallée (1972), de Barbet Schroeder:
—"I think there’s no way out of this".
—"I know, but the only chance is to go ahead".
(—"Creo que esto no tiene salida").
(—"Lo sé, pero nuestra única posibilidad es seguir avanzando").
Esta capacidad de sobreponerse a las más adversas circunstancias, este afán por redescubrir qué es lo que de verdad importa, esta firme voluntad de seguir viviendo aun cuando lo más cómodo sería el olvido, la evasión o la muerte, bastaría para hacer de Donen un cineasta más relevante y más indispensable que todos los Antonioni, De Sica, Fellini y compañía juntos, en estos tiempos o en cualesquiera otros. El que los personajes de Donen compartan con su autor semejante energía moral, y además posean un indestructible sentido del humor y la mezcla de inocencia y astucia necesarias para que sean capaces de actuar como el Cary Grant de “Página en blanco” ante la infidelidad de su mujer, es decir, sin forzar sus sentimientos, sin reproches, intentando comprenderla y, una vez conseguido esto, recuperarla haciéndola ver cómo, en el fondo, bajo la ociosa placidez de su existencia en común, vibra aún la pasión recíproca, mediante una treta tan jugosa y tan “justificada” por la tradición como retar a su rival Robert Mitchum a un absurdo y ridículo duelo a pistola —nueva instancia de comedia, de juego—, o que, corno Deborah Kerr, en el mismo film, sea capaz de despertar del sueño en que se ha metido con los ojos cerrados, y de volver a la cotidiana lucha por la felicidad en el terreno a veces árido de la realidad; o que, como Mark y Joanna en “Dos en la carretera”, sean lo bastante fuertes como para enfrentarse con los defectos propios y con los de su pareja, y decidan seguir intentando perfeccionar una relación más llena de posibilidades que de obstáculos, aunque semejante tentativa lleve consigo el riesgo de uno nuevo, más doloroso y tal vez definitivo fracaso, sólo sirve para confirmar en Donen un grado de generosidad, de comprensión y de afecto para con sus personajes que muy pocos directores en activo poseen, y que explica hasta qué punto nos encontramos ante un cineasta verdaderamente comprometido con su arte y responsable de lo que hace. Esta virtud, admirable siempre, nunca excesivamente frecuente, resulta hoy, en un cine de impostores e irresponsables como el que predomina en el grueso de la producción comercial de todos los países (desde Lelouch a Masó, pasando por Jewison), especialmente admirable y merecedora del máximo respeto.
Rindamos, pues, homenaje a la figura de Stanley Donen, con unas palabras que considero muy justas, escritas por Colo Tavernier en su crítica de “Staircase”:
“Donen ha querido que los apreciemos tal como son… Donen ama a sus personajes, sin siquiera despreciarlos…(…). Lo genial de Donen es que haya sabido amar tanto, viendo tan claro…”.
En "Dirigido por" nº18, Nov/Dic 1974
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