Medio siglo tras su realización y estreno, y a pesar de su profusa influencia (predominantemente en películas europeas, ajenas al género que le sirve de marco formal y mítico pero que claramente desborda), la que quizá sea hoy la más valorada de las obras de Nicholas Ray, la única que resiste invicta al olvido y la ignorancia de la mayoría (tras regresar de un largo eclipse), continúa siendo un western no insólito, sino único, y, pese a su radical impureza genérica, una de las muestras más ejemplares de lo que puede dar de sí la intersección dialéctica —o el choque— entre un autor (con conciencia de artista y voluntad de expresarse por su cuenta) y el haz de convenciones de todo tipo (plásticas, históricas, narrativas, dramáticas) que, con sus márgenes de libertad y sus holguras aprovechables, constituye un género cuando está vivo, es decir, cuando se inscribe en una tradición con capacidad para renovarla y engendrar a su vez otras derivaciones.
Circunstancia que en 1954 estaba, sin que nadie lo sospechase, a punto de concluir en lo que respecta a los más característicos géneros del cine de Hollywood. Vista hoy, Hombre del Oeste (1958) de Anthony Mann se nos revela como lo que era ya cuando se estrenó, como un trágico último estertor del western, lo que empezaría a vislumbrarse en obras posteriores, más explícitamente recapituladoras y crepusculares, como Duelo en la alta sierra del entonces joven Sam Peckinpah y El hombre que mató Liberty Valance del anciano John Ford, ambas de 1962.
Puede, así, verse hoy el fulgor polícromo e incandescente de Johnny Guitar como el entierro vikingo de un género cuyos rasgos básicos, teñidos o incrustados de anomalías, se elevan a la enésima potencia y estallan consumiéndose para dar paso a un discurso actualizado (en lo político) y eterno (en lo amoroso) que lo sobrepasa en todos los frentes, que anticipa la agonía del western llevándolo a su sublimación, trasponiéndolo en un proceso artístico de transferencia. Por eso uno de sus primeros entusiastas, François Truffaut, más tímido y frío que Ray, lo asoció con Jean Cocteau y lo calificó de “féerique”, adjetivo de ardua traducción a nuestra lengua: no valen del todo ni mágico, ni onírico, ni fantástico, aunque las tres palabras abarquen su sentido último, sintetizable como “irreal”. No es que la posición innovadora y excéntrica de Ray careciese por completo de antecedentes; al contrario, como a menudo sucede sin que ello le convierta en discípulo y maestro, ni haga de Ray (tan diferente de carácter, de sensibilidad, de estilo y de visión del mundo, romántico en lugar de clásico) un epígono de Fritz Lang, lo cierto es que muchas heterodoxias de Johnny Guitar fueron precedidas por las perpetradas por el lúcido y pesimista alemán en Rancho Notorious (Encubridora, 1951), igualmente centrado -cosa rara en el western- en una mujer armada, “contaminado” por el cine negro y obsesionado por tres temas de actualidad en sus años respectivos: la ocultación, la inquisición y la venganza.
Pero Johnny Guitar le añade un factor más, que se convierte en su corazón mismo, el melodrama (la música de Victor Young o la canción de Peggy Lee son tan importantes como en una ópera), que hace de Johnny Guitar una de las grandes películas sobre el amor. Y no precisamente en abstracto, sino en el tiempo, en su capacidad de ofrecer resistencia conjunta incluso ante las infidelidades, decepciones o ausencias del ser amado, en sus variantes desviadas o quiméricas, desmedidas o perversas, desde la infatuación a la represión del deseo, desde los celos al odio. Lo más excepcional de Johnny Guitar no es que nos cuente los duros, difíciles, tempestuosos, doloridos amores de Vienna (Joan Crawford), una mujer que a veces viste y se comporta como un hombre, y Johnny (Sterling Hayden), un pistolero romántico con una sensibilidad que algunos califican de “femenina”, y cómo tras haberse roto se reanudan de la fuerza de la maduración, sino que todos los personajes —varios sin percatarse, o muy a su pesar— están enamorados: también The Dancing Kid (Scott Brady), como el adolescente Turkey (Ben Cooper) y el viejo Tom (John Carradine) de Vienna, Emma Small (Mercedes McCambridge) de Kid, quizá de su propio hermano muerto y (como él) en el fondo hasta de Vienna, el bruto Bart Lonergan (Ernest Borgnine) y el cacique John McIvers (Ward Bond) de Emma). Desean a quien no pueden, no deben o no quieren, que no les corresponde porque ama (o prefiere) a otros o ha convertido su amor frustrado en odio, como pasión más fuerte todavía, porque desemboca en la muerte, que exige menos tiempo y esfuerzo que la vida. Como a menudo en Ray, se quiere sin equilibrio, desproporcionadamente, fuera de lugar, a destiempo, a quien no conviene.
En "El Cultural", 01/04/2004
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