lunes, 27 de noviembre de 2023

Rossellini, 100 años de realismo

Un arte en plena vigencia

En lugar de re-enterrarlo porque se cumplan cien años de su nacimiento (y en 2007 treinta de su muerte), convendría aprovechar la ocasión que brinda tan ritual conmemoración fúnebre simplemente para ver sus películas (es, a fin de cuentas, lo que hoy importa: es lo que nos queda de la huella que dejó a su paso por el mundo), y a ser posible, y un esfuerzo no excesivo, pensar un poquito sobre ellas: ¿por qué, además del impacto que tuvieron las primeras, y de la ejemplaridad de las de su segunda etapa creativa, y de la utópica misión que otorgó en los 60-70 a la televisión, y que esta parece rehuir crecientemente, todavía sus películas, si las vemos, nos sorprenden, impresionan y hacen ver algo que suele permanecer oculto, que se trata de hacer olvidar y de esconder o enmascarar?

Roberto Rossellini era un hombre muy poco teórico, y probablemente no demasiado seguro. Se movía por impulsos, arranques e intuiciones. Quizá por eso cambió con frecuencia de rumbo, y estableció alguna que otra chocante alianza, con el solo fin de seguir haciendo lo que, por un lado, le apetecía, y por otro, probablemente, consideraba su deber, ya que no era tan modesto como para no ser consciente de que tenía algunas habilidades para ver lo que se escondía tras las apariencias, para vislumbrar lo que se avecinaba, para negociar y persuadir. Se le pueden reprochar, quizá, compañías poco recomendables o dudosas, hasta falta de escrúpulos, pero no que no tuviese objetivos claros y voluntad de conseguir los medios necesarios —al menos, los imprescindibles; no aspiraba a la perfección y se apañaba con lo que tenía— para tratar, sin arredrarse ante ningún obstáculo, de alcanzarlos.


Tengo la sospecha de que le molestaba no entender algo. Trataba, sin falta, de comprenderlo. Si se impacientaba, se conformaba con hacerse una idea, aunque fuese sumaria, y trasmitirla: ya era un avance con respecto al punto de partida. No sé si confiaba en la realidad, pero procuraba no distorsionarla ni embellecerla, respetando su integridad, a ser posible su atmósfera, su unidad espacial, el tiempo (que ya se acorta o alarga para cada cual, sin necesidad de acelerarlo o ralentizarlo mediante el montaje). Le desagradaba la manipulación, pero nunca confundió el cine con la realidad, ni viceversa: ese es, creo, el origen de muchos malentendidos, decepciones, desengaños, abandonos y polémicas.

Lo esencial de Rossellini se apunta ya en sus primeros cortos (recordemos el título del primero: Fantasía submarina) y los semidocumentales dramatizados realizados durante la guerra, bajo el fascismo. Aparece, todavía en forma fragmentaria y un poco tosca o esquemática, en Roma, ciudad abierta, cuya urgencia, fuerza e inmediatez desaliñada y mísera no deben ocultar sus carencias o limitaciones, que poco cuentan frente a sus muchas virtudes y su natural dramatismo. El verdadero Rossellini surge en todo su esplendor en las mucho más amplias, complejas y sutiles Paisà (1946) y Alemania, año cero (1947).

Eludiendo la “primera persona”, desde Stromboli y durante todo el periodo de convivencia y colaboración con Ingrid Bergman surge el Rossellini más adelantado a su tiempo, más audaz, personal e innovador; incomprendido cuando no rechazado, va sondeando uno tras otro los problemas de la época: la convalecencia de los supervivientes de la guerra mundial, su difícil readaptación al nuevo clima social y económico, la lenta curación de las heridas, las indelebles cicatrices.


Mientras, en películas intercaladas y extrañas, no deja de explorar otros aspectos, a menudo con un humor que no se espera de él, siempre lejos de cualquier idea de lo “políticamente correcto”, inoportuno, impertinente, molesto, planteando lo que a nadie se le ocurre.

Su viaje a la India le hace replantearse su relación con la realidad y con el mundo. Revisa críticamente la historia de Italia (Viva l'Italia!, Vanina Vanini) y la propia guerra mundial (El general Della Rovere, Fugitivos en la noche), el milagro italiano (la ignorada Anima nera), mientras se desengaña del cine y piensa que el futuro está en la televisión, formidable máquina de difusión de la cultura y de reflexión histórica. La Prise de pouvoir par Louis XIV, una de sus obras máximas, quizá insuperada por ninguna posterior, es el arranque de una trayectoria ejemplar que llega hasta su muerte, por mucho que su producción televisiva se haya visto poco y haya dejado de circular, posiblemente porque avergonzaría a los responsables de que la TV sea hoy, en general, lo contrario de lo que esperaba Rossellini.

Bajo la aparente diversidad de una carrera llena de quiebros, de rumbo zigzagueante, de rupturas violentas, la obra de Rossellini es de una unidad asombrosa: la mirada se mantiene, coherentemente, por mucho que cambie el tema, la época o el lugar que contemple. El objetivo sigue siendo el mismo: contemplar hasta comprender y comunicar al mundo los resultados de una forma abierta, antidogmática, que permita a cada espectador, como individuo, desde sus circunstancias personales, dar un paso adelante, ver mejor, aprender algo interesante, de utilidad quizá no inmediata y evidente, pero cuya necesidad encuentro hoy mayor que cuando Rossellini se percató, como siempre adelantadamente, del problema, y decidió poner cuanto estuviera a su alcance para ayudar a solucionarlo.


Se podría decir que para Rossellini el cine no era un mito, ni un fetiche, ni una obsesión, desde luego no un fin en sí mismo, sino un precioso instrumento que había que emplear responsablemente, con sentido ético, con respeto, para ver mejor, no tanto para distraer, crear un espectáculo, ganar dinero o urdir tramas y dramas, sino para despertar la curiosidad, proponer enfoques posibles y no excluyentes. Su programa era infinito. Ni con todos los medios y cien años de vida —murió relativamente joven, en plena actividad, lleno de proyectos— hubiera podido llevarlo a término, porque las fronteras se iban desplazando a medida que cubría etapas, era un afán sin límite. Hubiera querido que otros prosiguieran su labor. Temo que ningún otro cineasta lo haya siquiera intentado, ni los que formaron con él el manifiesto por el cine didáctico. Sólo Godard, a su manera, ha permanecido fiel, en una trayectoria paralela, a ese espíritu de búsqueda.

En "El Cultural", 04/05/2006 

No hay comentarios:

Publicar un comentario