Víctor Erice-Kiarostami. Correspondencias
Para que sea posible establecer, no digamos mantener, una correspondencia es preciso que previamente exista ya (aunque sea implícita) esa correspondencia. De otro modo, los interlocutores no tendrían capacidad para responderse mutuamente, como conviene que suceda entre los que se convierten, por la razón que sea, en corresponsales. Porque el correo exige un cierto orden, uno empieza, el otro contesta, y conviene esperar a la nueva réplica antes de escribir de nuevo, evitando así cruces de misivas que casi siempre acaban por ser malentendidos.
Cuando los mensajes se cruzan sabiendo de antemano que van a hacerse públicos, que a muy corto plazo van a divulgarse, es más, que van de algún modo a exhibirse, es lógico y muy posible que pierdan una cierta intimidad. ¿Sobre todo y más aún si asistimos a un intercambio, como es el caso, entre personas pudorosas, sobrias, de natural silencioso o lacónico (lo que no impide que ocasionalmente puedan ser torrencialmente habladores), con cierta fama de tímidos y de poco expansivos? O quizá no, tal vez esa contención, esa distancia, a pesar de la afinidad, hubiera sido semejante en una comunicación estrictamente privada.
En todo caso, al estar desde su comienzo destinada a ser pública, era como tirar flechas con arco en un estadio, o en una pradera, con público. Tampoco importa demasiado, porque las comunicaciones casi siempre son cifradas para los que las interfieren o las leen desde fuera, o pasado el tiempo. De hecho, las trayectorias de las flechas —porque la distancia es grande y el tiro es algo a ciegas, por aproximación, “de oído” más que de vista— acaban por trazar una serie de arcos, y esos arcos —o su huella invisible— dibujan un edificio.
Ese edificio quizá no sea habitable, pero es imaginable. Cuando se escribe a un desconocido (actividad mucho más frecuente y antigua de lo que se cree), a alguien que verdaderamente no conoce, o que ha visto una vez o dos, pero del que uno sabe poco, lo que hace en realidad es imaginarlo a partir de lo que tiene, de las huellas —escritas, pintadas, sonoras, visuales, narrativas— que ha dejado y de lo que intuimos que esas huellas esconden y al mismo tiempo revelan: de dónde vienen, quizá hacia dónde van.
En el caso de dos cineastas, Víctor Erice y Abbas Kiarostami, nacidos ambos en 1940, que intercambian cartas filmadas, “puestas en escena”, esas huellas previas son, obviamente, sus películas respectivas, lo mismo que las cartas serán, si se quiere, películas pequeñas con señas y remite, es decir, doblemente dirigidas. Se trata de un doble experimento. Uno afecta a los dos cineastas.
Se trata de ver si son capaces de comunicarse con sus propios medios de expresión, de ver hasta qué punto el antes llamado cine está integrado en la escritura de sus vidas. Si se entienden. Si se habían reconocido anteriormente. El otro afecta sobre todo a los eventuales espectadores, que tendrán una ocasión única de acercarse a mirar la conversación entre dos cineastas coetáneos, alejados por la cultura, la distancia, la lengua… Pero que aun así es posible. Si al cabo de unas pocas cartas los dos hombres en cuestión todavía se reconocen, eso querrá decir que no era un error, ni un espejismo, sugerirles, proponerles que se pusieran en contacto, que añadieran a su obra en solitario una que, si no propiamente conjunta, ni co-dirigida, es sin embargo compartida, pensada para el otro, para que la comprenda.
Y también quedará demostrado que sí es cierto, lógicamente sólo a veces, que “el estilo es el hombre” (cuando se trata de personas con un estilo propio) y que cuando el artista pinta el mundo, por muy variado que sea, por repleto de cosas y animales fabulosos que crea haberlo dejado, al final dibuja, sin saberlo, sin proponérselo, sin querer, el rostro propio que no ve.
En "El Cultural", 02/02/2006
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