Si de todas las películas de Orson Welles hay una que, pese a situarse en otra época y lugar (la Inglaterra medieval, aunque recreada con imaginación y audaz inventiva en tierras de España, con financiación de Emiliano Piedra), acredita su admiración proclamada desde el comienzo de su carrera por John Ford, esta es, sin duda, Campanadas a medianoche, la mejor recreación (que no ilustración, ni representación, ni adaptación siquiera) de William Shakespeare que ha dado el cine, liberada del respeto debido por amor y obligado por la crítica a una tragedia concreta, ya que es la síntesis cinematográfica de varias relacionadas entre sí, y centrada —como tantas obras del autor de Citizen Kane y The Magnificent Ambersons, de Mr. Arkadin y Sed de mal— no en uno, sino en varios de los temas que le obsesionaron y preocuparon siempre, desde su juventud hasta su muerte: la ambición de poder y sus consecuencias; la maduración y la vejez (que ahora ya le ronda el cuerpo, pese a tener tan sólo 50 años), y la amistad traicionada, y, lo que es más triste, a menudo necesariamente repudiada y todavía sentida. Cualquiera familiarizado con lo que de verdad cuentan, bajo su brillante superficie, sus películas reconocerá sin dificultad la omnipresencia de estos motivos.
Quizá sea la menos espectacular, al menos a primera vista, de todas sus películas —aunque, a pesar de la escasez de medios, tiene entre sus muchas escenas memorables una batalla impresionante, de esas que hacen fecha y quedan como parangón— y, paradójicamente a la vista de su origen, la menos teatral, la que menos se asemeja y debe al arte dramático; es también, en cambio, la más desnuda y sentida, la más honda y luminosa, al mismo tiempo la más feliz y la más triste y dolorida, diría incluso que la más personal y reveladora, la menos enmascarada de las que rodó libremente Orson Welles, con una sabiduría que no cae aun ni en la abstracción ni en el ensimismamiento (después de Campanadas…, como ya vaticinó La dama de Shanghai, todo será ya reflexión; o esbozos y borradores inacabados, fascinantes en su mayoría).
Sacando fuerzas de flaqueza —como Falstaff en las escenas más memorables, las que muestran su soledad o su abandono— y añorando un pretérito no vivido salvo sobre los escenarios o a través de la lectura, Welles se sumerge en otro tiempo y nos lo hace brotar redivivo en la pantalla, con una actitud nada arqueológica, sino más cercana a la de un documentalista con buen ojo para el encuadre y la composición, renovando su arsenal de figuras de estilo y rehuyendo la retórica y el lucimiento personal, como director y como intérprete; tarde era ya para demostrar otra cosa, salvo que seguía vivo y además conservaba íntegramente su talento, a pesar del exilio y la pobreza, y que, entretanto, había sabido envejecer bien. Es, en ese sentido, un de-safío modesto, sin estridencias, con el laconismo de una “fe de vida”, que proclama la vigencia del clasicismo precisamente cuando éste se tambalea, ya a punto de desmoronarse.
Nunca estuvo tan bien (y tan a gusto) como actor, rodeado además de colegas famosos y (en el cine, que no en el teatro) desconocidos, todos amigos y excelentes, cada cual con su estilo y sus rasgos particulares adecuado a su papel, sagazmente elegidos y guiados, empujados o contenidos, según hiciese falta. Vemos desfilar la dignidad agónica del gigantesco John Gielgud, la anciana Margaret Rutherford, una insólita Jeanne Moreau, inesperados Walter Chiari o Marina Vlady, el viejo Alan Webb, los jóvenes Keith Baxter y Norman Rodway, su hija Beatrice disfrazada de paje, cada cual en su lugar y su momento, aportando su talento, su piedra al edificio, soberana culminación de una carrera aventurada y contrariada, serenada por un momento, abierta hacia un futuro que no vino mientras completa, en una suerte de venganza poética, las obras antaño inacabadas, frustradas o mutiladas.
Si grande es la belleza plástica de esta película, mayor es aún la de su ritmo poético y la de su aliento moral, que convierten imágenes originales y nuevas en esquirlas de nuestra imaginación y nuestra memoria, donde cobran la apariencia natural, verdadera y consabida de los arquetipos. Es quizá esa la virtud de lo clásico: ser tan nuevo que no se percibe, y, quizá precisamente por ello, durar fresco y vivo para siempre, libre del tiempo. El que ha visto Campanadas a medianoche ha estado allí donde Welles nos lleva, ha vivido lo que sus personajes hacen o padecen, y es como si le hubiese dado la mano a Shakespeare, a través de los siglos y más allá de la muerte, y escuchado su voz. Es por eso una experiencia tan indispensable como inolvidable, de íntima y recogida emoción, de belleza y magnificencia discretas y generosas, un regalo que hay que agradecer a Orson Welles.
En "El Cultural", 23/10/2003
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