jueves, 16 de noviembre de 2023

Summer of ‘42 (Robert Mulligan, 1971)

VERANO DEL 42

Summer of ‘42 llega a nuestras pantallas con tres años de más y varios minutos de menos, y confirma tanto la personalidad y la sensibilidad de Robert Mulligan como la irregularidad y la tendencia a la blandura que —sobre todo, cuando no cuenta con la colaboración de Alan J. Pakula— también le caracterizan. Según se preste más atención a sus virtudes o a sus defectos, Mulligan resultará uno de los más interesantes directores americanos actuales o uno de tantos realizadores mediocres que, de vez en cuando, consiguen hacer una buena película. Debo aclarar que, desde hace diez años —desde que vi Love With The Proper Stranger (Amores con un extraño, 1963)—, me cuento entre los más atentos seguidores de este director, que me inspira una simpatía semejante a la que, por aquella época, sentía por las carreras de Richard Quine, Richard Fleischer y Robert Parrish.

Menos sólido que Martin Ritt desde que ha aprendido a hacer cine —The Spy Who Came in from the Cold, The Molly Maguires, The Great White Hope, Pete 'n’ Tilliemenos pretencioso y más fiel a sí mismo que John Frankenheimer —del cual sólo I Walk the Line resulta comparable a los mejores Mulligan—, muy superior a Lumet y otros Delbert Mann, Mulligan ha sido, de toda la “generación televisiva” que llegó al cine a finales de los años 50, el que —con Arthur Penn— ha dado prueba de una personalidad más coherente y de un estilo más definido. A la espera de Up the Down Staircase (1967) y The Nickel Ride (1974), sus únicos largometrajes no estrenados en España hasta la fecha, cabe concluir que, por lo menos, ha tenido la sabiduría —y la modestia— de hacer de sus limitaciones un estilo, y de servirse de ese estilo para comunicar sus sentimientos. Dentro de las obras que ha realizado con plena libertad, yo destacaría tres grandes éxitos artísticos —Amores con un extraño, Baby, The Rain Must Fall (La última tentativa, 1964) y The Other (El otro, 1972)— y cuatro películas muy interesantes —Fear Strikes Out (El precio del éxito, 1957), Inside Daisy Clover (La rebelde, 1965), The Stalking Moon (La noche de los gigantes, 1968) y Verano del 42 (1971)— como las que mejor definen su personalidad.

Todo film de Mulligan se centra en la soledad de un personaje y en su desesperado afán de aferrarse a alguien. Casi todas sus películas empiezan o acaban con una escena en la que dos personas se abrazan como si mutuamente se considerasen una tabla de salvación a la que agarrarse para sobrevivir al naufragio vital definitivo. Esta irrefrenable necesidad de contacto físico puede ser momentánea o definitiva, pero su frustración conduce directamente a la locura —El otro—; una vez saciada su sed de intimidad y de comunicación, es probable que el solitario prosiga su camino, pero cabe la esperanza de que algún día aprenda a convivir o de que su nueva soledad sea el resultado de una elección libre y purificadora (como la de Daisy Clover). En cualquier caso, parece indudable que para Mulligan todo contacto, por fugaz e instintivo que sea, resulta enriquecedor, aunque sea como mero recuerdo: cualquier film de este director podría titularse El otro.

Semejante planteamiento nos lleva a concluir que la herramienta fundamental de Mulligan es el actor. Y como la unidad básica del cine de Mulligan no es el plano —como en Godard o en Hitchcock—, ni la secuencia —como en Ford o en Renoir—, sino la escena —como en Kazan o en Cukor—, nos encontramos con una peculiaridad estilística que suele ser una limitación de origen teatral (o, en este caso, televisivo), pero que puede convertirse en una virtud cuando el cineasta que basa en la escena la construcción de sus películas es, ante todo, un gran director de actores: ahí están los ejemplos de Cukor o Kazan a los que, salvando las distancias, cabría añadir el de Mulligan. Como el estilo interpretativo de las películas de este director está muy lejos de la violencia y la fuerza casi histéricas que impone Kazan a sus actores, y por otra parte carece de la originalidad en la concepción de cada escena —y del sentido del decorado— que posee Cukor, las películas más características de Mulligan acusan una notable discontinuidad narrativa que tiende a desdramatizar el conjunto, ya que no parece interesarse sino por aquellas escenas-clave que constituyen una unidad dramática cerrada en sí misma, y este desinterés por las escenas transitivas o de enlace, puramente funcionales, le lleva a no trabajar lo bastante la estructura del guion y a introducir numerosos tiempos muertos que tampoco dinamiza mediante el montaje. El resultado de esta tendencia es previsible: sus films constituyen un magma un tanto informe y arrítmico, en el que destaca un cierto número de escenas independientes, minuciosamente desarrolladas y con un ritmo interno admirable, que no parecen consecuencia ni causa inmediata del desarrollo de la historia: Mulligan no es un buen narrador, sino más bien un retratista, un pintor dramático, un observador de los momentos de intimidad en que los personajes, sin querer, se revelan tal como son. De ahí el ritmo lento y disperso de sus películas, su falta de empuje, la morosidad con que avanzan, saltando más o menos brusca o injustificadamente de una escena a otra. Pero esta desdramatización obliga al espectador a concentrar su atención en los sentimientos de los personajes, y permite a Mulligan dedicarse a fondo a lo que más le interesa —la dirección física de los actores—, desentendiéndose un tanto —salvo en El otro, que es su film más perfecto, pero no el más personal— de la conducción del drama. No es extraño, pues, que Godard —tan aficionado a las escenas autónomas, a las transiciones bruscas, al intimismo, y a ver las películas fragmentariamente— sintiese una considerable curiosidad por Love With the Proper Stranger, ya que las películas de Mulligan se prestan fácilmente a tan insólita forma de ver cine: sería muy interesante suprimir todos aquellos planos cuya única misión es la de enlazar escenas y respetar la continuidad imprescindible, y contemplar las escenas-clave de Mulligan como si fuesen obras independientes y cerradas en sí mismas.

En consecuencia, el mayor o menor interés de una película de Mulligan —almenos hasta El otro, pues es posible que este film marque el inicio de una nueva etapa— estaba en relación directa con el número de escenas-clave que le sugiriese el guion, y en relación inversa a la importancia narrativa de su argumento. De ahí que las películas más adecuadas al estilo de Mulligan fueran las dedicadas a reflejar un ambiente provinciano —sobre todo, sureño—, a evocar el pasado, a bucear en la intimidad de unos personajes inmaduros y solitarios.

En principio, pues, Summer of '42 parecía contar con todos los elementos propicios al despliegue del peculiar talento cinematográfico de Mulligan: un guion autobiográfico, un planteamiento nostálgico y retrospectivo/introspectivo, unos protagonistas —Hermie (Gary Grimes) y Dorothy (Jennifer O'NeiII)— solitarios y extraños entre sí, un encuentro fugaz que rompe la lenta monotonía de unas vacaciones de verano (en una isla, en plena Guerra Mundial), una relación tímida y apenas esbozada cuyo desenlace se precipita por una extraña mezcla de amor, curiosidad, generosidad y necesidad de consuelo, un héroe adolescente… Y, sin embargo, Summer of '42, aun siendo una película muy interesante, resulta parcialmente decepcionante. No, desde luego, por culpa de los actores —admirable Jennifer O'Neill, excelentes todos los demás—, sino tal vez a causa del guion de Herman Raucher, cuyos aspectos más tentadores resultan especialmente peligrosos para un director tan sentimental como Mulligan. Parece que todo el mundo tiende a pensar —sin duda, por la importancia decisiva que tuvo en su vida, por el recuerdo imborrable de tan fundamental transición— que su adolescencia fue algo muy especial y extraordinario, y así nos encontramos con que Herman Raucher nos detalla minuciosamente una serie de experiencias e incidentes más o menos comunes a toda adolescencia y que pueden hallarse, con ligeras variaciones, en cualquier película con personajes de esta edad —por citar sólo las más recientes: “The Last Picture Show (1971) de Bogdanovich, Les Zozos (1972) de Thomas, American Graffiti (1973) de Lucas—, a ambos lados del Atlántico y tanto en 1942 como en 1951 o en 1962. Esto hace que gran parte de la película esté consagrada a narrar, con breves toques impresionistas, en pequeñas viñetas humorísticas o sentimentales, las experiencias tragicómicas de toda adolescencia, y que sólo la media hora final permita a Mulligan abordar lo que tiene de realmente excepcional el verano de 1942 que vivió Hermie: su atracción hacia una joven casada, cuyo marido está en el frente y que, al final, muere en acción de guerra. Es entonces cuando Mulligan consigue, por fin, hacerse con la película, y aplicar su estilo particular: plantando la cámara ante sus actores, encadena una tras otra una serie de amplias y complejas escenas, llenas de emoción y ternura, en las que Hermie y Dorothy se aman —por razones diferentes, pero con la misma urgencia, con idéntica necesidad de comunicación— y se separan para siempre.

En "Dirigido por" nº 19, ene-1975

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