Los cinco westerns —aunque uno, Río de sangre, sea un eastern— y dos mitades (The Outlaw, Come and Get It) de Howard Hawks han alcanzado tal grado de prominencia que se le considera como un director de películas del Oeste más a menudo que a Raoul Walsh, quien no sólo hizo más en cifras absolutas, sino que dedicó al género un porcentaje superior de su filmografía, igualmente variada pero mucho más vasta.
Quizá sea porque ninguna de sus incursiones en el género haya alcanzado una celebridad unánimemente reconocida, y puede que se adelantara tanto a las modas que cuando rodó Pursued (1947) ningún crítico estuviese en condiciones de darse cuenta de que inauguraba, con Pasión de los fuertes y Duelo al sol el año anterior, y anticipándose a Río Rojo, Cielo amarillo, Winchester 73, Encubridora, Johnny Guitar, Raíces profundas o Solo ante el peligro, una etapa de madurez del western caracterizada por atender a la psicología de los personajes tanto como a la acción. O acaso, más simplemente, porque Walsh sigue siendo, para lo que yo creo que vale, un cineasta casi maldito, persistentemente subestimado y olvidado incluso por sus defensores. Incluso en Europa, no digamos en Estados Unidos, donde pueden no ver diferencias entre él y el menospreciado Allan Dwan, Michael Curtiz, Joseph H. Lewis, André de Toth, Gordon Douglas, Stuart Heisler, Henry Hathaway, Mervyn LeRoy, Lloyd Bacon, Vincent Sherman y un sinfín de artesanos, pese a que hoy no esté en activo ninguno de los que todavía siguen con vida.
La verdad es que nunca lo había pensado, pero la listamanía de esta revista me ha hecho caer en la cuenta de que Walsh es mi director de westerns preferido: no sólo ha hecho varios de los que más me gustan, sino que, en mi opinión, es —tras John Ford— el que ha dado más obras maestras al género, singularmente distintas entre sí de tono, talante, época y aspecto, y muy diferentes de las que, al mismo tiempo, realizaban todos los demás. Incluso sus obras relativamente menores —Gun Fury (Fiebre de venganza, 1953), The Lawless Breed (Historia de un condenado, 1952), Cheyenne (1947)— son de lo más ameno y agradable, además de apañárselas para no resultar nunca convencionales, por trilladas que fuesen las historias que le tocase en suerte contar.
Como en todo el cine de Raoul Walsh, los rasgos que destacan en sus westerns son, y sin duda esto ya se habrá dicho alguna vez, la abundancia, la vitalidad, la exuberancia, la alegría de vivir y de filmar, el dinamismo... pero tampoco hay que olvidar la presencia soterrada de un cierto fatalismo subterráneo —más visible en su cine negro— que hace que casi todas sus películas muestren —sin explicarlo ni proclamarlo— cómo sobreponerse a la tragedia.
La vertiente sombría de Walsh aflora con fuerza en los que considero sus mejores westerns: Pursued (1947), They Died with Their Boots On (Murieron con las botas puestas, 1941), Colorado Territory (Juntos hasta la muerte, 1949), A Distant Trumpet (Una trompeta lejana, 1964), Along The Great Divide (Camino de la horca, 1951), que son también, a mi modo de ver, sus mejores películas de cualquier género, por encima incluso de Battle Cry (Más allá de las lágrimas, 1955), Gentleman Jim (1942), Captain Horatio Hornblower, R. N. (El hidalgo de los mares, 1950), The World in His Arms (El mundo en sus manos, 1952), The Horn Blows at Midnight, Uncertain Glory (1944), Fighter Squadron (1948), White Heat (Al rojo vivo, 1949), Artists and Models (Cómicos en París, 1937), Objective, Burma! (Objetivo Birmania, 1945), Salty O'Rourke (Fuera de la ley, 1945), The Roaring Twenties (1939), Sea Devils (Los gavilanes del Estrecho, 1952), The Thief of Bagdad (El ladrón de Bagdad, 1924) o The Naked and the Dead (1958). En todos aquellos westerns, como en muchas de las mejores películas de Walsh que no pertenecen a dicho género, ese lado oscuro convive, en curiosa y compleja armonía complementaria, con el humor que brota a borbotones en los más injustamente menospreciados, como la comedia, entre Ben Johnson y Shakespeare, que es The King and Four Queens (Un rey para cuatro reinas, 1956). A menudo, sobre todo cuando la acción, propia del género, se desplaza geográficamente al este del río Mississippi, como ocurre tanto en Distant Drums (Tambores lejanos, 1951) como en Band of Angels (La esclava libre, 1957), sus westerns se confunden con el cine de aventuras o con el melodrama. Hasta uno de los aparentemente más respetuosos con las normas, Juntos hasta la muerte, resulta ser una trasposición al territorio de Colorado de la novela de W. R. Burnett que había filmado ocho años antes —con Humphrey Bogart en lugar de Joel McCrea— como High Sierra (El último refugio, 1941), otra de sus grandes películas. De ahí el misterio y la ambigüedad de ese antecedente nocturno y casi expresionista de Angel Face, de Otto Preminger, que es Pursued, no en vano contemporánea de La dama de Shanghai, de Orson Welles, que parece nacer de las llamas devoradoras y purificadoras de Rebecca, de Alfred Hitchcock, y Secret beyond the Door, de Fritz Lang, para abrir un camino que conduce directamente hacia La noche del cazador, de Charles Laughton, sin que tan negras y dramáticas referencias contaminen en lo más mínimo su condición de western, lo mismo que sus paisajes lunares, como los de Juntos hasta la muerte, Camino de la horca, Una trompeta lejana, o el grado de abstracción de westerns de cámara, sean estáticos o itinerantes, que Pursued comparte con Un rey para cuatro reinas, Camino de la horca y The Tall Men (Los implacables, 1955) no condiciona ni frena su ritmo, la amplitud de sus encuadres o las turbulencias del relato, ni impide la proliferación de pintorescos personajes secundarios.
No parece que Walsh se planteara nunca como un problema hacer películas de un género determinado: se limitaba a contar las historias tal como las imaginaba y visualizaba al leerlas. No tuvo dificultades con el cine de guerra o el de espionaje ni con el musical o la comedia, con el drama realista ni con el de gangsters o el de aventuras, el de fantasía, el de barcos, el de aviones o el de espadachines: quien fue capaz de rodar el mismo año (1945) tres obras maestras tan distintas como The Horn Blows at Midnight, Fuera de la ley y Objetivo Birmania podía pasar sin problemas de Más allá de las lágrimas a Los implacables en 1955.
Por eso hacía westerns sin complejos y sin pretensiones. Más que un pretexto, un envoltorio o un contexto histórico, el género era para Walsh lo que determinaba el ambiente y la manera de estar —más aún que de ser— de los personajes. Y Walsh parecía sentirse como en casa lo mismo en las calles ventosas del Chicago de la Gran Depresión o en las de su Nueva York natal, que en los extraños promontorios rocosos, singularmente fragmentados, que eran su escenario favorito del Oeste, sólo parecido —y mucho— a los que muestra Boetticher en algunas de sus películas con Randolph Scott.
Si su estilo, sólo igualado en pureza griffithiana por el de Allan Dwan, y camaleónicamente capaz de adaptarse a cada historia como un guante a una mano, permaneció casi inmutable —mucho más que el de Hawks, no digamos el de Ford o Vidor— durante cuarenta años, lo que realmente unifica películas tan distintas entre sí —incluso, dentro del western, tan opuestas como The Big Trail (La gran jornada, 1930) y Un rey para cuatro reinas— es su visión picaresca del mundo y su gusto por narrar historias, que resplandece, incluso despojado de sus atributos cinematográficos, en su autobiografía Each Man in His Time, divertidísima, aunque para mi gusto excesivamente modesta y tan anecdótica que podría leerse casi sin llegar a sospechar el oficio de su autor.
Para comprobar que Walsh no confundía la actividad con la rutina y que no le gustaba repetirse, basta ver —o revisar— sus siete películas con Errol Flynn, o comparar La gran jornada con Los implacables, Murieron con las botas puestas con Una trompeta lejana, o Tambores lejanos con Objetivo Birmania, y Juntos hasta la muerte con El último refugio: es decir, que no se imitaba a sí mismo ni siquiera cuando hacía lo que prácticamente eran remakes, o, lo que viene a ser lo mismo, nuevas versiones de una novela, aunque a veces con transposición de género. Lo más curioso es que Walsh transitó por el western con tanta naturalidad que uno no se plantea, mientras ve Pursued o Juntos hasta la muerte, que sean historias de cine negro.
No solía usar a actores emblemáticos o exclusivos del western, sino a las estrellas del cine de aventuras, que probablemente era para él el género originario, si no el único, la matriz de todos los demás: lo que cambia es la época, el vestuario, el paisaje, las armas o los medios; pero lo que cuenta es la aventura, sea su protagonista un gangster o un soldado, un actor o un policía, un bandolero o un terrateniente, un contrabandista o un político, un pirata o un aviador, cosas que a menudo habían sido —en el pasado— quienes cuando empieza la película se dedican a otra cosa, porque la experiencia o algún secreto pecado de juventud gravitan siempre sobre el aquí y ahora en el que parecen instalados los personajes de Walsh. Por eso, y más aún por afinidad de caracteres que por posibles razones contractuales de las productoras con que trabajó más a menudo (Paramount, la Fox de 1926 a 1933, la Warner de 1939 a 1951, sobre todo Fox a partir de 1955), es más fácil encontrar en sus westerns a Errol Flynn o Clark Gable, y parece más lógico o natural toparse de vez en cuando con otros, en particular, aunque sólo sea una vez, como Robert Mitchum, Joel McCrea, Gary Cooper, Robert Ryan o Kirk Douglas, de los que extraña su ausencia en otras películas de Walsh, que ver a John Wayne (con el que, de todos modos, hizo dos, una en 1930 y otra en 1940), Randolph Scott, James Stewart o Glenn Ford.
Especialista del casting against type, desestabilizador de encasillamientos, enemigo de usar a actores previsibles en papeles convencionales, Walsh supo aprovechar y tratar con dignidad a los entonces novatos Tyrone Power y Rock Hudson o a eternos jóvenes suaves y repeinados como Alan Ladd y Troy Donahue.
Un rasgo particularmente distintivo de los westerns de Walsh, y desde fecha muy temprana, es la inusitada importancia que cobran en ellos las mujeres, singularmente más activas y decididas de lo que parece ser lo habitual en el género, cuando no llegan a revelarse como el auténtico motor de la historia y la razón última de cuanto en la película ocurre. Véanse los personajes fuertes, tozudos, conflictivos con frecuencia, que encarnan Teresa Wright y Judith Anderson en Pursued, Olivia de Havilland en Murieron con las botas puestas, Virginia Mayo y Dorothy Malone en Juntos hasta la muerte, Julia Adams en Historia de un condenado, Suzanne Pleshette y Diane McBain en Una trompeta lejana, Mari Aldon en Tambores lejanos, Virginia Mayo en Camino de la horca, Jo Van Fleet, Eleanor Parker, Jean Willes, Barbara Nichols y Sara Shane en Un rey para cuatro reinas, Jane Russell en Los implacables, Yvonne de Carlo en La esclava libre, Marguerite Churchill en La gran jornada, Mae West en Klondike Annie (1936), Claire Trevor en The Dark Command (Mando siniestro, 1940), Ann Sheridan en Silver River (1948), Donna Reed en Fiebre de venganza, Jayne Mansfield en The Sheriff of Fractured Jaw (La rubia y el sheriff, 1958) o Shelley Winters en Saskatchewan / O'Rourke of the Royal Mounted (Rebelión en el fuerte, 1954). Obsérvese la presencia de dos viejas y autoritarias figuras maternas —Judith Anderson, Jo Van Fleet—, que no extrañará a quien recuerde —¿y puede alguien olvidarla?— a Margaret Wycherly en Al rojo vivo, y también que hay varias jóvenes de armas tomar —Mae West, Ann Sheridan, Jane Russell, Eleanor Parker, Jayne Mansfield—, de esas que dominan a los hombres —especialmente a alguien como Kenneth Moore—, salvo que, como Gable, estén a su altura.
Walsh no pecó nunca de esteticismo. Nadie le ha llamado jamás paisajista ni ha descrito como pictórico un plano suyo. Ni como elogio ni en tono de reproche. Eso no impide, claro está, que el paisaje, sobre todo el más árido y salvaje, cobre en sus películas un relieve excepcional, lleno de expresividad plástica y dramática, aunque por lo general sin el carácter determinante que adquiere en los westerns de Anthony Mann —sobre todo en los protagonizados por Stewart— ni la monumentalidad que tiene a menudo en Ford. Le bastaba saber dónde rodar y contar sistemáticamente con extraordinarios fotógrafos, por lo general sobrios y precisos, y que lo mismo le valían en un tipo de película que en el más diferente.
Gente como Lucien Andriot, Sid Hickox, Ernest Haller, Ben Glennon, James Wong Howe, Irving Glassberg, Leo Tover, Lucien Ballard, William H. Clothier; todos, sin duda, magníficos y carentes de vedettismo, aunque hay que advertir que con pocos de ellos repitió y que sólo con el primero —y con reservas— y con el penúltimo parece haberse entendido tan a la perfección como para formar un equipo estable con ellos.
De Raoul Walsh, hombre sin duda muy fotogénico, he visto incontables fotografías excelentes. Recuerdo, por ejemplo, una espléndida, con Gregory Peck, bajo los palos del velero de El hidalgo de los mares. Sin embargo, en 1963, cuando rodaba la que había de ser su última película, Una trompeta lejana, fotografiaron a Walsh montado a caballo y rodeado de sus amigos pieles rojas, que intervenían como actores en esa revisión crítica de algunos de los temas que en Murieron con las botas puestas habían recibido un tratamiento igualmente épico pero también mítico. Nacido el 11 de marzo de 1887, había cumplido ya los setenta y seis años. Es una imagen reveladora y emblemática, que refleja su vitalidad y su actitud moral como director, y por eso tal vez sea la que más valga la pena recordar y conservar del segundo gran cineasta tuerto de la historia, el mismo que treinta y cuatro años antes había perdido un ojo en un accidente de coche ocasionado por una liebre que se cruzó en su camino y a la que Walsh trató de esquivar, cuando iba al rodaje de su primer western sonoro, In Old Arizona.
En Nickel Odeon nº 4 (otoño de 1996)
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