La screwball comedy es expresión de ardua traslación a nuestra lengua, y no precisamente, en este caso, por falta de alternativas: valdría comedia chiflada, y también comedia enloquecida, aunque podríamos definirla como el punto de fusión —con dosis variables de cada ingrediente— de dos formas de cine de humor que Leo McCarey, sin duda uno de sus descubridores, había ejercitado con asiduidad: la alta comedia, presente a lo largo de casi toda su intermitente carrera, y la slapstick comedy, a la que se consagró intensamente, aunque en este caso sólo durante su período de formación. Por eso cabe considerar a este cineasta como uno de los inventores, con Ernst Lubitsch, Gregory La Cava, George Cukor y Frank Capra —a pesar de algún posible antecedente en la variopinta obra de Cecil B. DeMille, como la muy delirante Madam Satan (1930)—, o, quizá mejor, como uno de sus fundadores, ya que es probable que, contrariamente a lo que hoy parece creerse, su origen sea más literario (incluso, sospecho, teatral) que cinematográfico.
Lo que sucede es que varias de las películas del subgénero se han convertido desde hace tiempo en clásicos, y además siguen en circulación, para regocijo de los espectadores y con notable éxito de estima, mientras que las novelas o comedias escénicas que les sirvieron de punto de partida han caído en el olvido y ni se representan en la actualidad ni se preservan las actuaciones de sus intérpretes, que debieron tener una aportación muy considerable a su presunto éxito, y digo presunto porque cabe suponer que la decisión de llevarlas al cine estuviera inspirada por su éxito en Broadway o Londres más que por un justiciero deseo de reparar inexplicables fracasos comerciales por parte de los productores de Hollywood.
Cabría describir —muy sintéticamente, y en sentido lato— la screwball comedy como aquella variante —circunscrita históricamente, eso sí, a un período extremadamente breve— en la que el ambiente, el decorado y una parte de los personajes pertenecen a la denominada alta comedia (de hondas raíces teatrales), y en general a las capas igualmente altas (o al menos adineradas) de la sociedad, mientras que uno al menos de los protagonistas (al que los representantes de la norma, de las fuerzas vivas de la sociedad, del poder, en suma, suelen tomar por loco, chalado o cuando menos excesivamente excéntrico) se comporta —además, con toda naturalidad e inconsciencia, sin ánimo de provocar y sin el menor asomo de culpabilidad— como si fuese Stan Laurel, Harold Lloyd, Buster Keaton o uno de los Hermanos Marx (que deben de pertenecer a la baja comedia, aunque ignoro con qué fundamento).
REFLEJO DE LA SOCIEDAD
Este subgénero, sociológicamente datado con gran precisión entre el inicio del New Deal (exactamente, el levantamiento de la Prohibición y el comienzo del fin de la Gran Depresión, y, por cierto, del cine sonoro) y la Segunda Guerra Mundial, es decir, los tres mandatos seguidos (aunque el cuarto quedase inconcluso) del presidente Franklin D. Roosevelt, al que sustituyeron, ya con otro talante, Harry Truman primero y después, durante otros dos mandatos, el general Dwight Eisenhower. De hecho, puede decirse que fue, en realidad, casi una moda, aunque, en este caso, no tuviese nada de superficial ni de artificiosa. Precisamente porque brotó espontáneamente y reflejaba un estado de ánimo bastante extendido y quizá compartido por buena parte de la sociedad norteamericana de la época, fue aceptada con entusiasmo por el público y consiguió llegar ser una tendencia extremadamente fértil, que dejó huellas permanentes y profundas en la evolución de un género ya de por sí especialmente amplio, variado, maleable y flexible, y por tanto capacitado para asimilar las novedades y seguir su trayectoria.
ESTILO ‘SCREWBALL’
No me refiero —o no sólo— a que algunos rasgos de su estilo pervivieran todavía, incluso mucho más tarde, tanto en películas posteriores de algunos de sus creadores originarios —en Monkey Business (Me siento rejuvenecer, 1952) o Man’s Favorite Sport? (Su juego favorito, 1963), de Howard Hawks, incluso en Rally 'Round the Flag, Boys! (Un marido en apuros, 1958), de McCarey—, en nuevas versiones de las obras maestras screwball —como The Front Page (Primera plana, 1974), de Billy Wilder, que es más un remake de His Girl Friday (Luna nueva, 1940), que lo era también, que de The Front Page (Un gran reportaje, 1931), de Milestone, que no lo era—, y hasta en musicals o comedias ambientadas hacia ese periodo —desde Singin’ in the Rain (Cantando bajo la lluvia, 1951), del tándem Gene Kelly y Stanley Donen, hasta Some Like It Hot (Con faldas y a lo loco, 1959), de Wilder—, ni a que hayan sido deliberadamente imitados o emulados mucho después —por ejemplo, en What’s Up, Doc? (¿Qué me pasa, doctor?, 1972), de Peter Bogdanovich, y algunas otras, más sosas, de los años setenta y ochenta—, sino que enriqueció de inmediato otras muestras del género, en teoría alejadas de su espíritu rebelde, iconoclasta y relativamente anticapitalista —como, por ejemplo, las de Leo McCarey de los años cincuenta a setenta—, o realizadas por directores normalmente ajenos a la comedia —como Four’s a Crowd, de Curtiz, la tardía The Horn Blows at Midnight (1945), de Raoul Walsh, Mr. And Mrs. Smith (Matrimonio original, 1941), de Hitchcock, The Whole Town’s Talking (Pasaporte a la fama, 1935), de John Ford, algunas de William Dieterle, Rowland V. Lee, John Cromwell, William K. Howard o Richard Boleslawski— o bien todavía insuficientemente conocidos y estudiados, cuando no, simplemente, carentes de un estilo propio muy definido: desde George Stevens (a quien cuesta imaginar en tales lides si se piensa en La historia más grande jamás contada o El diario de Anna Frank), Mitchell Leisen (en gran parte gracias a Preston Sturges, Billy Wilder, Charles Brackett, y algunos otros de sus guionistas), Tay Garnett, Stephen Roberts, Harry D’Arrast, W. S. Van Dyke II, Lowell Sherman, Mark R. Sandrich, H. C. Potter, Charles Vidor, Mervyn LeRoy, Roben Z. Leonard, Roy Del Ruth, William Keighley o William A. Seiter, hasta Leigh Jason, Jack Conway, Lloyd Bacon, Harold S. Bucquet, John G. Blystone, Richard Wallace, Alexander Hall, George Abbott, Sidney Lanfield, Archie L. Mayo, Sam Wood, Henry Koster, etcétera, e incluso guionistas como Garson Kanin y Dudley Nichols, que se sumaron con mayor o menor grado de entusiasmo y acierto —con frecuencia muy considerable; la verdad es que, sorprendentemente, hay pocas screwball comedies realmente flojas o fallidas— a la tendencia más innovadora y dinámica de aquellos años.
LOCURA EMBRIAGADORA
Hay que reconocer que la actitud o el carácter, más raramente los métodos de trabajo —salvo en casos como los de McCarey y La Cava—, de algunos de esos cineastas se mostraron especialmente propicios a la introducción de este viento de locura —de raíces fundamentalmente mudas y cómicas— en las aguas más bien plácidas y relajadas de la comedia elegante sonora, un tanto estática y anclada por la aparatosa y embarazosa toma de sonido de los primeros años del parlante, que con tanto ingenio como veracidad documental han descrito Donen y Kelly en Cantando bajo la lluvia.
Pero, más allá de las personalidades individuales —que fuesen excéntricos La Cava, Preston Sturges o hasta McCarey, o propensos al consumo desmedido de bebidas alcohólicas, no impide que los suaves, secos o cortantes, y aparente o relativamente sobrios, si no abstemios, personajes que fueron Cukor, Hawks o Curtiz realizasen obras maestras de comparable locura embriagadora y liberadora—, y como no parece que la screwball comedy fuese flor de un día, ni un producto de temporada, ni tampoco el brillante resultado pirotécnico de la confabulación de un grupito de mentes libertarias y cáusticas afines, sino casi una consecuencia del azar y la fatalidad, los aficionados a la sociología en dosis digeribles pretenderán demostrar que, lo mismo que King Kong y el cine de terror de la Universal brotan de la Gran Depresión, al parecer sin la intervención de obsesos pertinaces como Tod Browning —que, encima, hizo Freaks en la Metro— y James Whale, e incluso los casi intercambiables miembros del unholy trio formado por Ernest B. Schoedsack, Merian C. Cooper e Irving Pichel, la screwball comedy será algo así como una secreción (por emplear una palabra particularmente nauseabunda) de la superación de la crisis económica y el fin de la prohibición etílica, mientras el mundo bailaba alegre e insensatamente hacia la Segunda Guerra Mundial y en España ni nos enterábamos del esplendor de este nuevo subgénero porque estábamos enfrascados en una contienda bastante más sangrienta y menos elegante que las que solían protagonizar los matrimonios de ficción encarnados por Cary Grant y Katharine Hepburn.
GUERRA FRÍA Y GANAS DE VIVIR
Aunque esta última bien puede ser la muy simple razón de que, en su momento, no le pusiésemos nombre español a este tipo de comedias, lo cierto es que su tiempo pasó, se desvaneció su espíritu en medio de la guerra. Parece como si después de los campos de exterminio y la bomba atómica, en plena guerra fría, no estuviese el ambiente para bromas ni locuras.
Lo que no significa que el cine americano renunciase al descubrimiento de una nueva variante del más polimórfico de sus siempre contaminantes y contaminados géneros, de fronteras difusas y propensión inagotable al mestizaje. Por eso, aunque su época de esplendor haya pasado, sin siquiera llegar a conocer una fase manierista o de decadencia, simplemente se esfumó tan súbitamente como había aparecido, sigue habiendo películas —no sólo comedias— que se pueden emparentar con la tradición chiflada de esos pocos años, al menos en alguna secuencia aislada, en ocasiones menos frecuentes durante todo el metraje de la película; unas veces se puede detectar la intención de reenlace en el guion, otras es la química y la manera de ser y estar de los actores la que nos permite reencontrar esa sensación añorada de estar disfrutando como locos, casi flotando, mientras vemos en la pantalla a gente que se permite, sin inhibiciones ni timideces, hacer estrictamente lo que les da la gana, lo que más les apetece en cada instante. Vivir de ilusión, Vivir para gozar, La alegría de vivir, Qué bello es vivir, Vive como quieras… se llamaron en España, imperativamente a veces, algunas de estas películas, que nos llegaron con retraso, cuando aquí casi nadie podía hacerlo.
Comentario a una encuesta
Lo más llamativo de la lista larga resultante de la votación de este número, en la que, como de costumbre, no faltan las sorpresas —se puede decir que cada participante en la encuesta ha aportado una rareza y pico, ya que entre cien nos las arreglamos para mencionar 115 películas diferentes—, y en la que, como es también habitual, a veces las elecciones personales pueden antojarse francamente desconcertantes, no es que, a la vista del género o subgénero muy concreto y específico al que se refieren, algunas opciones sean todavía más excéntricas, caprichosa e impulsivamente extravagantes que los propios personajes que las justifican; es decir, que la lista se aparte libérrimamente del estricto concepto de la screwball comedy para campar a sus anchas por el vastísimo territorio de sus variaciones, reencarnaciones inesperadas y reelaboraciones nostálgicas, parciales o no, y sin dejar que ni la Historia ni la segmentación en géneros pongan fronteras a la locura, de la cual, por lo demás, caben definiciones muy variadas, enormemente subjetivas y hasta influidas, sin duda, por el mayor o menor grado de folie o craziness que todos llevamos dentro y que en ocasiones como ésta se dispara.
Lo más notable no es tampoco el nada sorprendente triunfo de Howard Hawks, que, además de hacer La fiera de mi niña, supo inyectar buenas dosis de excentricidad en casi todos los personajes, ni que, puestos a eso, nadie haya votado su The Big Sleep; ni siquiera la inesperada aparición de John Ford en el puesto número 15 de los directores más screwball (sin duda, lo era él, aunque no lo fuesen tanto la mayoría de sus películas).
Lo verdaderamente asombroso de esta lista es lo buenas que son todas las películas citadas, casi sin excepción, aunque algunos votantes prescindan de lo screwball y elijan, simplemente, sus comedias favoritas, con la excusa de que algo de alocadas, extravagantes o delirantes tienen todas ellas, lo mismo que están chiflados y son graciosos y divertidos algunos personajes de western, de musical, de cine negro y hasta de muchos dramas y melodramas.
Lean los 115 títulos y hagan memoria. ¿No entran ganas de volverlas a ver todas? ¿No constituirían, en su desorden cronológico, hasta en su ocasional arbitrariedad, un programa sumamente apetecible? ¿Quién no haría cola o trasnocharía para verlas, y no se retorcería de rabia por perdérselas? Pese a algún polizón británico, o a la presencia poco explicable de alguno de sus antepasados mudos, incluso los menos alocados, esta relación de películas invita a recordar no sólo cuán grande y divertido ha sido el género que, sin restricciones de época o carácter, podríamos llamar la comedia americana, sino lo frescas y vivas que permanecen, lo apetitosas y prometedoras que resultan todavía muchas de sus muestras, aunque las hayamos visto ya diez o veinte veces y buena parte de ellas tengan más de medio siglo.
Es evidente que, para la mayoría de los consultados, la screwball comedy, en su sentido amplio, todavía es posible, porque hay ejemplos muy recientes. Es muy probable, además, que sea ésta una de las ocasiones en que cuentan mucho más los gustos personales y el sincero placer experimentado reiteradamente o gozosamente rememorado que la valoración consensuada de los historiadores, la primacía meramente cronológica, la supuesta influencia en obras posteriores o el éxito en taquilla; incluso el prestigio de los realizadores queda esta vez relegado a un segundo plano, a la vista de la cantidad de directores poco cotizados que se mencionan, y es justo, además, que así sea, porque hubo muchos modestos artesanos que, en el momento adecuado, con los intérpretes idóneos, supieron hacer magníficas películas a partir de unos guiones estupendos, llenos de ingenio, humor e impertinencia, que combinaban asombrosamente la lógica y la precisión con la chifladura y la extravagancia.
Sorprende, por último, que puestos a saltarnos las reglas, no lo hayamos hecho en provecho propio, citando también alguna screwball comedy española, que las hay, y no pocas, ni sólo en tiempos recientes: no hacía falta, realmente, que se pusiesen a hacer películas los cinéfilos admiradores de Hawks, Preston Sturges, Capra, Cukor, McCarey y Billy Wilder, porque al ver —a menudo con retraso, por causa de la guerra— esas comedias muchos guionistas y directores reconocieron, sin duda, una pasmosa afinidad con el trabajo de ciertos humoristas españoles, como Jardiel Poncela, Mihura o Edgar Neville. Así que, en este caso, contamos con modelos propios a partir de los que seguir haciendo cine en el futuro.
Las 10 screwball comedies preferidas de Miguel Marías:
- Vivir para gozar
- La fiera de mi niña
- Historias de Filadelfia
- La pícara puritana
- Vive como quieras
- Un marido rico
- Four’s a Crowd (1938), Michael Curtiz
- Las tres noches de Eva
- American Bluff (The Half-Naked Truth, 1932), Gregory La Cava
- The Horn Blows at Midnight (1945), Raoul Walsh
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