lunes, 27 de noviembre de 2023

El esplendor cinematográfico de Truffaut

Una de las películas que mejor encarnan el espíritu de libertad, desafío y lirismo de la Nouvelle Vague, Jules et Jim es hoy, muerto su autor y contemplada con serenidad —sin proselitismo, sin proponerla como modelo—, una de las más graves, personales e inspiradas películas de François Truffaut. También, a pesar de su aparente fragilidad y de su levedad casi aérea, una de las que mejor resisten el paso del tiempo: se ha convertido en un clásico del cine, que hoy miramos, conscientes de la distancia, de los rasgos que la datan en el año de su rodaje —pese a ser una película “de época”—, con algo de nostalgia y una melancolía que se añade a la propia de la historia trágica —aunque divertida a menudo— que narra y de las imágenes con las que nos hace presenciarla en directo, en un presente renovado en cada visión.


Imágenes ágiles y amplias —anchas como el Franscope para el que está pensado y compuesto cada encuadre, cada movimiento de cámara y actores—, luminosas hasta el deslumbramiento incluso cuando el sol da paso a la niebla, que comunican no sólo el ansia de plenitud y el deseo de los personajes —pocas películas han sido tan casta y discretamente eróticas—, sino también el ímpetu juvenil de Truffaut y su entusiasmo ante la capacidad del cine —por fin en sus manos— para realizar los sueños escritos, para materializar los seres, los ambientes y los paisajes que evoca o moviliza la lectura de la novela de Henri-Pierre Roché, autor casi secreto del que diez años después el propio Truffaut adaptó Deux Anglaises et le Continent.

Más que una voluntad de renovación del lenguaje cinematográfico, que muchos de los protagonistas de la “Nueva Ola” no tenían, lo que late con fuerza y es hoy —cuando las aguas han vuelto a su cauce y se han acallado disputas y querellas— aún más evidente que entonces, es un nuevo modo, alegre y entusiasta, no rutinario y académico, de hacer cine, a ser posible con historias inéditas y personajes que el cine francés no había considerado dignos de tal honor. Hay un claro rechazo de la caracterización psicológica, que puede hacer que sus personajes parezcan inestables y caprichosos, y un gusto manifiesto —que sólo podría sorprender a los ignorantes de la trayectoria crítica y las aficiones de los nuevos cineastas— por lo que se ha llamado, con injustificado matiz peyorativo, “cine literario”. Se trataba, casi siempre, de narrar. Eso requería argumentos y personajes, que gente joven, con poca experiencia, encontraba más en los libros que en su vida cotidiana. Y tenían una noción original de lo que podía ser, mediante la puesta en escena, la trasposición de un libro a la pantalla; conscientes de que cierta información, si se escenificaba, consumiría mucho metraje y encarecería la película, optaron con desparpajo por la palabra, bien sintetizando diálogos, bien mediante una voz en off —aquí la de Michel Subor— que resume, matiza o salta a otra escena, ata hilos dispersos, anticipa el futuro o hace balance de lo sucedido, recapitulando y relanzando la narración, de modo que, sin pausa, pero cambiando de carril, fuese al mismo tiempo densa y ligera, compleja y clara, triste y festiva, pausada y veloz, y sobre todo libre. Esa paradójica fusión de lo literario y lo esplendorosamente cinematográfico explica en buena medida el efecto exaltante del descubrimiento de estas primeras películas, que “sabían” a nuevas y rompían con lo acostumbrado, sentimiento contagioso y generador de vocaciones que muchas de ellas mantienen intacto tras más de cuarenta años.


Es difícil no querer a Jules y Jim y Catherine —Oskar Werner, Henri Serre y Jeanne Moreau—, amigos y amantes confundidos, que sueñan estar por encima de los celos y ser capaces de compartirlo todo, para descubrir con dolor y mudo asombro los dos hombres que, llegados a cierto punto, la situación les resulta insostenible, y que lo que no ha roto ni borrado la guerra entre sus países respectivos se puede quebrar por la tensión a la que los somete, convertida en su diosa, la implacable exigencia de Catherine, pues ella sí es capaz de amar a ambos y no, en cambio, de renunciar a uno y optar por otro.

Añadan a todo esto una cámara conmovedora —decididamente, un travelling es una cuestión moral, de moralidad artística—, el lado suave —frente al áspero que emplea Godard— de la fotografía de Raoul Coutard, una música de Georges Delerue a tono con los sentimientos y el movimiento, un par de canciones de Jeanne Moreau, la frescura de unas interpretaciones ajenas a las convenciones dramáticas, y se tendrán algunas razones más por las que Jules et Jim fue y sigue siendo una película inolvidable. ¿Han visto últimamente algo semejante?

En "El Cultural", 18/09/2003

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