miércoles, 22 de noviembre de 2023

Judge Priest (John Ford, 1934)

El juez Priest

Una de esas películas de Ford que generan problemas de valoración hasta dentro de su obra. Por ejemplo, ¿cuál es la mejor de la llamada “Trilogía de la Caballería”, formada por Fort ApacheShe Wore A Yellow Ribbon Rio Grande? ¿O son preferibles los otros westerns que la rodean, My Darling Clementine, Three Godfathers Wagon Master? ¿En qué orden se pueden valorar las tres películas que hizo en 1939, Young Mr. Lincoln, Stagecoach Drums Along the Mohawk? ¿Y cuál es mejor, Two Rode Together o la mucho más famosa The Man Who Shot Liberty Valance? ¿Y qué pasa con las tres con Will Rogers, Doctor Bull, Judge Priest y Steamboat Round the Bend? O entre la emocionantísima Judge Priest y su remake con George Winninger The Sun Shines Bright (1952/3).


Espero que no se nos contagie en Europa ese alarde de anti-racismo que se me antoja, por histérico y exagerado, más bien exhibicionista, compensatorio y revelador de un complejo de culpabilidad que hace que hoy los americanos de todos los colores se indignen cada vez que en la pantalla aparecen los grandes y simpatiquísimos actores, realmente divertidos además de encantadores, que fueron Stepin Fetchit y Hattie McDaniel, porque ambos figuran prominentemente –y como buenos amigos y cómplices de todos los personajes positivos– en Judge Priest. ¿Por qué el feísimo Jack Pennick, el gordo y quejumbroso Andy Devine, el muy ido Hank Worden, Barry Fitzgerald, Charley Grapewin y su propio hermano Francis, entre todo un tropel de excéntricos secundarios que Ford procuraba usar siempre que podía, no ofenden a nadie y sí lo hacen si son negros, incluso el casi siempre muy noble y digno Woody Strode? Porque esos ataques de ira escandalizada que provoca la mal llamada “corrección política” pueden impedir al que se le atragante la moralina disfrutar de una película tan gozosa, simpática, emocionante, divertida y decente como Judge Priest, que comparte esos rasgos con la llamada “Trilogía de Will Rogers”, inventada por esa manía catalogadora y etiquetadora tan extendida entre críticos e historiadores, y que yo prefiero denominar como “las tres películas de Ford con Will Rogers” ya que ni siquiera parten de argumentos del mismo autor: mientras que Doctor Bull (1933) se basa en una novela de James Gould Cozzens adaptada por Paul Green y Steamboat Round the Bend es un cuento de Ben Lucien Burman ampliado por Nichols y Trotti, Judge Priest amalgama en el guion de Dudley Nichols y Lamar Trotti varios relatos breves de Irvin S. Cobb, fuente a la que volvió Ford 19 años más tarde para rodar una suerte de remake extraoficial –ni lo es exactamente como relato, ni tiene la misma tonalidad elegiaca– titulado The Sun Shines Bright –en clara alusión al famoso sol de Kentucky, inmortalizado en un par de canciones– , que no fue nada comercial ni en su propio país (pues no contaba con un solo actor de celebridad remotamente comparable a la de Will Rogers en los años 30) y que el autor de 7 Women solía citar entre sus tres o cuatro favoritas.

Basta observar cómo trata Ford aquí a Will Rogers y en 1953 a Charles Winninger –actor poco conocido y nada “carismático”, y habitualmente menos bueno, aunque tanto ahí como antes con Allan Dwan, en The Inside Story (1948), estuviese memorable– para comprender que Ford se sentía especialmente cercano al juez sudista William Pitman (o Billy) Priest, aunque nada de este, ni su origen, ni su pacífico, sereno y jovial carácter, ni su rancio abolengo ni su profesión le aproximase a John Ford. Pocas veces, sin embargo, ha justificado tan a fondo Ford a un personaje, se tratase de un ser de ficción, de uno real pero tan mítico como Wyatt Earp, o de una personalidad histórica: hasta con su venerado Abraham Lincoln se permitió ser más crítico, más irónico y zumbón, o más severo. Y no digamos con el Ethan Edwards, el ‘Spig’ Wead, el Tom Doniphon o el Sean Thornton que encarnó John Wayne, o con el Marty Maher de Tyrone Power en The Long Gray. Y es que Ford, como lo ha demostrado con tipos tan discutibles y turbios como el Spencer Tracy de The Last Hurrah o el sheriff Josh McCabe de Two Rode Together, sin hablar de multitud de personajes secundarios que pueblan todas sus películas, parecía sentir una notable debilidad por los pícaros, por los tramposos desinteresados o generosos, sobre todo si eran hábiles manipuladores, y estaban o se ponían del lado de los desheredados discriminados y proscritos, y además derrochaban sentido del humor.

Es, pues, una película asombrosamente libre, tanto en su narrativa como en sus “modales”, bastante paralelos a los de sus personajes: en un par de minutos, no más de tres, se ha definido claramente a cuatro de ellos, entre los que se cuenta el propio juez, además de un par de comparsas. Los negros y los viejos veteranos sudistas son, curiosamente representantes de la libertad, la música y una cierta alegría de vivir, que bordean la locura para los biempensantes, sean el senador Maydew, su cursi hija o la cuñada del juez, Carrie.

En “El universo de John Ford”, editorial Notorious (2017)

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