«Royal Flash» pretende ser una parodia. Esto es evidente desde su primera secuencia, en la que un discurso cantando las glorias de las heroicidades del capitán Harry Flashman (Mc Dowell) en los diversos confines del Imperio Británico se ve minado —o «desmitificado»— por pequeñas viñetas —flashback que ponen en caricaturesca evidencia la cobardía y la torpeza del «héroe colonial» que se propone— a los oyentes del discurso —como ejemplo o— a los espectadores del film— como figura risible y blanco de nuestro sarcasmo. Conviene hacer notar que las viñetas paródicas se dirigen exclusivamente al público del film, y no a la audiencia del discurso apologético, para quienes la heroicidad de Flashman no queda jamás en entredicho; de esta forma, no es sólo el «héroe» lo que Lester ridiculiza, sino también la sociedad que lo acepta como tal y lo propone como modelo. Consecuentemente, podemos reírnos —en complicidad con Lester— de todo lo que vemos, y sentirnos, por tanto, complacientemente superiores —con Lester— a todos los personajes de la película. Semejante funcionamiento delata la absoluta sumisión de Lester al espectador, al que halaga sistemáticamente —haciéndole sentirse superior— para lograr, a cambio, la complicidad necesaria para que «Royal Flash» alcance el estatuto de «parodia».
Ahora bien, la parodia, la sátira y la caricatura, es cuanto tales, dependen del objeto parodiado o ridiculizado, al que deben imitar con suficiente fidelidad y precisión como para que se reconozca que constituyen una parodia de dicho objeto, y no una obra absurda o fallida. Incluso el grado de exageración de los rasgos del modelo originario está muy limitado, de forma que la libertad del parodista se ve muy restringida. Cuando lo que se intenta parodiar es un subgénero de la ficción «aventurera» tan definido y concreto como el de «intrigas palaciegas puritanas», que tiene una sólida y dilatada tradición en la literatura del siglo XIX y de los primeros años del XX, y que, para circunscribirnos a la cultura anglosajona, cuenta con logros como «Prince Otto» (1885), una de las más geniales novelas de Robert Louis Stevenson, o la ingeniosa y divertida «The Prisoner of Zenda» (1894) de Sir Anthony Hope Hawkins («Anthony Hope»), mucho menos compleja pero mucho más popular —como demuestra el hecho de haber sido llevada al cine por George Tucker en 1913, por Rex Ingram en 1922, por John Cromwell en 1937 y por Richard Thorpe en 1952, sin olvidar la versión afectuosamente cómica de Blake Edwards en «La carrera del siglo» («The Great Race», 1965)—, las posibilidades de realizar una parodia se ven peligrosamente disminuidas. En primer lugar, porque no es fácil, como muy bien dijo Mack Sennett hace más de cincuenta años, reírse de algo que no es pedante, serio, pretencioso y «respetable» sino, por el contrario, modesto, divertido y humorístico: decididamente, Stevenson, Hope o Thorpe se reían amablemente de sus regios protagonistas, de las ceremonias cortesanas y de los diminutos y efímeros reinos reales —o apenas ficcionalizados, para no molestar a nadie— en los que transcurría la acción. En segundo lugar, porque la parodia, como hemos advertido previamente, es un género imitativo y que, además, lejos de proponerse perfeccionar y depurar su modelo, actúa destructivamente, tratando de empequeñecer, esquematizar y empobrecer aquello de lo que se deriva, por lo que resulta prácticamente imposible que mejoren o sublimen el original, por poco coherente y logrado que fuese éste (y ya hemos visto que con las «aventuras ruritanas» han sido varios los escritores y los cineastas que han producido obras notables). En tercer lugar, y como lógica consecuencia del segundo motivo enunciado, era muy difícil que «Royal flash» lograse establecer la relación de cómplice «superioridad» que parece requisito indispensable para la existencia de la «parodia».
De forma que la novela de George MacDonald Fraser —también autor del guion, aunque algún crítico le haya calificado de «victoriano»—, que forma parte de una serie, y que parece haberse visto obligada a adoptar un tono paródico para evitar las acusaciones de plagio que, de otro modo, pudieran caer sobre su autor por parte de los herederos —si los tiene— de Anthony Hope (hasta tal punto se «inspira» en «El prisionero de Zenda»), lejos de ser una parodia de sus predecesoras, resulta una obra pobremente imitativa, y la película de Lester una correcta y afectada ilustración, más bien aburridilla, de la novela, y una pálida réplica, en cuanto al planteamiento de algunas escenas, de la divertidísima película de Richard Thorpe. Parece como si Lester, tras pregonar en dos películas que «no se cree» las admirables novelas de Alexandre Dumas, todavía hubiese temido ser tachado de «ingenuo» o «infantil», y hubiese creído necesario demostrar que tampoco se toma al pie de la letra las novelas y películas «ruritanas» —como si alguien las tomase por artículos de fe, o documentos históricos, o cualquier otra cosa que no sea lo que son, es decir, excelentes o notables novelas, obras de ficción explícitamente irrealistas y cuyo único propósito es el de divertir y entretener, aunque a veces, como ocurre con «Prince Otto», tan modesto objetivo se vea ampliamente rebasado—, sin comprender que ni Stevenson ni Hope, ni Bram Stoker («The Lady of the Shroud», 1909), ni —mucho menos— Cromwell o Thorpe hacían otra cosa que participar —con sus lectores y espectadores— en un juego, cuyas reglas no escritas —que ellos mismos estaban inventado— cumplían escrupulosamente y sin complejo alguno, y de las cuales la primera de todas es la de hacer como si se creyese en la realidad de lo que se está representando, escribiendo o filmando. Y eso lo saben hasta los niños, por pequeños que sean, precisamente desde que empiezan a jugar.
En "Dirigido por" nº 34, jun-1976
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