Figura hosca y desgarbada, de adolescente incómoda en el mundo, de unas cuantas —a menudo grandes— películas de Rivette, Tanner, figuras menores u oscuras de la segunda oleada de la Nouvelle Vague, algún cómplice transalpino de éstos y —sobre todo, varias veces, como si fuese una mascota a la sombra de Anne Wiazemsky— Godard, hace una quincena de años, Juliet Berto parecía una hija desolada, pero sin patetismo, de Juliette Gréco. Hoy, con treinta y cuatro años a sus espaldas y bien dibujados en su rostro, más sereno y relajado que entonces y mucho más alegre, Juliet Berto se me antoja una reencarnación —en más guapa, con mejor humor y menos propensión al histerismo y la solemnidad— de la Jeanne Moreau de los primeros tiempos, la que aún no había sido amortiguada por Antonioni La noche, ni amargada por Losey Eva, ni afeada por Welles El proceso, la que después de 1960 sólo resurgiría de tarde en tarde (en Jules et Jim, en Une histoire immortelle o Campanadas a medianoche tal vez).
Jean-Henri Roger viene de los grupos de militantes gauchistes que embarcaron a Godard, durante tres o cuatro cursos, en un imposible intento de cine colectivo en el que nadie sabía nada práctico —salvo el autor de À bout de souffle— ni quería tomar decisiones. Firmó con el maestro British Sounds y metió baza en alguna otra. En 1981 sigue de correalizador, aunque ahora comparte responsabilidades, más adecuadamente, con la actriz y discípula de Godard. Juntos hicieron primero un corto, luego este largo, al que, probablemente, seguirá pronto otro.
Con tales antecedentes, cabía temer que Neige Nieve fuese un film árido y áspero, politizante y, ante todo, muy francés, en el peor de los sentidos: ese que implica pedantería y tono doctoral, si no decididamente literario o «poético», y que tan irritante o aburrido resulta, cuando no las dos cosas a la vez. Era probable que se tratase de un film «con tema» (la droga) y más preocupado por «el lenguaje» que por contar una historia.
Sin embargo, de estas aprensiones sólo la última tenía algún fundamento, y se resuelve de modo que no justifica la alarma, ya que el lenguaje que interesa a sus autores no es el «cinematográfico» —del que, simplemente, se sirve—, sino el de la gente que puebla su abigarrada película. Aunque no cuenta lo que se ha dado en llamar un «argumento», tampoco se convierte en un debate a favor o en contra de la marginación, los inmigrantes, el tráfico de drogas o su consumo. Son cuestiones que toca, afortunadamente, con amabilidad, sin eludirlas ni proclamarlas a los cuatro vientos. Y si no tiene «historia» no es porque no suceda nada: acción hay, y sentimiento; es más, cuanto pasa ocurre a alguien. Porque, sorprendentemente, se trata de una película de personajes.
Como Nieve no se toma por un documento social, ni se conforma con la descripción naturalista y externa del entorno, son los que malviven en él los que han de importarnos. Aunque Pigalle, Barbés-Rochechouart o la Goutte d'Or sean —como lugares, como marco vital, como ambiente— algo más que un telón de fondo realista o sociológicamente acertado y adquieran casi tanto protagonismo como los cinco personajes centrales —Anite (Juliet Berto), Willy (Jean-François Stévenin), Jocko (Robert Liensol), el travestí Betty (Nini Crespón) y el camello antillano Bobby (Ras Paul I Nephtali)—, es también su carácter, su sabor, su personalidad, su colorido, su movimiento, lo que parece interesar realmente a Berto & Roger. Es un espacio vivido, entrevisto en movimiento, de pasada, sin que la cámara se detenga a contemplar o analizar el paisaje urbano.
Y así resulta que Nieve, sin dejar de ser una película francesa, consigue evocar las sensaciones que comunican productos de países tan lejanos y diferentes entre sí como Jamaica —Caiga quien caiga, de Henzell—, Senegal —Sembene— o Filipinas —Lino Brocka—, y más que por referencias explícitas por su ritmo, su soltura, su desparpajo dramático, su tranquilidad, su humor, su agilidad, su modestia, su rechazo de las posturas moralistas y su carácter implícita y profundamente ético.
Sus personajes no son maravilla sobrehumana, nada tienen de ejemplares —no son héroes ni mártires, mucho menos genios—, pero tienen algo admirable que evita que puedan confundirse con piltrafas. Sin ser grandes amigos ni amantes apasionados, demuestran saber muy bien en qué consisten el amor y la amistad, y prueban que valoran estos sentimientos —sin decirlo, con hechos— de verdad, llegando a arriesgar —e, incluso, perder— la vida y la libertad, una vida bastante difícil, dura y desagradable, una libertad precaria y limitada, que, a pesar de todo, saben disfrutar intermitentemente y que, no puede dudarse, aprecian, al contrario que esos agentes de la muerte que, disfrazados de policías, se encargan de imponer a tiros —y con frío placer o indiferencia— el orden y el silencio de la uniformidad, que sólo quieren aplastar o humillar todo atisbo de vitalidad o independencia.
Por eso Neige acaba por resultar una película enormemente simpática. Es digna, calladamente valerosa y muy moral: hay que ver a Jocko ayudando a Anita a conseguir droga para salvar a Betty, a éste hablando con aquélla, a Willy cargando contra los policías para defender a Anita..., todo desinteresadamente, por generosidad, sin pedir nada a cambio. Es modestamente épico, en un tono menor adecuado a estos tiempos y parajes y además está muy bien interpretado y filmado.
En el nº 22 de Casablanca (octubre de 1982)
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