Muertos o inactivos los grandes pioneros, fatigados o en decadencia sus herederos legítimos, el cine clásico se bate en retirada; sin embargo, otros directores van madurando y tomando su relevo, no por decisión voluntaria, sino porque, con el paso del tiempo y el ejercicio de su profesión, han ido desprendiéndose de lo espectacular y accesorio, depurando su estilo hasta reducirlo a lo esencial. De espaldas a las modas y a las exigencias comerciales, liberados de la vanidad y la ambición, se vuelven a las historias y a los personajes por los que sienten realmente interés y afecto. No todos, por supuesto, se atreven a servirse con modestia de la libertad, a veces precaria, que han conquistado; muchos caen en la autocomplacencia, el capricho, la falta de disciplina. Pero algunos, no siempre los que más prometían, se deciden por fin a ser ellos mismos, aun a costa de decepcionar a sus admiradores.
Nunca he sentido por el cine de Kurosawa la menor debilidad: sus películas más célebres oscilan, a mi modo de ver, entre lo malo y lo mediocre, entre un pesado «humanismo» —Vivir (Ikiru, 1952)— y un histérico «exotismo» —Rashomon (1950), Los siete valientes (Schichinin no Samurai, 1954)—, igualmente efectistas y retóricos. Con la curiosa excepción de Yoidore Tenshi (1948), sólo en los últimos y turbulentos años de su carrera, los de menor actividad —varios proyectos fracasados, una tentativa de suicidio igualmente fallida—, han conseguido interesarme sus obras: El infierno del odio (Tengoku to Jigoku, 1963), Barbarroja (Akahige, 1965) y Dodes ‘ka-den (1970) marcan el progresivo abandono del histrionismo teatral y de la artificiosidad que caracterizan sus películas más conocidas. Pero ni siquiera la línea ascendente descrita por sus films recientes, cada vez más sobrios e impasibles, permitía esperar de Kurosawa la sabia y magistral simplicidad, la armoniosa serenidad de El cazador (Dersu Uzala, 1975). Es cierto que el autor de Yojimbo siempre se declaró ferviente admirador del de 7 mujeres, pero nada, hasta ahora, lo había ratificado; Dersu Uzala, en cambio, entronca con la forma de ver el mundo y de recrearlo —estilizado— cinematográficamente de directores como John Ford, Jean Renoir o Howard Hawks. Dersu Uzala es uno de esos films que, por sí solos, bastan para justificar la carrera de un cineasta, como I clowns, II Gattopardo, Play Time, The Hustler, Wild River o Le Samouraï, con independencia de que inauguren o no una nueva etapa creadora.
Frente al acomodaticio y desordenado método de rodaje —con varias cámaras, desde angulaciones y distancias muy diferentes— que, junto al montaje corto posterior, caracterizaba las películas más prestigiosas de Kurosawa, en Dersu Uzala hay un predominio absoluto de planos generales —inmensos en algunas secuencias—, casi siempre fijos —o, a lo sumo, con breves y siempre funcionales zooms frontales, travellings laterales o panorámicas de reencuadre—, largos y estables. Sin forzar nunca la composición ni el encuadre, sin efectos de montaje ni contraplanos de repercusión, casi sin primeros planos, Kurosawa se limita a dejar ver claramente, sin énfasis alguno: todo está mostrado a un mismo nivel, sin subrayados de ningún género (ni siquiera musicales). Naturalmente, este «limitarse» a dejar ver es sólo aparente, puesto que —aunque a veces nos haga pensar en Flaherty— Dersu Uzala no es, ni de lejos, un documental; si Kurosawa no necesita hacer explícito el sentido de la película a través de una planificación analítica se debe, precisamente, a que ha logrado que dicho sentido surja de la propia acción que ha dirigido ante la cámara, de los movimientos y de la forma de hablar de los actores —más que de los muy concisos diálogos—, del paisaje, del ritmo. No es la cámara, puntuando y matizando la acción, sino la realidad estilizada que Kurosawa ha dispuesto ante ella, la que actúa como medio expresivo. Lógicamente, como exigía la coherencia interna del film, la dirección de actores se ha hecho enormemente sobria y sutil, sin gritos estridentes ni ademanes teatrales; los actores interpretan con todo el cuerpo, a través de su simple manera de estar, y se sirven, sobre todo —como pocas veces en el cine de los últimos años—, de la mirada: véanse cualquiera de las escenas que engloban, en un amplio plano fijo, a Dersu, a Arseniev, a Olentiev y a algún otro soldado; o, en particular, la consagrada al juego de miradas entrecruzadas por Arseniev, su esposa y su hijo, mientras Dersu les da la espalda, sentado en el suelo, absorto en la contemplación del fuego, justo antes de anunciarles que no puede seguir viviendo en la ciudad. En este sentido, me parece especialmente destacable la actuación de Yuri Solomin (el capitán Arseniev), por ser mucho más difícil y menos previsible que la de Maxim Munzuk (Dersu Uzala), que tiene a su cargo un papel mucho más agradecido, sin que esto signifique restar mérito al actor de teatro que reemplazó ventajosamente a Toshiro Mifune, cuando éste se negó a soportar las bajísimas temperaturas y las inclemencias climatológicas del rodaje en la taiga al que Kurosawa, convertido a los 65 años en un cineasta-explotador del estilo de Walsh, le había invitado.
Dersu Uzala es, en todos los sentidos, un film muy simple. Modesto, sin pretensiones, carece —como Al borde del río de Dwan— de atributos «prestigiosos»: no aborda un tema trascendental, no innova narrativamente, no revoluciona nada. Es un film marcadamente tradicional, que no representa una gran aportación al lenguaje cinematográfico; si acaso, lo redescubre con ojos de primitivo, aunque no sea la suya una desnudez de punto de partida, sino conquistada a base de despojarse de los oropeles formalistas y espectaculares de antaño. Dersu Uzala se conforma con contar una historia que a Kurosawa le parece interesante, y que agradará a los entusiastas de Joseph Conrad, Jack London o Pío Baroja. Aunque, más que el relato, es la acción misma de narrar lo que sin duda ha apasionado a Kurosawa, ya que la película carece de argumento propiamente dicho, dramáticamente construido; es, más bien, una serie de episodios anecdóticos, centrados en dos personajes y su amistad, y enlazados, como en Objetivo Birmania, Tambores lejanos, Río Abajo, Río de sangre, Invasión en Birmania o incontables films de Ford, por el itinerario de un grupo de hombres a través de un territorio desconocido u hostil. Con la diferencia —fundamental, por cierto— de que en Dersu Uzala no existe un objetivo que alcanzar, ni una misión concreta que llevar a cabo, ni un rumbo definitivo que seguir; sus protagonistas no son conquistadores ni guerreros, sino cartógrafos militares (en tiempo de paz, o muy lejos del teatro de operaciones) que recorren la taiga con el poco heroico fin de confeccionar mapas. De este modo, más que un film de aventuras, Dersu Uzala es un film sobre la aventura cotidiana, entendida más como profesión que como destino. Naturalmente, este tipo de relato se presta mucho a introducir todo tipo de digresiones, de comentarios personajes, que remansan la acción y la desdramatizan, como en las últimas obras de Ford o Hawks.
Como corresponde a los escritos autobiográficos del capitán Vladimir Arseniev en que se basa, pero también como ha sido frecuente en la literatura rusa del siglo XIX (Pushkin, Andreiev, etc.) y, en general, en las novelas de aventuras, Dersu Uzala adopta —no a través de la cámara, sino de una voz en off retrospectiva— la forma de «relato en primera persona», aunque la objetive al incluir a dicho narrador entre los personajes visibles del film. Este elemento distanciador —en el tiempo y en la imagen— contribuye a determinar la naturaleza profunda de la película, que no sólo es un film «de personajes», sino un homenaje al que, desde el mismo título, se nos propone como protagonista; cuestión ésta definitivamente establecida por la propia estructura del relato: la acción comienza en 1910, cuando Arseniev llega a Korfovskaya y se encuentra con que los dos árboles gigantes que señalaban la tumba de Dersu Uzala han sido talados para hacer casas, ya que el bosque, antes deshabitado, está siendo poblado; a partir de ahí, comienza un flashback dividido en dos partes, en el que Arseniev evoca su encuentro con Dersu, en 1902, y su reencuentro, en 1907, cuando la vida del cazador siberiano está a punto de concluir. En la primera mitad del recuerdo, Kurosawa hace un afectuoso retrato de Dersu Uzala, en un tono que hace pensar en los relatos de Isaak Babel, en las películas de Dovjenko Ivan y Aerogard, en la novela de James Fenimore Cooper, en algunos films de Hawks (no en vano se tratan cuestiones tan caras al autor de Hatari como la amistad, el profesionalismo, las pruebas que es preciso superar para integrarse a un grupo) y, muy concretamente, en To Build a Fire de Jack London (la admirable secuencia del anochecer en el lado helado). En la segunda, el tono se hace más grave y melancólico: Dersu ha envejecido y está perdiendo facultades —sobre todo, la vista, sin la que no puede sobrevivir en la taiga—; su ingenuo panteísmo —el sol y la luna son «personas principales», los elementos (el agua, el fuego, el viento) son «personas fuertes» a las que no conviene provocar— se ha trocado en temor supersticioso, pues ha matado a «Amba» (el tigre) y se cree condenado por Kangá, el espíritu del bosque; por todo ello, se ve forzado a aceptar la invitación de Arseniev, acompañándole a Jabarovsk, aunque pronto descubre que es incapaz de soportar la vida urbana. No es extraño que en esta parte Dersu Uzala se aproxime a Wind Across the Everglades y Los dientes del diablo de Nicholas Ray, Río Salvaje de Kazan, o Poema o more de Yulia Solntseva, en su preocupación por la naturaleza virgen y su colonización o degradación, y por la dificultades de adaptarse a la civilización y al progreso de los seres arcaicos o primitivos.
Lo que sí es notable es la ausencia total de rasgos japoneses de la película; como se habrá podido apreciar, todas las posibles referencias son occidentales. El que Kurosawa abandone el ámbito cultural japonés y vuelva su mirada, no sin nostalgia, hasta un pasado no excesivamente remoto, pero ajeno, me parece un movimiento de introversión, de retirada si se quiere, no muy diferente al emprendido, en los años finales de sus respectivas carreras, por Renoir, Sternberg, Lang, Hawks o Ford, con sus incursiones, más o menos imaginarias, en la India (El río, El tigre de Esnapur, La tumba india), el Japón (Anatahan), África (Hatari) o China (7 mujeres).
En "Dirigido por" nº 40, enero-1977
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