lunes, 16 de octubre de 2023

Con una sonrisa en la cara

Orson Welles quiso durante cierto tiempo llevar al cine la novela de Eric Ambler The Smiler with a Knife, un título intraducible que tiene todo el aire de proceder, como tantos otros de los mejores, de algún verso de Shakespeare: podremos decir que un asesino es sonriente, o que sonríe, pero un “sonreidor con un cuchillo” es una idea visual y psicológica fascinante y certera que no se me ocurre cómo expresar en castellano, y que casi obliga a emplear neologismos no muy satisfactorios.

No se olvide que un gesto tan exclusivamente humano —se dice que los animales no sonríen, aunque a veces lo parezca—, y por lo general agradable, como la sonrisa, también puede ser inquietante: es evidente que hay sonrisas desequilibradas, sádicas o maniáticas, cínicas o hipócritas, fatuas o presumidas, despectivas o displicentes, falsas o taimadas, cuidada y engañosamente tranquilizadoras, de modo que no hay necesariamente contradicción entre la sonrisa —o incluso la risa— y el asesinato, el crimen, la mentira, la traición, la intriga, la conspiración, la maldad.

Muchos villanos lo han sido de corazón, con entusiasmo y dedicación, con afán perfeccionista, con alma de artista, con auténtica vocación de malos; otros, menos interesados por la calidad, han actuado con ambición de recordman cuantitativo, con ansia acaparadora de coleccionista insaciable de crímenes, o movidos por la pura codicia cuando trabajaban a sueldo. No es preciso que fuesen perversos, sádicos ni morbosos, ni el carácter casi estético de su goce queda reservado a los profesionales del crimen: también los aficionados tienen su orgullo, pueden considerarlo como una de las bellas artes y, en otros casos, son sensibles al vértigo de las grandes cifras. Unos y otros han sonreído con cierta frecuencia: de placer, de gusto, de satisfacción, de alivio o por puro nerviosismo, o para disimular su miedo, antes, durante y después del crimen, tal vez años más tarde, al evocar su delito. Y esto es algo que el cine ha registrado incontables veces, y sospecho que no siempre consciente o deliberadamente.

Se dirá que el cine es ficción, pero conviene tener siempre presente cuánto de lo que nos hace ver, tal vez por accidente, es real, precisamente porque nos revela lo que está debajo, por encima o más allá de la apariencia.

Hay, naturalmente, incluso en la vida real, delincuentes tan corteses, suaves y elegantes como James Mason en Con la muerte en los talones (1959), Cary Grant en Atrapa a un ladrón ( 1955), de Hitchcock, o Herbert Marshall en Un ladrón en la alcoba (1932), de Lubitsch, pero no me refiero a ellos, ni tampoco a una ilustre sucesión de pícaros, espías, ladrones de guante blanco, hombres-mosca, falsificadores, estafadores, tramposos y hasta ocasionales asesinos pasionales como algunos encarnados por Rex Harrison, George Sanders, Claude Rains, Kirk Douglas y Clifton Webb, además de los antecitados —y freno en seco para no hacer una lista que sería interminable—, muchas veces siguiendo las instrucciones de Joseph L. Mankiewicz. Y no, por cierto, porque crea al primero de los mencionados incapaz de matar o, por lo menos, de hacer que un esbirro suyo diese muerte en su nombre, que es siempre más distinguido y más pulcro.

No, la imagen que me sugiere el título de Ambler evoca en mis recuerdos cinematográficos más bien al extravagante Peter Lorre de El agente secreto (1936) y el primer El hombre que sabía demasiado (1934) de Hitchcock, o al afectado y en última instancia inofensivo Joel Cairo que encarnó en El halcón maltés (1941) de John Huston; me lleva a la sonrisa crispada y fatalista del siempre nervioso y abatido Elisha Cook, Jr., tan a menudo víctima propiciatoria y fallido matador, de lógico pesimismo y justificado carácter aprensivo; o me hace pensar, quizá sobre todos, en el chulesco, jactancioso y confiado Dan Duryea de algunos film es “negros” de Fritz Lang como La mujer del cuadro ( 1944) y Perversidad (1945), o de Winchester 73 (1950), de Anthony Mann. Porque, conviene advertirlo ya, no hay barreras genéricas, geográficas ni temporales a la sonrisa del que asesina, sea en caliente o a sangre fría, lo haga de improviso o tras minucioso cálculo, y trabaje por cuenta ajena o en el libre ejercicio de su vocación más profunda.

Que sonrían no significa forzosamente que se trate de unos criminales realmente joviales o dotados de sentido del humor, como el flemático protagonista de Ocho sentencias de muerte (1949), de Robert Hamer, ni que sean poco conscientes o irresponsables de sus actos, por falta de educación o por efecto de alguna perturbación mental transitoria o permanente. Tampoco es un gesto que les haga menos peligrosos o sanguinarios; por el contrario, puede ser señal de exceso de confianza en sí mismos o en su impunidad final, o de ciega fe y entrega homicida (mucho más que suicida) a la causa por la que luchan, o indicio claro de un desequilibrio que puede llegar a la esquizofrenia y hasta a la personalidad escindida irreversiblemente o fragmentada en múltiples facetas incomunicadas entre sí e ignorantes de su recíproca existencia.

Su sonrisa puede ser huidiza o efímera, abochornada o esforzada, pero será tanto más preocupante cuanto más permanente sea y menos justificada nos parezca. Ni siquiera la fatuidad, la frivolidad o la memez garantizan que sea inofensivo el que sonríe, por muy beatíficamente que lo haga. Tampoco la debilidad, la blandura o la falta de voluntad que ciertas sonrisas indican debe tranquilizar en exceso o inspirar confianza. Recuerdo grandullones indolentes y casi somnolientos como Vincent Price, de sonrisa exculpatoria, o el predicador incorporado por Robert Mitchum en La noche del cazador (1955), de Charles Laughton, que obviamente disfruta ejerciendo de ogro, así como varios gordos de aire sedentario y bonachón, desde Victor Buono en El estrangulador de mujeres (1963), de Burt Topper, hasta Raymond Burr en Una pistola al amanecer (1956), de Jacques Tourneur, pasando por Laird Cregar en varias películas de John Brahm y también de Henry King, el Burl lves de Wind Across the Everglades (1958), de Nicholas Ray, y La gata sobre el tejado de zinc ( 1958), de Richard Brooks, el fofo y pusilánime Peter Ustinov, el untuoso y ambiguo pero muy amenazador Sidney Greenstreet, o el irascible a la vez que indolente Charles Laughton, capaz este último, como actor, de llegar a extremos de indiscutible goce sádico, desde el capitán Bligh de Rebelión a bordo (1935), de Frank Lloyd, hasta el taimado senador sureño de Tempestad sobre Washington (1962), pasando por el nada imparcial juez de El proceso Paradine (1947), de Hitchcock. La reducida estatura tampoco lima el filo cortante de la sonrisa ni el cariz cada vez más alarmante que van cobrando las carcajadas maniáticas de James Cagney en Al rojo vivo (1949), de Walsh, a medida que se acerca a un estallido delirante de violencia. Y que la sonrisilla esté hundida en los ojos, sin aflorar a los labios, como le ocurre a Burgess Meredith en La noche deseada (1967), de Preminger, o Memorias de una doncella (1946), de Jean Renoir, o a John Davis Chandler en varios filmes de Peckinpah, tampoco resulta, a decir verdad, excesivamente tranquilizador. No deja de ser curioso, en cambio, que, pese a que no falten en el cine ejemplos de mujeres criminales o traicioneras, no me vengan a la memoria malvadas con una sonrisa en los labios; parece como si ellas —según los cineastas— se lo tomasen más en serio, o como si las actrices no se sintiesen a gusto en esos papeles negativos. Si acaso Judith Anderson en Rebeca (1940), de Hitchcock, aunque su gesto predominante sea malhumorado, se permite de vez en cuando una medio sonrisa irónica y despectiva ante la nueva e ingenua Lady de Winter (Joan Fontaine) que pretende sustituir a la inigualable Rebecca.

En cambio, si lo pensamos un poco, hay pocos asesinos realmente serios en el cine, y pocos más que puedan calificarse de tristes o melancólicos. Ni siquiera entre los funcionarios del crimen, los asesinos a sueldo, los más vulgares y anónimos sicarios, los que ejecutan mecánicamente, sin pasión ni entendimiento, órdenes recibidas. Hay cierto regodeo en la crueldad y la intimidación, del que han hecho gala muchos torturadores vocacionales, un cierto regocijo en el libre ejercicio de la maldad, que no se ha analizado muy a fondo, que pocos están dispuestos a reconocer en sí mismos y hasta se resisten a admitir en los demás, pero que el cine ha mostrado insistentemente, una y otra vez a lo largo del siglo, y en todos los países, pero sin subrayarlo como algo notable, como dándolo por sabido.

No hace falta que se trate de neuróticos como Timothy Carey o Clu Gulager o Steve Ihnat —aunque sean, ciertamente, más propensos a la sonrisa que los brutos toscos como Ted DeCorsia u opacos sin dos dedos de frente como Adam Williams—, a veces con risa de hiena, como Strother Martin, ni, por el contrario, refinados zalameros como Martin Landau (puede contemplarse a estos dos últimos, en fuerte contraste entre sí y con Mason, en esa summa hitchcockiana que es Con la muerte en los talones, perfecta ilustración del principio de la “división del trabajo” entre las fuerzas del mal). No se trata de una sonrisa “profesional” ni voluntaria —véase el Drácula (1931) de Lugosi, que si causa la muerte es sólo por un indeseado efecto secundario de la extracción total de sangre de sus víctimas, que por otra parte necesita para “sobremorir"— ni de un síntoma que pueda ser repartido con criterios cronológicos o raciales, como demuestra, sin ir más lejos, la permanente aunque insegura sonrisa del villano finalmente apátrida que fue el camaleónico Basil Rathbone.

Cabe preguntarse, eso sí, si esta inesperada revelación que nos ha proporcionado el cine no se deberá menos a la voluntad de los cineastas y, antes de ellos, a una sutil observación de los guionistas, que a la simple capacidad de la cámara cinematográfica para captar la apenas disimulada fruición con que algunos histriones dan vida y colorido a los villanos que les ha tocado interpretar. Es una hipótesis indemostrable, por supuesto, pero que quizá convenga no descartar por completo, ya que todavía no estamos en condiciones de separar con claridad lo que se debe a la aportación personal, subjetiva y dramatizadora, de quienes fabrican las películas, de lo que es pura y simple consecuencia de la reproducción mecánica, en imágenes en movimiento, de aquello que se sitúa delante de un objetivo.

En “Nosferatu” nº 27, marzo-1998

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