Se ha lanzado contra David Lynch, con ánimo insultante, el calificativo —para algunos «descalificador»— de sentimental, simplemente porque The Elephant Man (1980) no es una película cínica ni se presta a la delectación morbosa. Es eso, sin duda —más que su reposada sobriedad o su cuidado tratamiento visual—, lo que hace que parezca «antigua». Entre cabezas que explotan, babas verduzcas, llagas purulentas, sangre que chorrea al «ralentí» en primerísimo plano y otras contorsiones, acaba por ser chocante que un cineasta underground-vanguardista, presentado como enfant terrible, dedique su atención a un personaje monstruoso y no se recree en sus horribles deformidades ni se empeñe en asquearnos, sino que, por el contrario, aspire a que venzamos nuestra inicial repugnancia —un tanto «apriorística», y mezclada con curiosidad, como demuestra Lynch al aplazar media hora la visión del «hombre elefante»— y acabemos por sentir afecto y simpatía por el inocente John Merrick (John Hurt, cuya interpretación queda reducida por el doblaje a una proeza del maquillador), pariente cercano del patético y torpemente afable monstruo creado por el doctor Frankenstein, que encarnó Boris Karloff en el film de James Whale de 1931, personaje que siempre pidió una película que relatase su breve y desdichada existencia con un protagonismo que se le arrebataba en favor del frío, megalómano y —en el fondo— timorato «autor del monstruo». Lynch reivindica la tradición dickensiana, que dio obras tan espléndidas como Great Expectations (Cadenas rotas, 1946), de David Lean, e inspiró decisivamente a Griffith, Tod Browning (el de Freaks) y los directores de Lon Chaney; su postura se aproxima más a la de Truffaut en L'enfant sauvage que a la de Penn en The Miracle Worker, o Herzog en El enigma de Gaspar Hauser, no digamos a la de Friedkin en El exorcista, o la truculencia chafarrinosa de sus imitadores italianos, pese a la prodigiosa iluminación de película de terror conseguida por Freddie Francis —recobrado para un oficio que, como Jack Cardiff o Guy Green, no debió abandonar para convertirse en director— y a la espléndida reconstrucción de un Londres neblinoso y victoriano, rasgos que, con la notable composición de una pintoresca galería de comparsas, dan a The Elephant Man un encanto y un misterio considerables, merecedores de una estima que, pese a las nominaciones al Oscar, no es verosímil que reciba, ya que se aparta en todo de lo que es hoy la norma en el cine comercial y tampoco ofrece, a modo de compensación, los dudosos placeres de la osadía «trasgresora» o «moderna» con que los pretendidos disidentes tratan de disimular su falta de imaginación y de recursos artísticos y personales.
La clave de la película de Lynch está en que no se ha dejado contaminar por la actitud mercantilmente sensacionalista de los exhibidores de monstruos en las barracas de feria, los Jacopetti de la época; sabe que cierta curiosidad malsana hace tolerable, e incluso regocijante, la contemplación, durante unos minutos y en compañía, de las mayores aberraciones de la genética o la patología, y por eso juega con la impaciencia y la aprensión del espectador —identificado narrativamente con el doctor Treves (Anthony Hopkins)—, para luego, gradualmente, acostumbrarnos a la presencia, durante casi hora y media, del infortunado «hombre elefante», propósito que consigue filmándolo con naturalidad, como si se tratase de una persona normal, sin buscarle siquiera «el lado bueno» (o menos malo), como sucede con tantos actores.
Para los que busquen sensaciones fuertes y pasajeras, la película de Lynch tiene que resultar muy decepcionante; puede que incluso molesta y un poco «azorante», ya que les obligará a asumir una cierta «familiaridad» con el monstruo del que quisieran burlarse, y les hará compartir los problemas y las aspiraciones, modestas e ingenuas, de Merrick. Los que acudan a The Elephant Man con escrúpulos, en cambio, nada tienen que temer, pues Lynch se revela un cineasta sensible, elegante y simpático, al que habrá que seguir los pasos, tanto retrospectivamente (Eraserhead) como los —imprevisibles— que pueda dar de ahora en adelante. Su pulso es firme y seguro; su criterio no vacila ni decae; no se amedrenta ante las dificultades, pero tampoco se complace en ellas, no busca sorprendernos ni pide para su querido «hombre elefante» nuestra compasión: le basta con nuestro respeto.
En “Casablanca” nº 5, mayo-1981
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