Les noces rouges (1973) se inscribe en una vertiente del cine de Chabrol que, iniciada en 1968 con La mujer infiel (La femme infidèle), parece haber culminado en 1971 con Al anochecer (Juste avant la nuit), tras jalones como, en 1969, Accidente sin huella (Que la bête meure) y El carnicero (Le boucher). Sin embargo, más que los puntos comunes, es decir, lo consabido, debe importarnos lo que diferencia unos films de otros, y Les noces rouges se resiente del desequilibrio —deliberadamente provocado por Chabrol— existente entre un contexto sombrío y severo, descrito con extremada precisión y realismo, rigurosamente verosímil, por un lado, y los excesos grotescos a que llega el comportamiento «impetuosamente amoroso» de la mediocre pareja protagonista (ejemplarmente encarnada por Piccoli y Stéphane Audran), por otro. El acento caricaturesco y ridículo de su exteriorización de sentimientos, y su efecto disruptivo, recuerdan insistentemente —y, a mi modo de ver, inquietamente— las andanzas de los simiescos «escritores» que, interpretados por Henri Attal y Dominique Zardi, actuaban como parásitos de Stéphane Audran en Les biches (1968) e interferían irritantemente la dramaturgia del film. Este tipo de factores perturbadores tiene numerosos antecedentes en la primera etapa (1958-1963) de la obra de Chabrol, y llega a dominar por completo sus películas menos personales (1964-1967).
La recaída de Chabrol en esta tentación, tan arraigada en él, de complacerse en lo ridículo, grotesco o cursi —los protagonistas «quieren y no pueden» ser unos grandes amantes de tragedia corneliana—, no puede extrañar, si se recuerdan los films inmediatamente anteriores a Les noces rouges —La década prodigiosa (La décade prodigieuse, 1971) y Doctor Casanova (Dr. Popaul, 1972)—, o el único de los posteriores estrenado en España, Inocentes con las manos sucias (Les innocents aux mains sales, 1975), pese a una estructura, dramaturgia y tonalidad muy diferentes. En cualquier caso, la reintroducción de elementos grotescos resulta, con independencia de que nos parezca positiva o negativa, extremadamente reveladora, y en más de un sentido.
Para empezar, debiera bastar para despejar de una vez el equívoco de considerar a Chabrol un epígono de Hitchcock, cineasta al que admira, y del que imitó algunas cosas en sus primeras películas, pero del que se ha ido distanciando progresivamente y al que actualmente no debe nada. Desde un punto de vista hitchcockiano, resultaría suicida, al abordar una historia bastante sórdida, cuyos protagonistas están presentados y tratados sin ninguna simpatía (al contrario de los de La mujer infiel, Accidente sin huella, El carnicero o Al anochecer) y resultan ser —sin sorpresa alguna— criminales con premeditación y alevosía, atreverse a ridiculizarlos (precisamente en sus relaciones amorosas, lo único que podría justificarles). Como si no bastase con todo lo demás para alejar o alienar —no ya para dificultar o impedir toda identificación— a los espectadores de los personajes.
En segundo lugar, este propósito de disociar totalmente al público de los protagonistas de la película implica, por parte de Chabrol, un grado de seguridad y de confianza en sí mismo, como director, y en la eficacia de su narración, que esta película no acaba de justificar. Chabrol se cree capaz de manipular y controlar las reacciones del público, y decide dejar de ejercer ese poder «hipnótico», al menos en un sentido, el identificatorio (que, en principio, sería, por lo menos, el más rentable), optando, en cambio, por graduar las simpatías y antipatías de cada espectador hacia un teórico punto de equilibrio que habría de desembocar en una cierta objetividad no uniformemente distanciada, lograda mediante la alternancia de movimientos de adhesión y de repulsa.
Además, esta intención distanciadora indica que Chabrol no tiene interés, en esta ocasión, por hacernos comprender «desde dentro» a sus personajes, ni compartir sus fobias, filias, problemas o angustias. Es decir, que no trata de hacernos partícipes del drama que viven sus protagonistas, ni cómplices de sus actos, sino meros espectadores, lo bastante desconcertados e inseguros como para que no nos atrevamos a emitir un veredicto, a juzgar a Lucienne y Pierre (tal vez a esta dificultad se refiere la cita de Esquilo que abre la película).
Esta postura de Chabrol se aproxima, teóricamente, al relativismo moral de Hitchcock, pero su proceder es muy diferente. El autor de Frenzy y Psycho tiende a potenciar la ambigüedad, a minar las ideas preconcebidas y esquemáticas del espectador, a través del conflicto de sentimientos contradictorios hacia los personajes que provoca, identificando —en mayor o menor medida— al público con criminales (de hecho o de deseo), culpables (falsos o verdaderos), o perseguidos (inocentes o sospechosos). Es decir, Hitchcock tiende a suspender el juicio del espectador mediante una dramaturgia erigida precisamente, sobre el suspense. Chabrol, en cambio, ha optado por la distancia y ha adoptado, consecuentemente, un punto de vista externo que, si le impide ser tan perturbador o inquietante como Hitchcock (o como él mismo en sobre todo, Juste avant la nuit y Que la bête meure), le permite, en cambio, situar al espectador en una posición de objetividad impuesta que resulta particularmente incómoda, e incluso molesta. Los mecanismos narrativos, dramáticos e interpretativos fuerzan la atención y el interés del espectador hacia aquellos personajes cuya peripecia se sigue de forma constante, y a los que, poco a poco, va conociendo. Este interés, este proceso de compartir información (acontecimientos, emociones, obstáculos), conduce a un cierto grado —siempre relativo, nunca total— de identificación que, evidentemente, se verá negativamente afectado —minado o invertido— por todo factor contrario a los personajes centrales.
Este impacto distanciador será directamente proporcional al grado de identificación, complicidad o simpatía que haya llegado a establecerse entre cada espectador y los protagonistas del film. La identificación inicial, ya cargada —en Les noces rouges— de tensión por ser los amantes vulgares, poco inteligentes y criminales, se hace más difícil de mantener desde el momento (a los cinco minutos de iniciado) o en cada uno de los momentos (hábilmente dosificados y estratégicamente situados a lo largo de los dos tercios iniciales del film) en que Lucienne y Pierre se ponen en ridículo, provocando entre el público vergüenza (que se convierte en «vergüenza ajena», y suscita risas incrédulas y cargadas de sentimiento de superioridad), desconfianza (su caricaturesco comportamiento quiebra la verosimilitud «naturalista» de todo lo demás) y estupor, que tienden a subvertir toda identificación (que, una vez iniciada, no queda permanentemente establecida, sino que debe sostenerse con esfuerzo, secuencia tras secuencia, dada su fragilidad) y, por tanto, a relajar su tensión, dando lugar a una especie de indiferencia decepcionada que Chabrol ha sabido dramatizar hábil y súbitamente al final, cogiendo desprevenido al espectador durante la última media hora (gracias precisamente a ese relajamiento de tensión que ha provocado antes).
Todo este proceso se inspira, posiblemente, en Los asesinos de la luna de miel (The Honeymoon Killers, 1969), la excelente primera película de Leonard Kastle, si bien la historia narrada por éste —también real, extraída de la crónica de sucesos— había sido fielmente respetada (Chabrol ha «politizado» la suya), era mucho más sórdida y horripilante, y en ella la principal tarea del director consistía precisamente en evitar que sus grotescos y patéticos personajes resultasen ridículos, tarea más difícil que la «ducha escocesa» chabroliana, y más perfectamente llevada a cabo.
En "Dirigido por" nº 36, septiembre 1976
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