Es curioso que una película que juega con el doble sentido de su título, Mecánica Nacional, para referirse muy concretamente a México, ironizando acerca de la eficiencia de la industria (del automóvil) nacional (y tanto en lo que se refiere a la superioridad que patrioteramente se atribuye a lo propio frente a lo ajeno como aludiendo a la efectiva dependencia exterior de los productos mexicanos, fabricados con patente americana y por filiales de empresas multinacionales) y describiendo un «mecanismo» de conducta, una forma de ser y comportarse típicamente mexicana, utilice como subtítulo, para su comercialización internacional, una expresión tan generalizadora como Los latinos, somos así…
Y, sin embargo, esta aparente paradoja no es una contradicción, sino que resulta enormemente apropiada al verdadero carácter del film. Dejando al margen ciertos rasgos, sobre todo idiomáticos, exclusivamente mexicanos, sospecho que gran parte de la película sería aplicable a otros países hispanoamericanos. De hecho, casi nada de cuanto en ella ocurre nos resulta ajeno en España, sino más bien distorsionada y caricaturescamente familiar. No hay que olvidar, aparte de los lazos históricos y culturales que, siquiera remotamente, nos unen con los países hispanoparlantes del otro lado del Atlántico, que Luis Alcoriza, autor de Mecánica Nacional, es español, y que nuestros compatriotas —concretamente, unos asturianos— no se libran de su sarcasmo (cantando «Asturias, patria queridaaaa…» y todo). Además, si recordamos algunas de las muestras más logradas de la veta esperpéntica del cine español, cultivada por Berlanga (Bienvenido, Mister Marshall, Los Jueves, milagro, Plácido, El verdugo, Vivan los novios, en particular) y Fernán-Gómez (La vida por delante, La vida alrededor, El mundo sigue, El extraño viaje), nos encontraremos en terreno familiar mientras asistimos a la proyección de Mecánica Nacional, sensación reforzada si establecemos, como parece lógico, el puente transatlántico que constituyen las mejores y más hispánicas películas de Buñuel, las primeras que hizo en México: El gran Calavera, Susana, La Hija del Engaño (remake de Don Quintín el Amargao, de Arniches), Él y Ensayo de un Crimen (realizadas entre 1949 y 1955), serie a la que cabría agregar su lógica prolongación surrealista, El Ángel Exterminador (1962). Salto justificado no sólo por ser Buñuel un español en México, sino por la colaboración de Alcoriza en los guiones de El Gran Calavera, La Hija del Engaño, El Bruto, Él, El Río y la Muerte y El Ángel Exterminador (olvidemos La mort en ce jardin y La Fièvre monte à El Pao), a veces junto a Raquel Rojas, su mujer.
Mecánica Nacional comienza como una versión mexicana de Weekend (Godard, 1967) o Trafic (Tati, 1971), para desembocar en una especie de El Ángel Exterminador al aire libre, en un espacio acotado pero abierto, y es una película tremendamente divertida. Ahora bien, lo que sorprende a quien no conoce de Alcoriza más que Tlayucán (1961), Tiburoneros (1962) y Tarahumara (Cada vez más lejos, 1965) es la ferocidad y el pesimismo que han hecho presa en este director a lo largo de seis años (Mecánica Nacional data de 1971). Cierto que Alcoriza siempre fue terriblemente sarcástico y despectivo para con los burgueses mexicanos y los turistas extranjeros, y que volcó sus simpatías en hombres modestos como el protagonista de Tiburoneros o los indios tarahumara del film que lleva por título el nombre de esta tribu, y que casi todos los numerosos personajes de Mecánica Nacional con burgueses venidos a más (o con pretensiones), nuevos ricos, especuladores dicharacheros y consumistas extranjerizantes, pero, de todas maneras, llama la atención la absoluta falta de ternura o afecto de que hace gala, un poco demasiado sistemáticamente tal vez, esta película, en la que nadie se salva del ridículo, del irónico desprecio y del cruel sarcasmo de Alcoriza. ¿Tanto ha empeorado el modo de vida mexicano? ¿Responde esta actitud a un sincero y dolorido desencanto del emigrado que empieza a no sentirse a gusto en su patria de adopción cuando ya hace décadas que se ha acostumbrado a ella? ¿Existe algún paralelismo entre la visión escéptica y demoledora de los últimos films de los directores americanos de la llamada «escuela vienesa», Lang, Preminger, Wilder, y la actitud que revela Mecánica Nacional? Mucho me temo que no, o al menos no exactamente, y de ahí mis reservas hacia esta película, indudablemente hábil e ingeniosa, endemoniadamente divertida, dirigida a un ritmo trepidante por un hombre que sabe no ser insistente, rehuir la monotonía y las repeticiones, y manejar a una auténtica masa de actores sin que se pierda sus rasgos individualizadores no dejen de ser personajes independientes y dotados de vida propia.
Como creo haber dicho, la agresividad corrosiva de Alcoriza me parece demasiado sistemática para no ser deliberada, para no constituir el punto de partida (no el triste punto de llegada), para no ser más un prejuicio que una conclusión. En consecuencia, resulta un tanto superficial, un poco fácil y desequilibrada. Al no existir ni un solo personaje medianamente decente, simpático o digno, no existe un contrapeso a la visión indiscriminadamente negra y negativa que nos ofrece de México y los mexicanos; ni siquiera un término de referencia o de comparación dentro del film que nos permita medir o calibrar exactamente el grado de envilecimiento y chabacanería a que, según Alcoriza, han llegado sus vecinos. En consecuencia, nos vemos obligados, como espectadores, a aceptar la opinión unilateral de Alcoriza, y a identificarnos con su punto de vista despectivo. Como no existe un punto de referencia dentro de la película para juzgar a sus personajes, nos vemos obligados a buscarlo fuera de ella, a nuestro alrededor, en nosotros mismos. Lo que conduce, inexorablemente, a adoptar una muy satisfactoria postura de superioridad. Eso ocurre aquí, en México D.F. o en Lima, con lo que Mecánica Nacional, lejos de ser, como pretende, una película crítica y provocadora, se convierte en una película complaciente para su público, e incluso, mucho me temo, autocomplaciente por parte de su director, demasiado lapidario y apresurado en sus juicios, lo mismo que en la realización de la película. En efecto, no sólo cada personaje queda caracterizado para siempre y sin apelación desde su primera aparición (como «machista», «paleto», «fulana», «pedante», «hipócrita» o lo que sea, siempre un calificativo peyorativo), sino que algunas secuencias están planificadas aproximativamente, con descuido. No tengo nada en contra del trazo grueso, en principio, pero Alcoriza me había acostumbrado a esperar otra cosa de él, y en Mecánica Nacional, si sigue brillando su sentido del humor y de la caricatura —aunque el humor se ha agriado, la caricatura se ha hecho más acentuada y menos precisa—, si se han desarrollado enormemente los rasgos menos interesantes (e incluso más molestos y disruptivos) de sus películas de la primera mitad de la pasada década, han desaparecido por completo, en cambio, la sutileza, la rica gama de matices, la fina mirada burlona y afectuosa (comprometida, solidaria, concernida), el hawksiano estoicismo, la simplicidad admirable y espontánea, la generosidad y el anticonvencionalismo sentido que hacían de Tlayucán un film pobretón pero lleno de vitalidad, de Tarahumara un sermón demasiado serio y cargado de buenas intenciones pero noble y sobrio, y de Tiburoneros el mejor film hispanoamericano después de los de Buñuel.
En "Dirigido por" nº 42, marzo-1977
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