Tras veintidós films con frecuencia admirables, casi siempre interesantes, pero formalmente de un barroquismo muy anticuado, en ocasiones casi expresionista, Bergman entró en su etapa de madurez con la trilogía. «Como en un espejo» (1961) supuso la primera manifestación homogénea de una evolución hacia la sencillez y el despojamiento, cuyos más claros —pero incompletos— antecedentes eran «En el umbral de la vida» (1958) y «El manantial de la doncella» (1959). Esta nueva sobriedad iba acompañada de un cambio en la posición de Bergman como artista, y era el comienzo de una serie de films ambiguos, poco confortables para el espectador. «Los comulgantes» (1962) supone una nueva ruptura, pues este proceso llega ya al máximo, y se continúa en Tystnaden («Silencio», 1963). Tras la reflexión crítica sobre el arte que es «Esas mujeres» (För att inte tala om alla dessa kvinnor, 1964, su primera experiencia con el color y una ele sus obras máximas), Persona (1966) se presenta como la lógica consecuencia de la trilogía. Es, pues, una «obra de cámara», con muy pocos personajes (aquí prácticamente dos) aislados del resto del mundo (en una isla). Con estos datos tan sencillos Bergman ha hecho su obra más compleja.
Por lo pronto, resulta que «Persona» ya no puede simplificarse diciendo cosas como «trata el tema del silencio de Dios», ni puede «recuperarse» para convertirla en un film religioso, como se hacía anteriormente (e incluso, con la ayuda de los diálogos españoles, en católico). Porque «Persona» es un film incomprensible. De ahí que Godard, gran admirador del film, confiese no haber comprendido absolutamente nada, y que el propio Bergman no pueda explicar su tema. Y es que lo que Bergman ha hecho ha sido «suspender el sentido», como decía Roland Barthes al hablar de «El Ángel Exterminador» (1962), de Buñuel, lo cual significa «desembarazarse de todos los significados parásitos», siendo un film lleno de sentido, de ningún modo absurdo, pero que «no tiene un sentido, ni tampoco una serie de pequeños sentidos». Esta violación de las reglas o convenciones del cine choca con una obsesión del público y —sobre todo— del crítico, consistente en decretar que un film tiene que significar algo, y que si no se entiende nada es que las cosas no son lo que parecen sino símbolos de otras. Pues bien, este acercamiento, que no es sino un nuevo intento de recuperación, debe ser rechazado de plano: Bergman no es simbólico en 1966, y buena prueba de ello es «Esas mujeres», en que atacaba los excesos interpretativos de la crítica.
Lo más grave es que el espectador está acostumbrado a que las películas cuenten historias, a que haya unas relaciones de causalidad, de lógica y de orden cronológico entre las escenas que se suceden. En los últimos años algunos autores como Godard, Resnais, Chytilová, Delvaux, Buñuel, Bresson o Fellini, han destruido estas reglas de modo más o menos brutal. Pero ahora resulta que «Persona» rompe todas éstas y una más, porque como observa precisamente la autora de «Contra la interpretación», Susan Sontag, en su definitivo análisis de «Persona», «hasta la tentativa más inteligente de extraer del film una única intriga plausible tiene que mermar o contradecir alguna de sus partes, imágenes o procedimientos esenciales». Porque realmente Bergman no cuenta nada en «Persona», no «dice» nada, sino simplemente habla de una serie de cosas relacionadas con el tema del doble: así tenemos el cine y el teatro como doble de la vida, la actriz como doble del personaje real, Alma (Bibi Andersson) como doble de Elisabet (Liv Ullmann), el desdoblamiento, la inversión, la penetración, la posesión, la identificación, el vampirismo.
Es posible, sin embargo, que Bergman no haya llegado a «suspender el sentido» de modo totalmente consciente, sino que a partir de una idea inicial mucho menos ambiciosa el film no se le haya ido de las manos —a causa de su carácter alucinado— y se le haya impuesto. Este proceso, bastante habitual, es el que expresa Rivette cuando dice que «Playtime es un film revolucionario a pesar de Tati». Esta hipótesis parece ser confirmada por unas palabras del propio Bergman: «sobre numerosos puntos estoy indeciso, y un pasaje al menos me es totalmente ajeno».
Sea como fuere, Bergman ha logrado «borrar las huellas» de la narración a través de dos operaciones fundamentales. Una de ellas ha consistido en indeterminar todo. Si se confronta el guion inicial de «Persona» (publicado en el número 85 de «L'Avant-Scène du Cinema») con el film acabado, se ve en seguida que Bergman suprimió escenas que indicaban el paso del tiempo, quitó diálogos y detalles explicativos y cambió totalmente la parte final. Al quebrar de este modo la narración, aislando las escenas mediante bruscas e indefinidas elipsis, era inevitable que el film no fuese fluido. De ahí el que, para atraer desde el principio la atención del espectador, Bergman comience el film con una serie de imágenes agresivas e inexplicables (cadáveres, rostros, órganos sexuales, cordero degollado, una mano atravesada por un clavo, etc.). La segunda operación que ha realizado Bergman es también una forma de indeterminación, pero con un matiz muy concreto: mezclar lo real y lo imaginario. Como dice Susan Sontag, «está en la naturaleza misma del cine el conferir a todos los sucesos, si no hay indicaciones en sentido contrario, un igual grado de realidad», motivo por el cual los sueños o imaginaciones suelen ir separadas de la realidad por algún tipo de corte (más o menos tosco), o ser calificados como irreales por su textura visual (tipo de fotografía e iluminación, cámara lenta, etc.). Pues bien, Bergman trata de igual modo que las reales las escenas que pueden parecer imaginarias (Elisabet en el cuarto de Alma, la visita del marido de la actriz) y en cambio pueden tomarse como indicativos de paso a lo irreal algunos detalles como los encadenados y el uso de la música justo antes de algunas escenas aparentemente reales (la repetición del monólogo de Alma). Lo más curioso es que Bergman no indica jamás en el guion que alguna escena no sea real. De este modo, como señala Adriano Aprà, «las categorías de real e imaginario no subsisten ya como categorías racionalmente distinguibles que se excluyen recíprocamente». Y todo esto no es necesario justificarlo diciendo que «Persona» es, como «El hombre del cráneo rapado» y otros muchos de los films más importantes de los últimos tiempos, «cine fantástico», sino cine simplemente. El principio y el final (en que se ve un proyector que se enciende, una pantalla, una película), el «corte» que se produce a mitad del film, la aparición de la cámara y otros detalles fundamentales prueban claramente que el verdadero tema de «Persona» es el cine, sobre el cual toda la película (como las de Godard) es una reflexión. No en vano el título inicial del film era, precisamente, «Cinematografía». Esto explica, además, todos los elementos distanciadores que Bergman ha introducido con el fin de hacer que el espectador sea consciente de estar viendo cine. Así, la siempre superflua distinción entre el «fondo» y la «forma» es aquí imposible.
Es curioso que el lanzamiento publicitario del film se apoye en la frase «dos mujeres se quitan la máscara», no sólo por lo problemático que es esto, sino además es el film quien se pone una «máscara». En efecto, a partir de algunas de las características señaladas se puede pensar que «Persona» es un film abierto como lo era «El año pasado en Marienbad» (1961). Una declaración de Bergman, «invito a la fantasía del espectador a hacer libre uso de los elementos que pongo a su disposición», parece confirmarlo. Pero resulta que las imágenes del film de Resnais, barrocas y poco realistas, «advertían» su carácter fantástico, mientras que las de este film de Bergman, realistas y desnudas, no permitirían por sí solas pensar que hay algo irreal. Esta alternativa nace solamente de que, al faltar las conexiones lógico-psicológicas, temporales, espaciales o causales (aunque no siempre) entre las diferentes escenas, no se puede reconstruir ninguna trama coherente y se piensa por ello que el film no tiene sentido, cuando en realidad está «enmascarado». Como observa Sontag: «el sentido no está necesariamente ligado a una trama determinada». Además, tampoco es posible distinguir qué es real y qué es imaginario, y esto frena algunos intentos de explicar el film. Pero supongamos que Alma está enferma, que tiene alucinaciones, que la visita del señor Vogler (Gunnar Björnstrand) es una de ellas, y la entrada nocturna de Elisabet en su cuarto otra. ¿Qué nos aclara esto? Nada en absoluto, porque, a diferencia de lo que ocurre en «Marienbad», o en los films surrealistas de Buñuel (Un chien andalou, 1928, y L'Âge d'or, 1930), casi todas las escenas de «Persona» son en sí, aisladamente, comprensibles. Esto nos indica, por lo tanto, que no es realmente un film «abierto», que es «cerrado», que no depende de cómo la interprete el espectador sino que tiene su sentido.
Por todo esto, por el paso adelante que significa este enmascaramiento del sentido, por la violación de todas las reglas del cine clásico que supone, por la perfección que tiene dentro de un nuevo modo de hacer cine, «Persona» se coloca —junto a otros films no interpretables, como el de Resnais, citado, algunos de Buñuel y Bresson, «Los pájaros» (1963) de Hitchcock; Sedmikrásky (1966), de Vera Chytilová, y, por otro lado, «Pierrot el loco» (1965) y Deux ou trois choses que je sais d'elle (1966) , de Godard— en la frontera del cine.
En "Nuestro Cine" nº 81, enero-1969
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