Los mismos que hace siete u ocho años, prematuramente, elevaron a los altares a directores como Peckinpah o Chabrol, resultan ser ahora quienes, sistemáticamente, les niegan todo mérito, con la misma vehemencia y pasión con que antaño les convirtieron en los más grandes cineastas vivos; los que siempre llegan tarde —los que “descubren” a Hitchcock en 1976, cuando realiza su peor film en 20 años—, en cambio, se convierten al culto de estos autores aprovechando la decepción de sus primeros entusiastas. Como me parece tan incoherente rechazar Une partie de plaisir (1974) en nombre de Al anochecer (Juste avant la nuit, 1971) o La mujer infiel (La Femme infidèle, 1968) como apreciar Las ciervas (Les Biches, 1968) o El carnicero (Le Boucher, 1969) detestando Los primos (Les Cousins, 1958), no puedo evitar la sospecha de que la causa de tales reveses en la fortuna critica de Chabrol no está en su autor, sino en sus exégetas.
Ciertamente, la carrera de Chabrol es sumamente irregular; más allá de toda división de su obra en “etapas” sucesivas, hay grandes saltos cualitativos de un film a otro. Hacia 1968, coincidiendo con la recuperación de su independencia artística que le permitió André Génovès, Chabrol pareció encontrar un filón en el análisis de las relaciones de la pareja burguesa; pero esta cantera está casi agotada —tras Les Biches, La Femme infidèle, Accidente sin huella (Que la bête meure, 1969), Le Boucher, La Rupture (1970), Juste avant la nuit, Relaciones sangrientas (Les Noces rouges, 1973), Une partie de plaisir, Inocentes con las manos sucias (Les Innocents aux mains sales, 1975)— y Chabrol parece tantear nuevas salidas, en distintas direcciones, tal y como indican La década prodigiosa (La décade prodigieuse, 1971), Doctor Casanova (Docteur Popaul, 1972) o Alicia o la última fuga (Alice ou la dernière fugue, 1976).
La extremada coherencia de una parte de la obra de Chabrol —películas que son casi “variaciones sobre el mismo tema"— puede molestar a la crítica, que se ve obligada a repetir el mismo discurso y, sobre todo, a tratar de profundizarlo en respuesta a la creciente complejidad del tratamiento de Chabrol; de ahí la protesta de que "Chabrol se repite” (o Peckinpah, o quien sea; como si Hitchcock, Hawks o Renoir no lo hubiesen hecho). Los giros imprevisibles que suponen otros films provocan la queja contraria, proferida —paradójicamente— por los mismos que deploran sus “repeticiones”, que no ven con buenos ojos que Chabrol tantee —con mayor o menor éxito— nuevos terrenos, y que, no se dedican a constatar y valorar objetivamente el cambio, sino que, veladamente, se conforman con decir “este no es mi Chabrol” (de ahí que se haya considerado poco personal un film como Alice ou la dernière fugue). Por lo demás, si la prudencia y la mesura son siempre aconsejables a la hora de emitir juicios, más lo son cuando se trata de valorar a un cineasta que, como Chabrol, ha sido dado por “muerto y enterrado” varias veces, para luego ser apresuradamente restituido al Olimpo del Cine. Y hay que tener en cuenta que un autor cinematográfico, por bueno e independiente que sea, no es una máquina productora de obras maestras, ni tiene por qué acertar sistemáticamente; el error es a menudo un prerrequisito del progreso, y no me parece lícito denegarle el derecho a equivocarse a un director simplemente por el temor a que “deje en mal lugar” a los defensores de sus películas precedentes: por mala que sea, hasta su película equivocada será más interesante y valiosa que la mejor crítica de la más lograda de sus obras.
Este largo preámbulo, al que podrían añadirse algunas otras consideraciones (1), me parece necesario para encararse como es debido con Une partie de plaisir, que tengo por una de las mejores películas de Chabrol, comparable en todos los sentidos a La mujer infiel, Accidente sin huella, El carnicero y Al anochecer, pero que —con curiosas excepciones— ha sido muy mal recibida y ha tenido una triste carrera comercial. La explicación de esta acogida no está a mi alcance, pero no creo que sea justificación suficiente el desorden con que se han ido estrenando en España las películas de Chabrol (2), ni la persistencia de notables lagunas en nuestro conocimiento de su obra (3). Creo que, junto al desconcierto y la indiferencia provocadas, en buena parte, por la crítica, las razones de su fracaso son más profundas, más fundamentales, y que radican en el carácter molesto de la película, amplificado por el insólito punto de vista adoptado por Chabrol.
Conviene puntualizar, para empezar, que Une partie de plaisir es un film totalmente chabroliano, tan personal como el que más; se ha pretendido lo contrario, apoyándose en que su guión está firmado, a solas, por Paul Gégauff, y narra la ruptura de la familia Gégauff; además, sus principales intérpretes no son actores profesionales, sino los propios protagonistas del drama. Se ha dicho que Chabrol se ha limitado a “poner en escena” las confesiones autobiográficas de su amigo y frecuente colaborador, montando un psicodrama cinematográfico. Idea que no concuerda con la existencia, desde antes de 1962, de una novela de Gégauff titulada Une partie de plaisir, ni con su afán —no sé si satisfecho— de convertirse en director. Dejando de lado que tiene que existir una notable proximidad entre Chabrol y Gégauff —son amigos desde muy jóvenes, y han colaborado en otras doce películas, entre 1958 y 1975—, y que muchos rasgos generalmente considerados “chabrolianos” pueden ser, realmente, “gégauffianos” —los guiones de Una vida doble (À double tour, 1959), Les Bonnes Femmes (1960) y Dr. Popaul son suyos; ha intervenido en los de Los primos, Les Godelureaux (1960), Ofelia (Ophélia, 1962), Las ciervas, Accidente sin huella, La década prodigiosa, o Les Magiciens (1975)—, lo menos que puede decirse es que tanto Gégauff como su historia son notablemente chabrolianos; de hecho, los films más parecidos a Une partie de plaisir son La mujer infiel y Al anochecer, en los que Gégauff no intervino, y hasta la idea de que un matrimonio interprete una pareja tienen un precedente muy claro en La Muette, el episodio de Chabrol de Paris vu par… (1965).
La pareja formada por Philippe (Paul Gégauff) y Esther (Daniéle Gégauff) tiene muchos puntos de contacto con el matrimonio Masson de Al anochecer. Ambas familias parecen perfectamente felices; no ya superficialmente, como los Desvallés de La mujer infiel, sino intensamente: Philippe y Esther parecen disfrutar de su mansión campestre —alquilada—, de sus viajes a la costa bretona, de su hija; aunque llevan unidos —no casados, según se descubre, con sorpresa, pasada la hora de proyección— unos ocho años, sienten mutuo entusiasmo. Pero un día, caprichosamente —aunque tal vez lo viniese rumiando desde mucho antes—, Philippe confiesa a Esther que le ha sido infiel varias veces; esta inesperada noticia disgusta a Esther, pero la encaja. No contento con eso, y con una insistencia que recuerda a Charles Masson (Miquel Bouquet), Philippe pregunta a Esther si ella no le ha engañado; la negativa parece disgustarle, y responde incitándola a serle infiel. Esta actitud, aparentemente “permisiva”, “abierta” y “civilizada”, conociendo a Chabrol y a sus personajes, y teniendo en cuenta el ulterior desarrollo de la película, parece tener su origen en un sentimiento de culpabilidad de Philippe, que —para no sentirse infiel— hubiera deseado que la conducta de Esther fuese simétrica a la suya y que, al no ser así, procura que llegue a serlo, de forma que no se sienta “en deuda” con ella. Una motivación tan puritana, masoquista y egocéntrica explica que, cuando Esther se decide a seguir sus consejos, Philippe reaccione tan celosa y violentamente, tan en su papel de “cabeza de familia”, exigiendo que Esther, se acueste con quien se acueste, cumpla con sus “obligaciones” de madre y de esposa. También explica que, cuando Esther elige por amante a un joven que le parece despreciable y estúpido, y se rodea de un grupo de amigos petulantes y superficiales, Philippe se sienta humillado e irritado, y empiece a arrepentirse de haber puesto en marcha un proceso que escapa de su control.
Une partie de plaisir se convierte así en el drama del que juega con fuego, del cazador cazado, del que cae en su propia trampa, del que lamenta sus actos cuando ya es demasiado tarde. Sus tentativas (malhumoradas y un tanto sádicas) de recobrar a Esther se ven abocadas al fracaso; la distancia entre uno y otro se va ensanchando, y el amor se va trocando en un odio igualmente intenso. Pero Philippe ha previsto erróneamente las consecuencias del paso que ha dado; Esther, harta, le abandona, demostrándole que puede vivir sin él. El mundo de Philippe se desmorona: ha perdido a su mujer y a su hija, ha perdido su casa y sus amistades, se ha visto obligado a trabajar en una oficina y a reducir su tren de vida. Se aferra entonces, como a una tabla de salvación, a Sylvia (Paula Moore), una rica inglesa, suave y poco inteligente, con la que, recordando que no está casado, contrae matrimonio (irónicamente, ella está divorciada, entre otros, del amante de Esther). Pero necesita a Esther; se ha acostumbrado a ella, hasta su falta de cultura le resulta ahora atractiva, e intenta repetidamente recuperarla, recurriendo para ello a su hija, suplicando la intercesión del amante al que desprecia, tratando de inspirar lástima y compasión, humillándose cada vez más, hasta que la tensión ominosamente acumulada y contenida a lo largo de toda la película se descarga en un estallido de violencia, brutalidad y locura.
De este modo, Chabrol ha ampliado su disección de la pareja burguesa a un nuevo sector de esta clase, el aparentemente más “liberal” y “moderno”: ya no hace falta que los protagonistas estén casados, ni que tengan una reputación o un buen nombre que conservar. Se pueden encontrar las mismas características entre los burgueses “evolucionados”, que rechazan (en parte) la vida burguesa y adoptan las formas externas de la “bohemia artística”, que viven de los derechos de autor y que no frecuentarían a los Desvallées ni cenarían con los Masson, que rechazan el matrimonio y dicen vivir con libertad, que ostentan su cultura y su “buen gusto” y que, si les preguntasen su adscripción política, no dudarían en declararse maoístas o poco menos.
El escalpelo de Chabrol ha hecho esta vez una incisión dolorosa: hay mucha gente a la que le encanta asistir a la disección crítica de la gran burguesía tradicional, la que, en la sociedad industrial avanzada que es Francia —lo mismo en 1968 que en 1971 o 1973—, representan tanto los Masson como los Desvallées, que sin duda votarían por De Gaulle, por Pompidou o, ahora, por Giscard; lo que ya no resulta tan agradable es asistir a un análisis parecido de uno mismo, o de lo que dentro de unos años puede uno llegar a ser, ni percatarse de que las mismas conclusiones podrían extraerse de una pareja aún más joven, “libertaria” y seguidora de Sartre o Cohn-Bandit, pero perteneciente también a la burguesía. Por eso, y por el dramatismo y la intensidad con que está planteado el caso de Philippe y Esther, Une partie de plaisir resulta una película incómoda, a la que es preciso descalificar —incluso haciendo aseveraciones tan pintorescas como que “está mal hecha"— y de la que conviene alejar al público, no vaya a darse cuenta de lo que ocultan ciertas "poses”.
Pero no acaba ahí la historia. Lo más perturbador de Une partie de plaisir no es en el fondo, el observar que la crítica de Chabrol no se limita al matrimonio burgués ni a su defensa a ultranza de lo que los Philippes llamarían “el orden matrimonial” o “el orden burgués” (mientras no les afectase a ellos directamente), alcanzando a personas que hasta ahora se sentían a salvo de sus implacables y corrosivas autopsias. Lo más molesto de Une partie de plaisir es su arduamente conseguida objetividad: Chabrol ha renunciado totalmente a la caricatura, a la exageración de rasgos hasta lo grotesco, al fácil y cómodo desprecio de los personajes; tampoco, pese a ser amigos suyos, serle conocidos y estar cerca de él, les ha tratado con complacencia o benevolencia. Ha sabido ser, al mismo tiempo, más buñueliano y más langiano que nunca, contemplándolos con tolerancia y sin odio pero sin cegarse a sus defectos ni disculpar sus faltas. No ha embellecido o sublimado su conducta; no ha hecho de Gégauff un personaje simpático ni de Daniéle una víctima; no nos permite que nos riamos de ellos, ni que los contemplemos despectivamente, desde lejos. Nos obliga a compartir, con preocupación creciente, la trágica historia de unos seres de ficción, que podrían ser reales, y que nos conciernen (4).
(1) Por ejemplo, que es peligroso consagrar prematuramente a un director; aunque Chabrol ha hecho ya muchas películas, y lleva veinte años dirigiendo, creo conveniente tener en cuenta que Convoy (1977) será el largometraje n.° 13 de Peckinpah, y que, por malo que pueda ser, tal vez no sea tan pobre como el que ocupe el mismo lugar en la filmografía de Hitchcock, Ford o Renoir; como pronto le tocará la vez a Eric Rohmer —entronizado a raíz de Ma nuit chez Maud—, tal vez no sea ocioso recordar que su próximo largo será tan sólo el séptimo.
(2) En 1976 y lo que va de 1977, se han estrenado cinco películas, en este curioso orden: Inocentes con las manos sucias (1975), Relaciones sangrientas (1973), Las ciervas (1968), Alicia o la última fuga (1976, la más reciente) y Una fiesta de placer (1974).
(3) Aún no han llegado Les Bonnes Femmes, Les Godelureaux, L'Œil du Malin (1961), La Ligne de démarcation (1966), La rupture, Nada (1974), Les Magiciens y Folies bourgeoises (1976).
(4) Son muchas las escenas realmente patéticas de la película, pero creo suficiente evocar una: aquélla en la que Philippe, que está en la playa con Sylvia, no puede contener las lágrimas, recordando la primera escena del film, que nos mostró, en esa misma playa, su felicidad junto a Esther y su hija.
En "Dirigido por" nº 46; agosto-1977
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