Una película de Maurice Pialat es casi como una bofetada. Hay que encajarla, y prepararse para resistir la siguiente. Que puede ser un directo, corto y preciso, a la mandíbula. No es, sin embargo, cine para masoquistas: los efectos de la paliza pueden ser saludables, si se aprende a pelear sobre la marcha; un golpe despeja, si no tumba.
El de Pialat es un cine infrecuente y poco recomendable: de carnicero, de leñador, de boxeador, más que de artista. Una mirada brutal, sin miedo ni prejuicios. Una exposición directa, física, sin contemplaciones, en bloque, expeditiva. Una elaboración casi manual —y, en este sentido, más “artesanal” que “de autor”, por personal que sea la actitud de Pialat hacia sus personajes— de las imágenes: es un cineasta consciente de que no da más o menos igual filmar las cosas y las personas de una u otra manera, sino de que es importante cada elección de objetivo o del emplazamiento de cámara —un ángulo, un encuadre, unas inclusiones y unas exclusiones, unos bordes, una definición, una intensidad luminosa, una combinación de colores— y el grado y tipo de movilidad que se le dé.
Hay cineastas que parecen dirigir por control remoto, a distancia y con pinzas extensibles, o con guante blanco, que miran con catalejo o a través de unas gafas de sol. Otros, como Pialat, dirigen cuerpo a cuerpo, sumergidos en la acción, arrimándose a los personajes, en contacto continuo con lo real. Sus películas tienen volumen, peso, aristas, consistencia, dureza. No son frágiles ni vaporosas, por tenue y mínima que sea la trama argumental, por imperceptible que resulte su armazón, por mucho que rehúse toda exposición de motivos por parte de los personajes (o interviniendo él mismo, directa o indirectamente) y que prescinda de acotaciones psicológicas.
Sus personajes resultan imprevisibles, de reacciones erráticas: no están dados, se están haciendo —o desmoronando— ante nuestros ojos en el transcurso de la película, sometidos a la erosión del tiempo, de los golpes que reciben, de sus encontronazos con los demás, de los bruscos giros y quiebros de unas trayectorias vitales sin meta prefijada. Son auténticos supervivientes, pero no lo proclaman: puede que ni se percaten de su situación, desde luego no de que su condición pueda encerrar patetismo. No tienen esperanza, pero no ejercen de desesperados.
Pialat es un director con “malas pulgas”, brusco, poco diplomático, imprudente, sin modales. No juega la carta de la provocación deliberada, pero su tozudez es molesta, porque equivale a una acusación tácita de la que raros cineastas, a poco lúcidos que sean, se pueden considerar excluidos. Sus opiniones, su visión, su enfoque, su lenguaje no son nunca los considerados “válidos” por la opinión dominante; pero él no se inmuta, y si se regocija lo oculta. Se exige a sí mismo cien veces más que los críticos más adversos. Es un impertinente, un perturbador, un bruto, un maleducado. No le interesa ese término medio, esa tibia combinación de cal y arena a partes iguales, ese equilibrio artificial que suelen llamar “objetividad”. Transmite sin paliativos, con franqueza, sin pudores ni exhibicionismo, su visión de los hechos, sin interpretaciones explícitas. Le importan más los síntomas que el diagnóstico, los efectos que las causas, los actos que sus motivaciones. Cree, por lo visto, que un cineasta no tiene que explicar, justificar o condenar conductas, sino reconstruirlas dramáticamente, encarnarlas y mostrarlas.
Su dramaturgia no procede del teatro. Más bien de la física o de la naturaleza: está hecha de choques, erosión, desgaste, cansancio, dolor, carne, sexo. Las palabras son armas arrojadizas. No le interesa la psicología, sino el contacto, el roce, la fricción entre los personajes. Las películas de Pialat filman las relaciones, sobre todo físicas, en que se basa la convivencia —corta o prolongada, mudable o permanente, armoniosa o encrespada o que la hacen insostenible, insoportable o inconcebible.
Como no tiene veleidades sociológicas, Pialat no hace de la sociedad una abstracción, sino un verdadero tejido, como el sanguíneo, el óseo, el muscular o el epitelial, desde luego físico y sensible: opresivo, viscoso, asfixiante, flexible, rasgable, conjuntivo.
Las películas de Pialat no son agradables, como no lo son las intervenciones quirúrgicas ni las matanzas: nos confrontan con lo que no solemos o no queremos ver. Nos obligan a tratar de entender —sin fingir explicárnoslo— lo que no deseamos comprender, lo que tememos admitir que, sabemos, intuimos, sospechamos o sentimos. Su materia es lo real, y dentro de ello, más que lo corriente o cotidiano, lo prójimo. No es, sin embargo, un realista; no pretende renovar o esquivar el naturalismo. Se desentiende de las etiquetas, o se las sacude de encima como si fuesen un bozal o un estorbo; es, si el término se limpia de sus habituales connotaciones peyorativas, un simplista: le interesa lo elemental, lo primario, lo inmediato, lo sencillo, lo accesible, lo crudo, y le concierne en su totalidad, en bloque, sin remilgos de “exquisito”. Es más un “tragón” de realidad, de personajes, de imágenes, de gestos, de escenarios, de ficciones, que un gourmet. Y está demasiado ocupado tratando de hacerse un hueco —a codazos— en el cine francés y en la vida como para preocuparse por su lugar en la historia del cine: seguro que ignora si es un tradicionalista (nada le ata al pasado, no es un cinéfilo) o un innovador (no es un profeta ni un cabecilla, sino un cabezota individualista). Tal vez por eso este cineasta, poco y mal conocido en España, de obra escasa y ruda, me parece uno de los grandes creadores cinematográficos en activo.
No es, ciertamente, uno de esos autores blandos, hinchados pero huecos —por eso sobrenadan— que abundan hoy (hasta algunos que pasan por duros se revelan flojos de remos, con pies de barro o mentón de mantequilla). Pialat es realmente duro. Áspero y resistente, no nació para el Cuerpo Diplomático ni para las relaciones públicas. No tiene vocación de bordadora, decorador de interiores o miniaturista. Es, más bien, un tosco tallador de madera, un alfarero, un maestro pipero, un labriego. La sensación de contacto físico, manual, con el objeto producido o cultivado es tan viva como la de que sus películas son el resultado de un paciente, tenaz y modesto esfuerzo.
Muchos tomarán contacto con el cine de Pialat a través de Loulou. Es su quinto largometraje, todavía el último (data de 1980), y no el mejor, creo yo, pero sí muy representativo. Puede resultar violento introducirse en su obra de sopetón, a estas alturas, pero no está mal: a fin de cuentas, responde a la brusquedad del recorrido de un cineasta que filma poco y de tarde en tarde, con tremendos saltos de una película a otra, y además casi todas empiezan en marcha, “in media res”. Puede, por tanto, ser conveniente sentirse en Loulou, como la cámara, un intruso.
En "Alphaville" nº 16-17, abril-mayo de 1982
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