Si Vogliamo i colonnelli (1973) se hubiese presentado, más pretenciosamente, como Cronaca di un colpo di stato (subtítulo apenas visible en la película, y no utilizado por la publicidad), y viniese firmada por cualquier fumista funcionario del P.C.I. o, al menos, del P.S.I., como Giuliano Montaldo o Florestano Vancini, o por un profesional de la «denuncia» como Elio Petri, Damiano Damiani o Gillo Pontecorvo, y no por el injustamente olvidado y «poco serio» Mario Monicelli (Rufufú, La gran guerra, Llegaron los bribones, Habitación para cuatro), nos estarían atronando los oídos y los ojos con cánticos a su excelencia. Como no es así, y pese a que el film parece haber estado cuatro años retenido por censura —y tal vez siguiera estándolo, de haberse intentado estrenar en Madrid el 24 de enero, y no justamente un mes después—, todo el mundo parece haberse puesto de acuerdo para disminuir su importancia, atribuyéndole una supuesta tosquedad de realización y detectando un cierto desfallecimiento en la parte final —precisamente la más inquietante, la más lúcida desde un punto de vista político—. Resultado: el film se proyecta sin pena ni gloria, ante la indiferencia y la abstención de los mismos que acuden en tropel a Sacco e Vanzetti, Il delitto Matteotti o, en la Filmoteca, a O Thiasos (film de Angelopoulos que me parece el gran bluff de los años 70), al parecer tan enardecidos por el flamear de banderas rojas que olvidan preguntarse por qué tantos films pretendidamente «marxistas» huyen del análisis como de la peste, zambulléndose en cambio en una confusión que contribuye activamente a aumentar, mediante juegos malabares con el tiempo que delatan una concepción cíclica de la historia —casi el «eterno retorno»— que poco tiene que ver con el materialismo dialéctico.
Como no tengo espíritu inquisitorial, ni de policía ni de delator, no me he molestado en averiguar la filiación política de Mario Monicelli, que, sin duda, será pública —como la de casi todos los cineastas italianos, expertos capitalizadores del partidismo—. En primer lugar, porque no veo por qué un demócrata-cristiano ha de ser mejor director de cine que un socialista, ni creo que la militancia en tal o cual partido constituya un antídoto contra la estupidez o la deshonestidad. En segundo lugar, porque me interesan más los resultados —el film que he visto— que las intenciones, que nada garantizan. En tercer lugar, porque no basta afiliarse al P.C. o declararse marxista para serlo, y muchos artistas proclaman una determinada militancia por puro interés, abonando una modesta cuota con la esperanza de hacerse con la publicidad gratuita de la prensa del partido en cuestión.
De modo que, para antecedentes, me atengo a otros: «por sus obras les conoceréis». Y entre Vancini (La calda vita, Le stagioni del nostro amore), Cavani (Francesco d'Assisi, Galileo, L'ospite), Petri (A ciascuno il suo, Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto) y Monicelli, por ejemplo, me quedo, sin la menor duda, con este último, aunque conozco, mal su obra, ya que, por lo menos, ha dado prueba de una honestidad que echo a faltar en los otros y de un talento intermitente que en los restantes directores citados brilla por su ausencia. Para colmo, Queremos los coroneles cuenta con un guión de Age y Scarpelli, cuya filmografía es verdaderamente impresionante y va estrechamente unida a lo más valioso, a mi juicio, del cine italiano de géneros, bastante más interesante —salvo excepciones, como Rossellini, Bertolucci, últimamente los hermanos Taviani, esporádicamente Fellini o Visconti, y algún otro— que el cine italiano de autor, que es uno de los más promocionados y sobrevalorados del mundo, y que con frecuencia se confunde con el de los géneros considerados serios y respetables: el «político» —generalmente «histórico» e inconscientemente fascinado por el fascismo—, el «de denuncia» —a menudo confinado a Sicilia—, el «procesal» —que es una versión enmascarada y pretenciosa del simple giallo—, etc., géneros todos ellos que se han revelado últimamente más rentables que el de «resistencia», el spaghetti-western, el «peplum» o el de «terror», y capaces de competir con el «erótico».
En fin, tras este largo preámbulo, que trata de explicar, de algún modo, por qué prefiero, con mucho, directores como Vittorio Cottafavi, Pietro Germi, Dino Risi, Luigi Comencini, Mario Monicelli, Ettore Scola o incluso, a veces, Mario Bava, a prestigiosos autores como Antonioni, Fellini, Visconti, Rosi y sus congéneres de segunda o tercera fila, creo que ya es hora de ocuparse de Queremos los coroneles.
Como casi todo el cine italiano de género, Vogliamo i colonnelli descansa en un guión enormemente inteligente y lúcido, pero en clave genérica; en este caso, como es frecuente, es clave de comedia. Este mecanismo, semejante al empleado, en España, por Berlanga y Fernán-Gómez en sus mejores obras, o, en México, por Buñuel y Alcoriza en sus películas menos «libres», permite hablar de problemas actuales y graves sin llamar la atención, solapadamente, venciendo la resistencia que el público a que van destinadas pudiera oponer a su tratamiento explícito y alarmante. Son, hasta cierto punto, films de contrabandista, y por tanto posibilistas, enfocados con el disimulo necesario para atravesar las diferentes barreras que pueden encontrar en su camino: productores, censura, distribuidores, exhibidores, el propio público. Más que decir, sugieren o insinúan; prefieren mostrar sin señalar con el dedo, sin nombrar, o dejar ver, que demostrar o denunciar. Decididamente partidarios de la metáfora, del «ejemplo», del «cuento moral» y de la fábula —véase la certera exposición de la lucha de clases que hizo Comencini en Sembrando ilusiones (Lo Scopone scientifico, 1972)—, recurren con frecuencia a la trasposición histórica —al pasado, como ¡Dios mío, cómo he caído tan bajo! (Mio Dio come sono caduta in basso!, 1965) de Bava [sic]—, a la sátira —Sábado inesperado (Mordi e fuggi, 1973) de Risi— o a la parodia de los géneros «serios» —En nombre del pueblo italiano (In nome del popolo italiano, 1971), también de Risi, mucho más eficaz que los contramodelos de Petri o Damiani—, con el fin de disimular o, entre risas y sonrisas, «hacerse perdonar» lo que implican acerca de la sociedad y la política italiana.
Violgamo i colonnelli es una sabrosa —aunque no poco inquietante— fábula, que aborda como comedia un tema de política-ficción que ha estado a punto de convertirse en realidad en Italia y, no hace mucho, en nuestro país. Es un film que presenta un atentado ultraderechista dirigido contra un blanco (una catedral) que permita atribuirlo a la izquierda, con el fin de provocar la reacción de la masa conservadora del país y propiciar el golpe de estado planeado por un grupo de diputados «misinos», trasnochados, exaltados y folklóricos —de esos a quienes se tiende a no tomar en serio, porque son «cuatro gatos», o un 2'6 %—, en contubernio con algún destacamento militar «de élite» y con viejos generales fascistas —casi todos «gagá» y retirados o depurados, pero influyentes y dedicados a la nostalgia activa—. Toda la organización del «golpe» está contada con la habitual imaginación de Age y Scarpelli, con abundantes sarcasmos, con una gran sentido de la caricatura, y nos permite reconocer, con muy leves matices diferenciadores, toda una fauna neonazi que también pulula libremente —aunque ahora algunos de sus componentes empiecen a visitar la cárcel— por España: organizaciones juveniles paramilitares, agrupaciones de veteranos que resienten el ex- de la palabra ex-combatiente, hombres de negocios pre-conciliares y tradicionalistas, beatas de la alta burguesía y la aristocracia, nostálgicos de la monarquía absoluta, demagogos racistas, «cuerpos de choque» aficionados al brazo en alto y el taconazo, delincuentes a sueldo, paranoicos que ven conspiraciones «rojo-judeo-masónicas» por doquier y que encuentran «tontos útiles» y «compañeros de viaje» del comunismo hasta a los cristiano-demócratas. Dejo al espectador el divertido juego, bastante fácil, de ir emparejando a los personajes de la película con sus homólogos hispanos, y la triste reflexión de lo imposible que sería hacer hoy, en España, algo parecido a Queremos los coroneles.
El «segundo acto» de la película, también rico en «gags» mordaces, y con esa abundancia de ideas, gestos y detalles por plano que caracteriza a los mejores artesanos del cine italiano —y de la que en tan asombrosa medida carecen sus colegas más pretenciosos: piénsese en la astenia de las películas de Antonioni, en su falta de vitalidad, en la oquedad de cada plano, en el sonambulismo que impone a sus actores—, y a sus geniales intérpretes secundarios, narra el fracaso del golpe de estado ultra, frustrado por la cómica torpeza de sus ejecutores —no olvidemos que en 1973 hacía 28 años que se puso fin al fascismo organizado— y por una serie de fantasiosos azares, que acercan la película a la astracanada. Este «acto», el más divertido, el más fácil, el que sirve para «quitar hierro» a la lúcida aunque caricaturesca exposición del primero, no deja de ser bastante verosímil, como revelará el tercero y último, en el que se ha querido ver un desfallecimiento cuando lo que ocurre es, simplemente, que la imaginación deja paso a la lógica implacable de sus triste conclusión: denunciado por demócrata-cristianos, socialistas y comunistas el complot derechista (que ha descubierto, por casualidad, un periodista rápidamente silenciado) al ministro del Interior, éste les dice que se trata de un bulo infundado, bloquea la noticia —«para que no cunda la alarma»—, detiene a los tres dirigentes como «medida preventiva», y se dedica a controlar, a cierta distancia, el desarrollo del golpe, que hubiera aprovechado de tener éxito, pero que, una vez fracasado, utiliza como pretexto para suspender las garantías constitucionales y decretar el estado de excepción, justificándolas con la necesidad de impedir un contragolpe de la izquierda que sólo existe en su interesada imaginación. Y así, sigilosamente, desde el poder ejecutivo, con el apoyo del mismo y religiosísimo magnate de la electrónica que había financiado a los golpistas «ultras» y de otros elementos «civilizadamente» conservadores del poder económico, político, religioso, militar y policial, el ministro del Interior disuelve el Parlamento y, beneficiándose del ataque cardíaco que su intervención provoca en el venerable Presidente de la República, detiene a los «ultras» más conocidos y da, desde dentro, un «golpe de estado» destinado a impedir que otros lo den antes. Muy poco después, como nos muestra el deprimente epílogo del film —en una llamada de atención tan poco comercial como espectacular—, Italia está sometida a la dictadura del antiguo ministro de Interior, con un Gobierno «provisional» que aspira a la eternidad y está integrado por el «poder en la sombra». El estado de excepción se ha convertido en la norma —está prohibido que en las calles, desiertas, se reúnan más de dos personas; media población debe estar en la cárcel; la ciudad es constantemente patrullada por vehículos militares y tríos de policías—, pero el «cerebro» del fallido golpe, el «honorable» Trifoni (Ugo Tognazzi) está ya en libertad, tratando de vender su know-how a algún aspirante a dictador del continente africano.
¿No es éste un film político mucho más próximo a las circunstancias actuales del país que Sacco e Vanzetti, Il delitto Matteotti, O Thiasos o tantos otros aún sin estrenar en España? Aunque parezca una comedia, aunque uno se ría a menudo —no siempre—, aunque mucho de lo que en él ocurre parezca absurdo o grotesco, ¿no lo parecen también los GRAPO, los Guerrilleros de Cristo Rey, Fuerza Nueva, la Hermandad de Covadonga y tantos otros grupos, agrupaciones y grupúsculos que, en total, representan el 2'6 % de la población censada mayor de 21 años de este país? ¿No serán también peones de otras fuerzas, más silenciosas, con mayor poder efectivo, que tratan de pasar desapercibidos y juegan sus bazas desde la sombra?
En "Dirigido por" nº 43, abril-1977
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