lunes, 23 de octubre de 2023

Eagle's Wing (Anthony Harvey, 1979)

YO, GRAN CAZADOR

El absurdo, retorcido e irrepetible título citado arriba encubre una extrañísima película que nada tiene de retórica y que, por tanto, no guarda relación alguna con el mezquino Little Big Man (Pequeño gran hombre, 1970), de Arthur Penn. Se trata de un western británico, rodado en Durango, y debió llamarse, con más sencillez, fidelidad y belleza, Ala de águila, como su versión original.

Las películas que había visto hasta ahora del inglés Anthony Harvey son de las que quitan las ganas de seguirle la pista; sin embargo, hace un par de años vi en Sight & Sound unas fotos de Eagle’s Wing (1978) que me intrigaron, y su reparto —Martin Sheen, Sam Waterston, Harvey Keitel— acabó por despertar mi curiosidad, de modo que me acerqué a uno de los cines en que la proyectaban y estuve un rato mirando las carteleras, método de elección que se practicaba a menudo en mi infancia y que ahora parece en desuso, no sé si porque las fotos ya no dicen nada, e incluso engañan, o si debido a que se suele ir al cine con más información de la debida, menos visual y más mediatizada. El caso es que decidí fiarme de lo que pueda quedar de mi instinto de espectador y entré en el cine, hecho que pronto estaba celebrando, ya que Eagle’s Wing es una de las películas más insólitas que me ha sido dado presenciar en los últimos tiempos —y eso que en la misma semana he visto una mucho más enigmática, fascinante y prodigiosa, Maravillas (1980), de Manuel Gutiérrez Aragón— y superó con creces las más optimistas expectativas que pudieran pasárseme por la cabeza.

Lo primero que impresiona de Eagle’s Wing es su tono, nada enfático, pero solemne, cargado de misterio e incertidumbre: algo acecha en la árida inmensidad del paisaje, iluminado de tal modo por el sol, que parece situado en otro planeta. Aparte de algunas intervenciones musicales —oportunas y sutilmente fascinantes—, esta película íntegramente filmada en exteriores naturales está dominada por el silencio: los ruidos —el viento que sopla, el silbido de una flecha, los cascos o el relincho de un caballo— se perciben a distancia, antes de ver su origen; apenas hay diálogo, y aún se reduce a medida que la acción progresa; los indios —kiowas y comanches— hablan en su idioma, sin que nadie traduzca sus palabras, y el más importante de ellos, que el «reparto» final llama White Bull, Toro Blanco (Sam Waterston), no dice ni una. Ni falta que hace, ya que esta película pretende que vayamos conociendo a sus personajes solamente por su conducta observable, sin explicaciones verbales.

La propia estructura circular del relato —que evoca Winchester 73 (1950), de Anthony Mann, y Comanche station (1959), de Budd Boetticher, y se guarda de forzar el paralelismo con Moby-Dick, aunque el caballo «Ala de Águila», que todos codician, sea blanco— revela la naturaleza obsesiva de la múltiple persecución en que consiste la película; desaparecido sorpresivamente Henry (Keitel), asistiremos a un duelo obstinado entre Pike (Sheen, un fronterizo novato) y el kiowa solitario por la posesión del caballo que éste trató de robar a un gran jefe comanche, pero del que se apoderó Pike interrumpiendo sacrílegamente una ceremonia fúnebre. Sin que Pike lo sepa, dos comanches le siguen para castigar su irreverencia (y de paso, se supone, recobrar la montura); mientras tanto, el kiowa ha asaltado una diligencia y una carroza funeraria y ha secuestrado a una joven de origen irlandés, Judith (Caroline Langrishe), por lo que —aunque él lo ignore— le persigue una partida de mejicanos, pronto reducidos a dos. Las tramas cíclicas que van tejiendo los diferentes grupos de personas, sin otro factor común que el vasto y desierto terreno en que se mueven, dan lugar a una serie de cruces, de desencuentros, de cambios de rumbo y de persecuciones, que van produciendo un despojamiento progresivo del filme: mueren algunos, otros vuelven a su punto de partida, o prosiguen su camino interrumpido, o cambian su condición de perseguido por la de perseguidor, según Pike y el kiowa pierdan o recuperen el caballo, hasta que el círculo se cierra con la provincial victoria del indio, que se pierde en la distancia, envuelto en la nube de polvo que levantan los veloces cascos de «su» caballo. Pero entonces nos damos cuenta —salvo que se trate de un espejismo— de que nos encontramos exactamente en el mismo sitio en que empezó la película:

¿Reflexión sobre la inutilidad del esfuerzo o promesa de un nuevo comienzo, y así hasta la eternidad, de la misma aventura, que puede culminar de otra manera? Harvey, sensatamente, no se pronuncia, y funde.

En "Casablanca" nº 3, marzo-1981

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