Muy famoso en su tiempo, siempre devoto admirador y discípulo ejemplarmente fiel y agradecido de Maurice Tourneur —el padre del para mí muy superior Jacques—, adorado por las actrices y respetado por actores, técnicos y productores, Clarence Brown es hoy uno de tantos directores americanos sepultados por montañas de celuloide posterior a su temprana retirada del mundo del cine.
Un director al que casi nadie aprecia y apenas algún crítico toma en consideración, y del que sólo se acuerdan, y ya más bien de tarde en tarde, los historiadores —propensos a olvidarse de su etapa sonora, si es que no la ignoran o menosprecian «a priori»— y, de refilón, los contados estudiosos del star system que quedan, quienes tienden a reducirle a un papel de fotógrafo y seleccionador del mejor ángulo para acrecentar la fotogenia o disimular los defectos de la bellas damas que le tocó en suerte guiar por un plató y ante las cámaras.
Tal visión, la más generalizada en la actualidad, se revela desmedidamente simplista y despectiva, en cuanto se adentra uno en aquella parte de la filmografía de Clarence L. Brown más afamada entonces, pero hoy menos conocida, que sigue siendo la más interesante o, por lo menos, la más distinta en términos generales. No es que haya logrado nunca un estilo particularmente identificable, pues aunque tenía una gran vocación estética y una tendencia manifiesta al pictorismo, al principio de su carrera era demasiado tributario de Tourneur padre, y luego quizá lo que pudo haber sido su «sello» personal vino a confundirse con el de la Metro-Goldwyn-Mayer, quizá por adopción del mismo por parte de la casa productora, probablemente influida por su «cerebro gris» en la sombra —y casi nunca acreditado en los títulos de las películas—, el reputadísimo Irving G. Thalberg.
Con todo, lo cierto es que son bastantes, desde los comienzos, las películas suyas cuyos títulos, además de acreditarle como director, especifican que se trata de «A Clarence Brown Production», rótulo que no estaba al alcance de todos los realizadores y que suele indicar, cuando menos, un cierto grado de control y una considerable capacidad de iniciativa, variable según las casas productoras y las épocas, pero que casi siempre significa algo más que el servil acatamiento de órdenes y la obediente ejecución de encargos. De hecho, en los años 40 hay alguna película producida por él que asombra por su «realismo» —o, más exactamente, por su recurso a ciertas convenciones y figuras de estilo aceptadas como «realistas»—, por los temas que plantea e incluso por la posición —casi «de izquierdas» para Estados Unidos, cuando la imagen global de Brown es, lógicamente, muy conservadora— que adopta frente a ellos, como la interesante Intruder in the Dust (1949), estilísticamente muy tímida —por «aplicada», respetuosa y suavizada hasta el borde de la edulcoración— adaptación de la genial novela de William Faulkner sobre las relaciones entre blancos y negros en el Sur del país.
Son varias las películas de Brown que se dan por perdidas, y varias más —sobre todo del período mudo— las que, aunque se conservan, apenas circulan y, por tanto, constituyen lagunas difíciles de cubrir, sin que hasta la fecha parezcan haber despertado en nadie curiosidad suficiente como para que se proceda a su restauración o, simplemente, a su relanzamiento, pese a que buena parte de ellas consiguieran, en su momento, éxitos resonantes de taquilla e incluso nominaciones al Óscar de Hollywood, además de contar siempre con técnicos y actores de primera fila. Si algo caracteriza a Brown —y, de paso, le quita atractivo a los ojos de los cinéfilos más inquietos, generalmente inclinados a rebuscar tesoros entre lo exótico y «maldito»— es su lejanía de la «serie B» y sus planteamientos estéticos, de origen económico, que le son totalmente ajenos: nunca hizo películas realmente baratas, y se movió siempre en los «cruceros de lujo de la serie A», incluso en las producciones de prestigio, lo que hace pensar que se hubiese sentido a disgusto o incómodo trabajando con prisas y con escasez de medios. Por lo pronto, parece que nunca se vio obligado por la necesidad y la penuria a aguzar su ingenio ni a rodar fuera de los estudios, en escenarios naturales o, a lo sumo, en un decorado único de plato, y despojado hasta el esquematismo y la abstracción, como le sucedió siempre a Ulmer o a Lang al final de su etapa americana.
Eso explica que la economía narrativa y la inventiva plástica no fueran los puntos fuertes del señorial Mr. Brown, y que careciese del tipo de imaginación, combinada con dosis equivalentes de modestia, tesón y descaro, que hace falta para tener la osadía de sustituir un tren por un poco de humo que entra por el borde del encuadre y —en la banda sonora, siempre un auxilio en este tipo de tretas— un pitido y un chirrido de ruedas que frenan sobre los carriles (maniobra habitual en Ulmer, pero no desconocida para Borzage y perfectamente al alcance de Lubitsch o Sternberg).
Tampoco el ritmo ágil o la acción trepidante se cuentan entre las características más descollantes del cine de Clarence L. Brown: nada tiene en común con Raoul Walsh, Michael Curtiz o Allan Dwan; más bien tendía a la parsimonia, cuando no incurría en la morosidad, lo mismo que su estilo, progresivamente «acicalado» y excesivamente respetuoso de las reglas no escritas de la narración, adolece de un cierto academicismo, que lo hace mantenerse siempre dentro de los límites de lo convencional.
A partir del sonoro, la «corrección» y el «buen acabado», cuando no el obtener una superficie pulida y brillante, sin fisuras ni estridencias, e incluso un «barniz» de supuesto buen gusto y ostentoso lujo, de fidelidad a la imaginería pictórica de las épocas y los ambientes que retrataba, dominan sus películas, tan totalmente desprovistas de asperezas y rugosidades que carecen, en ocasiones, de «contundencia», «peso» o fisicidad suficientes para no resultar excesivamente bidimensionales y «planas», sin sensación de relieve ni hacia fuera ni hacia el fondo. Cabe añadir al respecto que Brown es uno de los escasos directores americanos de cualquier generación para los que ni Amanecer de Murnau ni Ciudadano Kane de Welles parecen haber significado absolutamente nada, ni siquiera como invitación a liberar o «desencadenar» la cámara y abreviar y espaciar, cuando no suprimir los rótulos —en el mudo—, ni para explorar la profundidad de campo y coquetear con el plano-secuencia o, por lo menos, para ampliar la gama de focales utilizadas e introducir cierto expresionismo en la iluminación y el uso del decorado.
Todos los rasgos enumerados —o más bien su ausencia; en todo caso, no especialmente marcados ni llamativos, casi siempre muy discretos y, desde luego, nada personales— hacían de Brown —al menos, desde el peculiar punto de vista de la Metro— un ideal ilustrador de comedias y dramas teatrales o de novelas, por lo que no es extraño que fueran esencialmente este tipo de «labores» las que más a menudo se le encomendasen, y que incluso cuando, con un mayor grado de independencia, acometió proyectos de su propia y exclusiva iniciativa, en los que aparentemente trató de cambiar de temas y de ambientes, quizá hastiado de lujosos salones y personajes distinguidos y circunspectos, recurriese una vez más a fuentes literarias «de prestigio», como la citada novela de Faulkner, y siempre limando —casi por automatismo, por la fuerza de la costumbre— sus estridencias, y disimulando «educadamente», como le hubiesen exigido en la Metro, sus rupturas de continuidad, ritmo, tono y puntos de vista narrativos, por lo que su versión cinematográfica puede considerarse tan traidora al estilo de Faulkner como fiel a parte de la letra y, sobre todo, al «argumento», que con frecuencia —y no digamos en el caso concreto del autor de The Wild Palms— dista mucho de ser lo esencial, lo verdaderamente interesante y característico de un libro.
Aunque siempre correctas y respetables, sólidas y técnicamente competentes, sus películas más características dan cierta pereza, porque siempre se sabe de antemano que van a rehuir lo excesivo y lo extraordinario, por lo que a menudo resultan previsibles y provocan cierto hastío impaciente. Es inútil esperar de Clarence Brown sorpresas, giros impensables, aceleraciones rítmicas no anunciadas, saltos bruscos, composiciones llamativas, complejidades narrativas o puntos de vista polémicos o heterodoxos. La decepción de semejantes expectativas está garantizada: en el cine del menos expresionista de los directores sonoros americanos reina la normalidad hasta tal punto que incluso sus errores más graves son siempre por defecto, por no llegar, nunca por exceso, por pasarse.
Por lo menos a partir de 1930, las películas de Brown son de estricta obediencia a los cánones establecidos, como si apartarse lo más mínimo de ellos fuese un pecado o, por lo menos, una falta de gusto y de educación, una descortesía hacia el público y una deslealtad a las tradiciones —aún recientes, o en curso de consolidación— de Hollywood y a los deseos implícitos —cuando no inconscientes, y meramente instintivos— de los productores.
Con independencia de que sean o no de la Metro, productos típicos de este enfoque son la sólida, discreta y algo tediosa National Velvet (Fuego de juventud, 1944) o la más irregular e interesante —ambas cosas, sin duda, porque la empezó Victor Fleming y la continuó King Vidor, y alguna huella queda— The Yearling (El despertar, 1946), dos películas que sólo con mucha paciencia, pueden llegar a apreciarse… como objetos de artesanía, primorosamente realizados, muy bien «hechos», sin escatimar dinero ni cuidados, pero que, en el fondo, carecen de «garra» o empuje suficientes para no acusar gravemente el paso del tiempo, en todos los sentidos: tanto los años transcurridos desde la fecha de su confección, que las hacen irremediablemente anticuadas, e incluso ajenas y distantes, como los minutos de proyección, que se acumulan tan pausadas uniformemente sobre el espectador que la atención se diluye a medida que, en teoría, la narración progresa y avanza hacia su clímax o término.
Una aparente aversión a las elipsis o a las transiciones bruscas, junto al montaje más bien «blanco» y excesivamente «lubrificado» —casi siempre sobran varios fotogramas, cuando no un parsimonioso «fundido-encadenado»— dominante en las principales productoras americanas de la época, y en particular en la Metro, son también factores que contribuyen a alargar —tanto objetiva como subjetivamente— estas y otras películas, y a hacer que su visión sea una experiencia poco estimulante y hasta, intermitente u ocasionalmente, bastante fatigosa, sin contar con lo de empalagosamente almibarado y sensiblero que pueden tener sus argumentos y los intérpretes bajo contrato que solía utilizar sin ningún reparo ni precaución.
Resulta, pues, comprensiblemente difícil persuadir a nadie de que persevere en el estudio y la revisión del cine de Clarence Brown, en particular a quien sólo conozca la última fase de su carrera, sin duda —con alguna excepción, como Song of Love (Pasión inmortal, 1947)—la menos interesante, la más vulgar y, paradójicamente ya que es la más reciente, la más pasada de moda.
Para pasar revista a su obra conviene, en este caso, atenerse a la cronología, ya que su mejor época se sitúa en los últimos años del cine mudo, y la siguiente en interés abarca los años 30, aunque este segundo período, el más accesible en la actualidad, deba su relativo prestigio más a los actores —sobre todo, a la frecuente presencia estelar de Greta Garbo —que al trabajo del cineasta, casi siempre más «competente» que inspirado, y que a menudo no llega a explorar plenamente —y menos aún a explotar— las posibilidades de los guiones e intérpretes que tenía a su cargo.
Esto indica que Brown —al contrario que Allan Dwan, Budd Boetticher, Jacques Tourneur, Joseph H. Lewis, Douglas Sirk, Edgar G. Ulmer, Phil Karlson, André de Toth y varios más— no es de esos directores capaces de hacer mucho con muy poca cosa, sacándole el máximo partido imaginable y multiplicando en la pantalla su interés «nominal», sobre el papel, sino uno de esos cineastas «secante» —tan abundantes en el cine americano— que liman y uniformizan cuanto tocan, rebajando su potencial a una escala aceptable y discreta, y que necesitan un material de partida de primera categoría o, cuando menos, pasionalmente muy «cargado» o incluso «recalentado» para que los resultados no dejen totalmente frío al público actual. Su mirada inconmovible y desapasionada parece más consecuencia de la indiferencia que de la serenidad, por lo que, para que el espectador reciba una descarga emotiva, es preciso que los actores crean en sus personajes y pongan el máximo entusiasmo en su interpretación, lo que, con Clarence Brown por medio, sólo estaba al alcance de los más briosos y de más fuerte personalidad: los otros por buenos que sean, tienden a desdibujarse, a resultar estáticos e inexpresivos.
Cuando, tras haber visto ya varias películas menos antiguas, uno descubre la obra muda de Clarence Brown, la sorpresa puede ser mayúscula, porque, verdaderamente, parece otro: mucho más audaz, más decidido, con un sentido del ritmo más acusado y a la vez más preciso y modulado, con mayor convicción y menos pudor para contar historias melodramáticas, con una dirección de actores que —en lugar de contener y frenar— impulsa y estimula —sobre todo a Greta Garbo, que debía confiar mucho en él, y por quien Brown parecía sentir auténtico entusiasmo, al menos platónico y artístico—, resulta comprensible que lograra sus mejores películas en la primera etapa de su carrera.
Esta actitud de relativa «efervescencia» creativa se mantiene —a pesar del sonido, que no parece haberle entusiasmado, aunque rápidamente se adaptase a él— durante los años iniciales de la década de los 30, y aún ocasionalmente después, al hilo de sus colaboraciones con Greta Garbo, que se sitúan entre Flesh and the Devil (El demonio y la carne, 1926) y Conquest / Marie Walewska (María Walewska, 1937). Posteriormente, la obra de Brown se hace más conformista, y menos ambiciosa, a veces rutinariamente eficiente nada más, aunque se mantenga siempre en unos niveles aceptables, y en ocasiones vuelva a sentirse conmovido e inspirado por un personaje o por un tema, como ocurre en la ya citada Song of Love, sobre los músicos románticos Johannes Brahms, Clara Wieck y Robert Schumann, que es, a mi juicio, a pesar de su fecha tardía, la más lograda de todas sus películas, superior incluso a las mudas que conozco, que son las más célebres (aunque no por eso hayan de ser necesariamente las mejores).
El joven Brown del cine mudo era otro, sencillamente. Más arriesgado, más elocuente, con más inventiva, con pasión incluso. Con una pasión y un brío que después se estereotiparon y acartonaron, como si íntimamente hubiese dejado de creer en su fuerza como motores de la vida y, por tanto, del drama, que sin embargo seguía representando y filmando.
Que El demonio y la carne anticipe —a través de Liebelei (Amoríos, 1932)— nada menos que Madame de… (1953) de Max Ophüls lo dice todo, sin que sea preciso insistir más. Era Brown entonces —cuando rodó un melodrama como El demonio y la carne y una alta comedia como A Woman of Affairs (La mujer ligera, 1928)— un hombre todavía joven, pero ya casi un veterano realizador, al tiempo que se revelaba deseoso de emular a su maestro Maurice Tourneur y de probar nuevas experiencias a partir de lo que había aprendido a su lado. Quizá tenía el ímpetu del que siente claramente una vocación artística y quiere, además, abrirse camino, y luego perdió la ilusión y cayó en la rutina profesional, de la que sólo muy de tarde en tarde lograba despertar y, con cierta dificultad, sacudirse; tal vez aspiraba a ser considerado un artista, y se encontró convertido en un artesano a sueldo, pero no creo que sea fácil descubrir lo que ocurrió: no conozco un solo escrito firmado por Clarence Brown ni he leído nunca una entrevista con él; nada sé de sus gustos, su concepción del cine, su manera de ser o su biografía privada, y los contados trabajos que he leído acerca de él son singularmente parcos y discretos, por no decir pobres, en este tipo de información. Ni siquiera hay indicios —porque no era tan famoso y respetado como Chaplin, Eisenstein, Rene Clair, Dovjenko, King Vidor, Dreyer, Vertov, Murnau, Flaherty, Fritz Lang, Sternberg, Stroheim, Borzage, Ford, Wellman, Keaton, M. Tourneur, Lubitsch, Abel Gance, Griffith, Rex Ingram, Fred Niblo, Herbert Brenon, Howard Hawks, Hitchcock, Renoir, Pudovkin, Stiller, Sjöström, Pabst, Harold Lloyd, Dwan, Walsh, Cecil B. DeMille, William C. de Mille, Benjamin Christensen, Henry King, W. S. Van Dyke, Tod Browning, Harry Langdon, John M. Stahl, Marshall Neilan, Paul Leni, etc., sin duda muchos más— de que lamentase públicamente la llegada del sonido y creyese que tal acontecimiento era una catástrofe que suponía la muerte del verdadero arte cinematográfico. Tal vez lo pensase, pero no se manifestó al respecto, o sus declaraciones no tuvieron eco.
Ni Brown era un teórico del «séptimo arte», ni parece probable que aspirase a sentar cátedra en ningún momento de su vida, ni pasó nunca por un «vanguardista», por lo que no hay base para conjeturar que el fin del arte mudo le desmoralizase hasta el punto de empujarle a la rutina y el conformismo —y no conviene exagerar, que tampoco es tan rutinario su trabajo—, ni a seguir su carrera con una prematura actitud resignada tipo «el cine ya no es lo que era», sobre todo teniendo en cuenta que tampoco se le puede considerar como uno de los auténticos pioneros, ni cabe contarle entre los fundadores del lenguaje poético del mudo. Era, más bien, un estilista, menos original que Maurice Tourneur o John H. Collins, y siempre tuvo una orientación comercial muy clara, sin pruritos experimentales.
Todo esto puede hacer pensar que no vale la pena mejorar el conocimiento de su obra, cuando en realidad lo que pretendo con estas líneas es invitar a superar la pereza que, indiscutiblemente, puede producir la parte de su carrera que conocemos mejor. Aunque no estoy dispuesto a lograrlo a costa de crear falsas expectativas que, lógicamente, se verían defraudadas con contraproducente facilidad. Se puede apreciar más o menos —y advierto que no conviene fiarse de ninguna fuente anglosajona para decidir si vale la pena molestarse en verlas— The Rains Came (Vinieron las lluvias, 1939), The Human Comedy (La comedia de la vida, 1943), Anna Christie (Ana Christie, 1930), Inspiration (Inspiración, 1931), To Please a Lady (Indianápolis, 1950), Romance (Romance, 1930), The White Cliffs of Dover (Las rocas blancas de Dover, 1944), Intruder in the Dust, Pasión inmortal, Plymouth Adventure (1952), The Yearling, Fuego de juventud, María Walewska, Anna Karenina (Ana Karenina, 1935), Edison, the Man (Edison, el hombre, 1940), They Met in Bombay (1941), etc., que cito en desorden cronológico y sin valoraciones, pero su obra muda —por la exigua porción de ella que conozco, y sin contar las dirigidas por Maurice Tourneur que en parte co-dirigió, o en las que tuvo a su cargo la segunda unidad, porque claramente no son proyectos suyos— pertenece a otra categoría, está a otro nivel, y merece ser considerada con independencia de su carrera posterior.
The Eagle (El águila negra, 1925), El demonio y la carne y La mujer ligera son tres películas excelentes, suficientemente originales e intensas como para atribuirle a su director un nivel muy superior al que le asigna el conjunto de su filmografía. Para los críticos de la época, su irrupción debió ser casi una revelación, y encerrar todo género de promesas: no sólo tenía, aparentemente, ambición y estilo, sino que era un buen narrador y su talento indicaba suficiente versatilidad como para pasar de una película de acción a un melodrama intenso e intimista y, a continuación, brillar en una comedia que prefigura las de los años 30, o para combinar con éxito el humor y el dramatismo dentro de una película o incluso en el curso de una misma escena, con total naturalidad. Rapidez y fluidez, imágenes fulgurantes, sentido plástico sin caer en el esteticismo, interés por la forma sin olvidar la buena conducción del relato, complejidad de personajes manteniéndoles inteligibles, soltura en la dirección de actores —como atestiguan las películas de Stiller, Pabst, Goulding, etc., Greta Garbo era mejor actriz silenciosa que sonora, al menos hasta que Mamoulian, Cukor y Lubitsch se ocuparon de ella; no, desde luego, con el Brown de los años 30— son algunos de los rasgos que comparten estas tres películas, por lo demás tan diferentes entre sí como los géneros a los que se pueden adscribir. Tienen, sobre todo, un aliento unitario, un paso decidido, que hace que recorran el camino entre su inicio y su final sin una vacilación, sin un bache, a diferencia de la tendencia al estancamiento o a los tropezones que desde muy pronto —Ana Christie es un ejemplo típico— limitan la obra sonora de Clarence Brown. Por eso sería oportuno ver más películas suyas del período silencioso, así como algunas de los años 30, arriesgándose a tener que soportar con paciencia no recompensada alguna equivalente a Edison, el hombre, La comedia de la vida e Indianápolis, probablemente las más aburridas obras de Brown que conozco, tan bienintencionadas y «respetables» como desprovistas de interés, y en general con reputación algo más respetable que las preferibles Plymouth Adventure, They Met in Bombay, Inspiración o Romance.
Lo peor es que no hay referencias fiables: sin proponerme como tal, encuentro prescindibles y más bien mediocres y poco estimulantes Las rocas blancas de Dover, Ana Christie, María Walewska, Fuego de juventud e incluso la exótica Vinieron las lluvias, que rehízo peor Jean Negulesco, como The Rains of Ranchipur (Las lluvias de Ranchipur); en cambio, encuentro verdaderamente interesante —y no goza ahora de buena fama— su versión de Ana Karenina, pese a ser sensiblemente inferior a la muda de Goulding con la misma Greta Garbo. Resulta desconcertante que sus trabajos con esta actriz comprendan tanto algunas de las mejores películas de toda su carrera como algunas de las menos convincentes, pasando por los valores intermedios. Y no consigo entender cómo, casi veinte años después de su mejor momento, ya en el ocaso de su trayectoria profesional, con un reparto extraño —muy buenos actores, sobre todo Katharine Hepburn, pero muy distintos entre sí y escasamente compatibles: quizá eso mismo les ocurría a los personajes históricos que representan—, con una historia difícil y en un género tan altamente peligroso como la biopic, y encima con biografiados de una profesión que los guionistas de Hollywood de los años 40 eran tan proclives a escorar hacia la hagiografía pura y simple, logró hacer una película que encuentro tan certera y emocionante —con independencia a que responda a la realidad o no, que para saber acerca de Schumann y Brahms prefiero leer libros— como Pasión inmortal.
Parece, pues, que no hay escapatoria: el que desee saber si Clarence Brown fue un buen director, o tenga interés en calibrar hasta qué punto, ya puede resignarse, porque no tiene más remedio que armarse de paciencia y buena voluntad e intentar ver todas sus películas, sin fiarse de nadie.
En "Dirigido por" nº 208, diciembre-1992
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