lunes, 30 de octubre de 2023

Professione: Reporter (Michelangelo Antonioni, 1975)

EL REPORTERO

El penúltimo y ya célebre plano de esta película dura siete minutos. Jack Nicholson yace en la cama de un cuarto de hotel; al fondo, una ventana con rejas de hierro forjado nos permite entrever una especie de plazoleta, casi vacía. Un viejo está sentado, apoyado contra un muro. Muy lentamente, la cámara avanza hacia la ventana, dejando a Nicholson fuera de nuestro campo de visión. Nuestra atención —nuestro deseo de ver— se centra en la plazoleta: un «600» de una escuela entra y sale de cuadro, maniobrando torpemente; Maria Schneider —que J.N. había despedido de la habitación que ocupa en el Hotel de la Gloria, poco antes de iniciarse el plano —cruza diagonalmente el encuadre. Se escucha un pasodoble. Un chico, en cuya vestimenta predomina el color rojo, atrae nuestra mirada, pero se limita a tirarle una piedra al viejo que toma el sol ante el muro exterior de la plaza de toros del pueblo. El agredido hace un ademán de protesta, tal vez de amenaza. Llega un coche, del que descienden dos hombres, un blanco y un negro, que conocemos como agentes del gobierno dictatorial de un impreciso país africano. Una joven, vestida de rojo, cruza el encuadre; también un perro, en sentido contrario. M.S. reaparece, el agente blanco habla con ella (que no le conoce); los dos hombres salen del cuadro. La cámara, que no ha dejado de aproximarse a la ventana, muy lentamente, está casi pegada a las rejas. Llega otro coche. Suenan sirenas policiales, mientras M.S. intercambia unas palabras con el viejo. Entonces, espectacularmente, la cámara atraviesa las rejas de la ventana, y sale al exterior del hotel. La policía llega a la plaza; unos niños curiosos. La cámara, siguiendo a M.S., avanza hacia adelante y hacia la izquierda, girando luego hacia la derecha, con ella. Llegan más policías, acompañando a Jenny Runacre y a Ian Hendry. La cámara se mueve lentamente hacia la entrada del Hotel de la Gloria, y luego a lo largo de la fachada —paralelamente a los recién llegados, por dentro— hasta la ventana de la habitación de J.N., para detenerse de nuevo frente a las rejas de hierro forjado (aunque ahora desde fuera), y dejarnos ver, tendido en la cama, a J.N., muerto.

Este complicadísimo plano-secuencia, regulado con ayuda de un giroscopio llama la atención, más allá del tour de force técnico que representa —y que, como tal, tiene un interés muy limitado—, porque supone una ruptura estilística con el resto del film que debe ser perceptible incluso para el espectador menos atento y menos interesado por el cine. Efectivamente, y desde su comienzo, Professione: Reporter o The Passenger (1975) se dedica a mostrarnos, durante más tiempo del necesario para recorrer íntegramente el encuadre con la vista, imágenes singularmente vacías, monótonas y de tonalidades cromáticas más bien neutras —un desierto, un aeropuerto, el paisaje de Almería, una calle de Londres o de Barcelona—, pobladas por actores poco dinámicos y reducidos a la más absoluta INEXPRESIVIDAD —Antonioni parece haber actuado, especialmente con Jack Nicholson, como un secante—, que intercambian frases banales e inconexas, cuando las intercambian. La planificación parece —tal vez intencionadamente— muy descuidada, un tanto arbitrariamente rutinaria, y nos obliga, muy a menudo, a contemplar largamente cosas que no nos interesaba ver. Por ejemplo, en los primeros y morosos veinte minutos del film, Nicholson alza la mirada hacia el techo, sin que nada nos permita atribuir la más mínima importancia a lo que ve; sin embargo, Antonioni hace que la cámara describa una panorámica ascendente, desde el rostro de Nicholson a las aspas, incesantemente giratorias, de un ventilador. Ejemplos de este tipo podrían multiplicarse, prácticamente ad infinitum, a lo largo de toda la película, que parece consagrada a mostrarnos, insistentemente, el vacío, la inacción, el estatismo o, en el mejor de los casos, fragmentos dispersos de una trama previsible desde el momento en que Nicholson deja de ser «David Locke» y se convierte en el difunto «David Robertson», con el que guarda un extraordinario parecido físico y con el que cree intercambiar vidas e identidades cuando, en realidad, lo único que trueca es su muerte.

En cambio, en el largo plano penúltimo, que he tratado de describir con cuanta precisión me ha sido posible (1), el método de Antonioni se invierte, pasando de la mostración exhaustiva a la ocultación deliberada. Nuestra curiosidad despierta, repentinamente, al darnos cuenta de que se nos está ocultando lo que de verdad importa, lo que en esos siete minutos está verdaderamente sucediendo, mientras se nos obliga a contemplar —muy voyerísticamente, si puede decirse, a través de una ventana enrejada que equivale a una mirilla o al ojo de una cerradura— una acción externa que tiene lugar, simultáneamente, en un espacio muy reducido y férreamente delimitado por el campo de visión del objetivo de una cámara milimétricamente guiada por Antonioni, cuyo limitadísimo y arbitrario punto de vista se nos obliga a asumir. Es decir, que se nos ha obligado a seguir a Jack Nicholson, casi sin descanso, mientras no le sucedía nada, y en cambio ahora, cuando presentimos que por fin va a ocurrirle algo tan definitivo como la muerte, se nos fuerza a abandonarle. Naturalmente, si Antonioni puede permitirse esta elipsis visual —dilatando el tiempo ficticio, cinematográfico y subjetivo al identificarlo con el tiempo real, objetivo— es precisamente porque sabemos lo que va a ocurrir. De hecho, no es la primera vez, ni mucho menos, que se nos «escamotea» la visión de un asesinato en la pantalla, sustituyéndola por un largo y aparentemente arbitrario movimiento de cámara: recuérdense, sin ir más lejos, los travellings que ocultan la muerte de Jules Berry en Le Crime de Monsieur Lange (1935) de Renoir o la de Anna Massey en Frenzy (Frenesí, 1972) de Hitchcock, ambos preferibles, a mi modo de ver, al ideado por Antonioni en El reportero, aunque no fuese más que por su muy superior coherencia estilística con el resto de la película, por su mayor funcionalidad y por su relativa sencillez aparente, que contrasta con el inútil y manifiesto carácter de «alarde» que cobra el travelling de Antonioni al atravesar las rejas de la ventana.

Y es que, a mi modesto entender, del resto de Professione: Reporter más vale no hablar. Si el penúltimo plano llama la atención es porque suministra a los fanáticos del autor de L'eclisse un asidero, al que se han agarrado como a un clavo ardiendo, sobre el que colgar como sobre una percha, su acostumbrado comentario apologético. De los varios enfervorizados «cánticos» a la mayor gloria de Antonioni que he tenido ocasión de leer a propósito de El reportero, no he encontrado todavía ninguno que no se limite a glosar —en plan de «comentario de texto»— el novelesco argumento subyacente a la película, relato que es fácil reconstruir, ya que carece de originalidad: aparte de recordar a Borges y El difunto Mathias Pascal de Luigi Pirandello, tiene bastantes concomitancias con algunos films negros o melodramas americanos de los años 40, generalmente apoyados en la amnesia (sin forzar la memoria, podría citar Random Harvest de Mervyn LeRoy y Somenwhere in the Night de Mankiewicz, y estoy convencido de haber visto y leído incontables veces la historia de un hombre que se hace pasar por muerto, adoptando la identidad de un cadáver —a veces su propia víctima—, y que recibe la «sorpresa» de que, lejos de evadirse de su circunstancia personal, cae de la sartén al fuego al verse —voluntariamente o no— inmerso en los problemas de su alter ego; estoy seguro de que esta historia le es familiar a cualquier aficionado a la literatura fantástica o a los relatos policíacos). Tampoco he conseguido leer una sola crítica de El reportero —ni escribirla yo, por supuesto— que no mencione, o sólo de pasada, el célebre plano penúltimo, que tiene el valor, al menos, de ser el único plano digno de tal nombre de toda la película, singularmente rutinaria y desinteresada hasta tal punto en su realización que siento la tentación de calificar, más bien, de desrealización el «trabajo» de Antonioni.

Aunque los títulos de crédito de la versión española (2) atribuyan a Antonioni en solitario tanto el argumento como el guion de la película, debo advertir, a quien pueda interesarle, que, a menos que, decepcionados por el film —lo que no sería de extrañar—, hayan exigido la retirada de sus nombres del genérico, Mark Peploe y Peter Wollen (3) fueron, con Antonioni, los autores del guion, basado en un argumento de Peploe que, aunque poco original, podría haber dado lugar a un interesante film policíaco-metafísico, si Antonioni se hubiese mostrado menos inepto y tuviese alguna idea de lo que es un género —cosa que dudo— y, en consecuencia, sintiese algún respeto o interés por semejante marco. Se me replicará, lo sé, que los géneros están pasados de moda, o son inoperantes, o son reaccionarios —eso sí que no sé por qué—, y que, lógicamente, a un señor tan «serio» e «importante» como Antonioni no podría interesarle hacer un film «de género», ni siquiera narrarlo coherentemente, con continuidad, sino desdramatizándolo y «desconstruyéndolo» al máximo, minándolo desde dentro y frustrando las expectativas convencionales del público. Puede, en efecto, que eso sea muy «progre», pero, aun aceptando semejante tesis, me permitiría llamar la atención sobre un hecho que me hace dudarlo, y que reduce considerablemente la supuesta «originalidad» o «audacia» de Antonioni: que eso es, precisamente, lo que hacen por lo menos diez directores españoles —los que más trabajan, que suelen ser los peores— todos los días del año, y que sólo ellos serían capaces de meter en un film, en una escena situada en Barcelona, a un paleto con boina y chaleco tan grotesco y ridículo como el que encarna Gustavo Re en El reportero, y que parece sacado de La ciudad no es para mí o alguna «españolada» de idéntica categoría. El famoso plano penúltimo, en cambio, me recuerda en exceso ciertas muestras del nouveau roman (4), dando lugar a una curiosa mezcla.

(1) Pido excusas por cualquier inexactitud, pero no me siento capaz de volver a ver la película, y menos aún con el único fin de comprobar la precisión de mi recuerdo y de las notas que tomé durante su proyección. En cualquier caso, muy infiel no debe ser mi descripción, pues coincide, básicamente, con la de Richard Roud en el Sight and Sound del Verano de 1975.

(2) Esta versión es autorizada para «mayores de 14 años acompañados», y dura 120 minutos en lugar de 126, reducción de metraje atribuible a la desaparición casi completa de una escena erótica entre Jack Nicholson y Maria Schneider que mencionan varias críticas extranjeras.

(3) Notable crítico y teórico inglés, autor de Signs and Meanings in the Cinema colaborador de otros libros, además de co-guionista y co-director, con Laura Mulvey, de Penthesilea, Queen of the Amazons (1974).

(4) Especialmente La Jalousie (La celosía) de Alain Robbe-Grillet y Le Maintien de l'ordre (Garantía del orden) de Claude Ollier, publicadas ambas en castellano por la «Biblioteca Breve» de Seix-Barral, y que preceden El reportero en unos quince años.

En "Dirigido por" nº 33, mayo 1976

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