El momento clave del penúltimo film de Arthur Penn, Night Moves (1975), tiene lugar, significativamente, en una sala de proyección: el protagonista, el investigador privado Harry Moseby (Gene Hackman), contempla, más bien escruta –tenso, perplejo, preocupado– dos series de imágenes confusas, inconexas, desordenadas.
Por un lado, los rushes de una película en pleno rodaje; por otro, algunos planos documentales, en 16 mm., filmados por unos estudiantes. En la primera serie de imágenes, que ilustran una típica persecución de coches, con ladrones y policías, no vemos nada sino la acción ficticia reconstruida en el plató; en la segunda, una cámara vacilante pero oportuna registra lo que ha sucedido entre bastidores, fuera de cuadro para la pesada Mitchell que filmaba la película de gangsters: el “accidente” que causó la muerte de Delly (Melanie Griffith). Este momento es crucial en varios sentidos: narrativamente, marca el inicio del tercer movimiento del film, aquel en el que, habitualmente, las ramificaciones de la trama convergen y se resuelve, explicándose mutuamente en un clímax final que nos permite abandonar el cine con la sensación de que la historia ha concluido satisfactoriamente psicológicamente, este instante es para Harry Moseby el de máxima desorientación, pues sólo entonces se percata de que cuanto hasta el momento ha averiguado o “resuelto” no significa nada, sin que todavía haya logrado enterarse de qué demonios está sucediendo a su alrededor; el suelo se hunde bajo sus pies, su brújula vital se vuelve loca, y no tiene más escapatoria que lanzarse ciegamente a la acción –su investigación, y por tanto el film de Penn, comienzan de nuevo a partir de cero, pero con dos cadáveres a sus espaldas–, lo que desencadena una nueva serie de asesinatos; para el espectador, por último, esta escena es la clave de la película –no de la intriga que parece narrar, sino de la película misma–, ya que nos insinúa la forma adecuada de contemplarla: activamente, detectivescamente, sobreponiéndonos a nuestro desconcierto, tomando conciencia de que no es eso que, trabajosa y convencionalmente, tratamos de recomponer –es decir, la intriga policiaca– lo que de verdad importa, sino algo mucho más próximo, más inmediato, más acá de las apariencias y mucho más cercano de nuestra propia experiencia cotidiana.
En efecto, no es la trama –mero pretexto o soporte de la película– lo que debe interesarnos ni lo que, evidentemente, le interesa a Penn, ni tampoco las pesquisas del detective Moseby, sino, precisamente, aquella investigación que Harry se resiste a llevar a cabo –salvo cuando, casual y esporádicamente, se lo imponen las circunstancias– sobre sí mismo (su identidad, su padre, su profesión) y sobre sus relaciones personales, tanto con Paula (Jennifer Warren) como, sobre todo, con su esposa, Ellen (Susan Clark). Es cierto que la intriga criminal no es lo suficientemente clara como para quedarse en el último término, como andamiaje invisible, y que es demasiado oscura –aunque, a base de hacer algunas suposiciones, pueda reconstruirse provisional e hipotéticamente– y aparatosa como para desentenderse de ella tan cómoda e inconscientemente como durante la proyección de The Big Sleep (Hawks, 1944), pero me parece fuera de toda duda que la película no tiene como tema la investigación de Harry acerca de lo que se traen entre manos unos personajes que ni él ni nosotros llegamos a conocer –y que son lo que Hitchcock llama un MacGuffin– sino que tiene por sujeto (activo en el film; pasivo del film) a Harry Moseby y, por extensión, su entorno (Ellen, Paula, Los Ángeles, los Estados Unidos en 1973), Night Moves no es, por tanto, la clásica crónica de una investigación, sino la investigación que lleva a cabo Penn (no Moseby) a través del film, y a la que se nos invita a participar como espectadores.
Como la mayor parte de las películas americanas verdaderamente interesantes de los años setenta –Pat Garrett & Billy the Kid (Sam Peckinpah, 1973), Charley Varrick (Siegel, 1973), Love Among the Ruins (Cukor, 1974), Mandingo (Fleischer, 1975), etc.–, Night Moves es una película decepcionante e imperfecta, pero viva; deliberadamente insatisfactoria, pero apasionante. Esta característica, común a casi todo el cine procedente de Hollywood que puede importarnos realmente todavía, tiene sus antecedentes en algunas de las obras más lúcidas de la década anterior, tanto de los viejos maestros (7 Women, 1965, de Ford; Torn Courtain, 1966, y Topaz, 1969, de Hitchcock; Red Line 7000, 1965, y Eldorado, 1966, de Hawks) como de los jóvenes más escépticos (Jerry Lewis sobre todo), y sus raíces en la pérdida de confianza en el destino y el “papel” de su propio país que ha sacudido a los norteamericanos más sensibles a través de los asesinatos de John y Robert Kennedy (a los que se alude en Night Moves) o Martin Luther King, de la guerra de Vietnam, del asunto Watergate y la dimisión forzada de Richard Nixon, de las investigaciones del Senado acerca de las actividades del F.B.I. y de la C.I.A. El desconcierto que produce Night Moves tiene mucho que ver con el paulatino proceso de pérdida de confianza en sí mismos que han sufrido los americanos, y que ha sacudido los fundamentos ideológicos de su cultura. El cine americano ha pasado a ser asertivo a ser dubitativo, de la solidez a la vacilación, de la satisfacción a la inseguridad, de la épica a la desmitificación, del espíritu constructivo de los pioneros a la desconfianza y al desmoronamiento; no tiene, pues, nada de extraño, que las estructuras narrativas se resquebrajen, ni que las imágenes nítidas y precisas se hayan hecho –con la ayuda del zoom y del teleobjetivo– cada vez más difusas y borrosas, ni que su tradicional empuje narrativo haya dado paso a la dispersión y la fragmentación. El espejo, deformante o no, se ha hecho añicos, y sus reflejos son ahora forzosamente parciales e hirientes; la vitalidad y el entusiasmo han cedido su puesto a la catatonía y la taxidermia o, en el mejor de los casos, a la desesperación y la congoja, a la amargura y la esquizofrenia, cuando no a una paranoia suicida que, en última instancia, puede resultar reconfortante (The Exorcist, Earthquake, The Towering Inferno, The Taking of Pelham 1-2-3, The Laughing Policeman, Jaws, Skyjacked, The Poseidon Adventure, Juggernaut, Airport 75, etc.). Los géneros tradicionales han perdido su centro moral, y su crisis como imagen deseada y aceptada de América (de su historia –el musical–, etc.) ha desencadenado una corriente revisionista (The Wild Bunch, Dirty Little Billy, McCabe & Mrs. Miller, The New Centurions, The Long Goodbye, etc.) y otra, retrospectiva, que –en sus exponentes más serios– busca en el pasado más o menos reciente las causas de los males presentes de América, empezando a dudar que los felices años 50 de Eisenhower fuesen tan felices, o que las esperanzas de la New Frontier de Kennedy tuviesen fundamento (por ejemplo, American Graffiti, las dos partes de The Godfather, incluso The Way We Were o The Last Picture Show). En conjunto, el cine americano se oscurece, se hace más sombrío y la visión de los cineastas se hace cada vez más negra, como en la anterior postguerra; si añadimos a eso la importancia que todo tipo de investigadores está cobrando en los Estados Unidos –desde la comisión Warren o Mark Lane a los “fontaneros” del Watergate, o los periodistas que descubrieron sus actividades delictivas, o las comisiones senatoriales que las comprobaron o que se encargan de fiscalizar las inquisiciones del F.B.I. y la C.I.A.–, no puede extrañarnos el resurgir, siquiera cuantitativo, del cine negro (aparte de los ya citados anteriormente, Klute, The Parallax View, All the President’s Men, Chinatown, The Drowning Pool, Farewell, My Lovely, The Black Bird, The Yakuza, Three Days of the Condor, etc.).
Pues bien, la incomodidad –para el espectador– de “Night Moves” procede de su ambigua inscripción en el género negro; ambigua porque, siendo deliberada y extremadamente consciente (no olvidemos que su guionista es un escocés, Alan Sharp, que anteriormente había escrito The Hired Hand, The Last Run, Ulzana’s Raid y Bill Two Hats,) y a pesar de acogerse a una serie de estructuras y convenciones básicas del género –desde las relaciones enrarecidas del detective y su esposa hasta la escena en que una mujer le encomienda a Moseby la clásica misión de encontrar a una heredera desaparecida; desde la opacidad de la intriga primordial (Los Ángeles) hasta la solitaria independencia del investigador privado; sin que, por lo demás, falten algunas alusiones a Hammett, Chandler o Macdonald ni a sus adaptaciones cinematográficas–, elude y niega, prescindiendo de ella, la materia misma de que están hechas estas películas desde The Maltese Falcon a Chinatown, pasando por The Big Sleep, Dead Reckoning, Somewhere in the Night, Harper o The Long Goodbye, es decir, los atributos del protagonista (cfr. mi artículo a propósito de Chinatown, en Ojo al Cine nº 3-4, pp. 58-63) y, sobre todo, su incesante deambular, preferentemente nocturno –al que parece aludir el título original del film, Movimientos nocturnos, a menos que se refiera a la afición de Moseby al ajedrez, y signifique Jugadas nocturnas–, de un testigo a otro, de un lugar a otro, de una hipótesis a otra, de una sospecha a otra, en pos de la verdad, y presentándonos, de paso, a una serie de personajes marginales o pintorescos, una sucesión de escuálidos u opulentos decorados, unas biografías maltrechas y secretas, un largo recorrido en automóvil o a pie –por sórdidos callejones sin salida– cargado de misterio y de amenazas, de mentiras y de peligro. Porque, en efecto, Harry Moseby no es ya el duro cínico y autosuficiente “ojo privado” de la tradición, “corriente pero extraordinario”, intuitivo y valeroso, inteligente y honorable, íntimamente convencido de la validez del código moral por el que, sin pensarlo siquiera, se rige en todo momento. Harry es corriente, pero no extraordinario; ni siquiera parece cínico, ni tiene demasiado sentido del humor, no es “relativamente pobre”, sino más bien acomodado –sus honorarios han subido, trabaja con continuidad y no desprecia los casos de divorcio; y su mujer se gana un sueldo, en una tienda de antigüedades–; no está en la difusa frontera de la legalidad, sino es un burgués, y su profesión no es para él una misión moral, sino un trabajo como cualquier otro (es un exjugador de football, no es un expolicía ni un exdelincuente juvenil); como detective, no parece muy brillante, ni dotado de excesiva intuición, para colmo, es un hombre “perdido”, indeciso, inseguro, que no tiene un código moral al que agarrarse para sobrevivir sin volverse loco en un mundo en descomposición, en un matrimonio que está desintegrándose; su vida –como la de los restantes personajes, sobre todo Paula, Ellen, Delly, Arlene, Tom, Joey, los principales– carece de rumbo y de objetivo, y su forma de vivir revela incertidumbre, estupor, desilusión y cansancio.
Sin embargo, este precario ejemplar de detective podría haber sustentado, con todo, una trama tradicional, siguiendo las habituales veredas e impidiendo que “la ilusión de ficción” (más pertinente aquí que la “Ilusión de realidad”, ya que nadie entra a ver un film del género esperando presenciar un documental, sino dispuesto a que le narren una historia interesante y misteriosa) se resquebrajase. Prueba de ello es que el Philip Marlowe (Elliot Gould) de The Long Goodbye aun despojado por Altman de muchos de sus míticos atributos y convertido en un estrafalario Rip Van Winkle, nacido con 30 años de retraso, permitía una narración sin fisuras, nada discontinua, que entroncaba con la mejor tradición del género. Es decir, que el film de Altman funcionaba como film negro, mientras que el de Penn funciona, realmente, al margen del género, acercándose en cambio, curiosamente a la estructura –más reflexiva e introspectiva que narrativa y descriptiva– de los contes moraux de Eric Rohmer (y más a L’Amour, l’après-midi, 1972, que al citado Ma nuit chez Maud, 1969), lo que no tiene nada de extraño si se sabe que, al contrario que Moseby, Penn es un admirador de Rohmer. Pero, dejando de lado el subjetivismo objetivo (el protagonista omnipresente, seguido siempre de cerca, pero desde fuera sin imponer su restringida visión) que Night Moves y los “cuentos morales” de Rohmer comparte, así como las relaciones triangulares “de ida y vuelta” de los personajes centrales (Harry-Ellen, Ellen-Marty, Harry-Paula, Ellen-Harry), lo que realmente choca en el último film de Penn, alejándolo del género que ha elegido como marco y convirtiéndolo en una obra de difícil acceso e incómoda salida, es su estructura brutalmente elíptica y por tanto, discontinua, que extirpa sin contemplaciones las digresiones que constituyen el atractivo, la esencia y casi la razón de ser del cine negro pero que, para alcanzar los objetivos que se proponía Penn, resultaban innecesarias e incluso contraproducentes.
Parece –y esta es una hipótesis de trabajo que no me interesa verificar, pues la sensación sería la misma tanto si se confirmase como si fuera desmentida por el propio Penn– como si, en una primera fase, el autor de The Left Handed Gun hubiese rodado una película de 4 (o 6, u 8) horas de duración, narrando absolutamente todo –cada ramificación de la trama, desde su principio a su fin–, con todas las explicaciones y transiciones –es decir, con la continuidad y claridad a que nos tiene acostumbrados el cine americano clásico–, y luego, en el montaje definitivo, con un sentido crítico implacable, y con plena consciencia de sus fines y de los medios precisos para alcanzarlos, hubiese cortado todo lo no estrictamente imprescindible, todo lo imaginable o deducible, todo lo convencional (y, por tanto, conocido o inferible a partir de nuestra experiencia como espectadores de cine negro), todas las transiciones de tiempo y de lugar (los típicos planos que muestran a Harry bajando una escalera, subiéndose a un coche, recorriendo carreteras, llamando a puertas, tratando de vencer el recelo de las personas a las que interroga, buscando pistas, sacando conclusiones, contando cómo llegó a ellas, etc.), todas las escenas expositivas –de presentación de personajes, de relaciones entre ellos o de lugares– o explicativas (es decir, meramente narrativas o esclarecedoras pero temáticamente superfluas o reiterativas).
El resultado final es un film que, a pesar de su apariencia y del género a cuyo manto se acoge, no es narrativo, ni aspira a la perfección de los clásicos, ni a su coherencia. Al final, nada se ha resuelto –ni el “caso”, que simplemente se ha “cerrado” por defunción de todos los implicados; ni las relaciones entre Harry y Ellen, que atraviesan una tregua, pero están pendientes de esclarecimiento; ni el problema de identidad del detective–, la “historia” ha quedado inconclusa (girando sin rumbo sobre sí misma, como el protagonista, herido y solo, a bordo del Point of View); es decir, nada se nos ha contado, nada ha sido narrado. Únicamente se nos ha transmitido una serie de emociones y sensaciones parciales, confusas, contradictorias, que es cuestión nuestra el tratar de recomponer, como si fuese un puzle, para descubrir una imagen del malestar de América. Lo que ha hecho Penn ha sido –cosa nada extraña en un cineasta tan físico, tan sensible y tan poco intelectualizado una vez que se desahogó con Mickey One (1965)– huir del discurso explícito, de las manifestaciones verbales, de la narración alegórica –que bordeó en The Chase (1966) y en algunas escenas de Bonnie and Clyde (1967), Alice’s Restaurant (1969) y Little Big Man (1970)–, e incluso, si cabe, de lo que ahora suele llamarse la “práctica significante” o la “producción de sentido”, dirigiéndose, más que a nuestra inteligencia o a nuestra capacidad de raciocinio, a nuestros sentidos y a nuestros sentimientos, es decir, manteniéndose a un nivel –si se quiere, más primario, más elemental, aunque también más directo, más inmediato, menos interferible– puramente visceral, contando –como Fuller– con el impacto que producen en el espectador los colores, las luces y sombras, los movimientos y gestos, los sonidos y la música o el mero transcurso del tiempo en la pantalla, para comunicarnos, sin que nos demos cuenta, mientras equivocadamente –como Harry– tratamos de enterarnos de qué pasa (cuando sería más urgente averiguar qué nos pasa), su desencantada visión de América, la quiebra del American Way of Life y el desvanecimiento –o su transformación en pesadilla– del American Dream, del largo sueño americano del que ahora, tardíamente, con mala conciencia, algunos americanos empiezan a despertar. Parece evidente que, para ello, era necesario impedir que los espectadores se aferrasen a las convenciones, al misterio, al dinamismo, al ímpetu victorioso, al atractivo, al pintoresquismo, a la mitología del cine negro o que fuesen presa de la fascinación narrativa de un relato “total”, coherente, continuo, absorbente, significativo. Era preciso, por el contrario, reproducir en la mente del espectador la confusión, el desconcierto, las dudas, los temores, las frustraciones, las sospechas, la desorientación de los personajes. Era necesario, incluso, hacer que los cinéfilos reprodujesen la desilusión de Harry Moseby –y, más conscientemente, de Penn– con los Estados Unidos de 1973 (frente a cómo eran, los recuerda o los soñó en otros tiempos), aunque fuese a costa del propio film, es decir, a través de la decepción que Night Moves –o el cine americano de 1975– puede suponer con respecto a las obras maestras del género, aquellas que se hicieron durante la edad de oro del cine americano.
Night Moves no es –ni quiere ser– una obra maestra. Arthur Penn se limita a construir el laberinto, sin señalar una puerta, sin decir siquiera que exista una salida. A menos que Harry Moseby, si sobrevive en el tiovivo marino a sus heridas, y no se desmoraliza por completo ni se vuelve loco, decida unirse a la lucha sin esperanzas –a veces desesperada– de los habituales protagonistas de Penn y se convierta en un outsider, un rebelde, o por lo menos, un drop-out.
En “Ojo al cine” nº 5 (1976)
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