Más que un «ejercicio de estilo», de dirección de actores o de pura «puesta en escena», La escalera de Donen es un ejercicio moral. Y no por sus «enseñanzas» o «conclusiones» —de las que carece—, sino porque Donen ha sabido encontrar y mantener el difícil equilibrio que era indispensable para no ser injusto ni por un lado ni por otro. No estoy imaginando los escalofriantes resultados de una hipotética versión cinematográfica española de la pieza de Charles Dyer; pienso, simplemente, en el riesgo que suponía —y más aún en 1969— hacer una película con unos personajes como Harry (Richard Burton) y Charlie (Rex Harrison), en lo fácil y rentable que hubiera sido deslizarse por la pendiente del mal gusto, de la chabacanería, de la burla despiadada, de la compasión ostentosa, de la sensiblería, del explotador exhibicionismo de los freak show…
Que Harry y Charlie no sean ridículos ni repulsivos, ni —supongo— ofensivos, sin que a nadie pueda serle indiferentes, se debe a la distancia escogida por Donen para contemplarles y mostrárnoslos. Esta distancia responsable era precisa para eludir el punto de vista del voyeur; una excesiva lejanía, sin embargo, hubiera delatado una actitud de «rechazo» (como si Donen no quisiese tocar «ni con pinzas» a semejantes personajes). Descartando las posturas de complicidad, proselitismo, complacencia, escándalo (real o fingido), sensacionalismo o curiosidad morbosa, Donen ha optado por la actitud más simple y difícil, la de mirar con naturalidad, atención y afecto, es decir, inteligentemente, tratando de comprender y hacer comprensibles a sus personajes. Es fundamental tener presente esta asunción por Donen —presumiblemente heterosexual— de los personajes creados por Dyer, porque es lo que explica su decidida voluntad de ver, y dejar ver, sin engañarse, sin cerrar los ojos a nada (ni a las miserias ni a las cualidades de los personajes), sin establecer entre su mirada y la de los espectadores ningún guiño de superioridad, sin interponer entre la pareja protagonista del film y la cámara la barrera infranqueable de la diferencia, sin sugerir siquiera la palabra anormalidad. Consciente de la vocación concreta del cine, y al mismo tiempo de sus propiedades de resonancia y sugerencia, Donen se ha negado a hacer un film abstracto, «en términos generales», sobre el «tema» o el «problema» de la homosexualidad, y ha preferido contarnos la historia —no el caso— de dos hombres ya maduros (en el umbral de la vejez, en plena decadencia física) que viven juntos y que, por lo demás, son homosexuales. La escalera no es la historia de dos homosexuales, sino la de dos seres humanos entre cuyas características y circunstancias está una determinada condición sexual. Donen no critica, ridiculiza, censura, explica o justifica la conducta sexual de sus personajes: es un dato más, al mismo nivel que su edad, el barrio donde viven, el oficio que desempeñan o la casa —su hogar, a fin de cuentas— que comparten. Ni siquiera las madres que uno y otro —cada cual a su manera— padecen se nos ofrecen como pistas para una posible interpretación psicoanalítica, sino como un factor más —quizá el más desagradable y terrible— de los que integran su vida cotidiana.
Es cierto que nunca una madre —dos, para ser más exactos— se presentó en el cine tan irreverentemente —sobre todo, porque está mostrada sin odio, ni por parte del director ni por parte del personaje, que es un «buen hijo»—, y que nunca una película ha dado una imagen tan horrorosamente veraz de las calamidades de la vejez, pero no nos equivoquemos: La escalera tampoco es una de esas obras que —como las de Ken Russel o Schlesinger— tratan de justificarse en nombre de una pretendida audacia. Nada tan lejos de La escalera como el grand guignol pirotécnico del primero o el patetismo prefabricado del segundo, directores que siempre me recuerdan al vidrioso «jefe de pista» que interpretaba Peter Ustinov en Lola Montes. Staircase no exhibe ninguna escena «fuerte» de erotismo homosexual; de hecho, las relaciones físicas de Harry y Charlie pertenecen al pasado, y se han visto reemplazadas, con la ayuda de la edad y la costumbre, por una convivencia —ni del todo armónica ni enteramente infeliz, más bien rutinaria y fatigada— equivalente a la que se da en muchos matrimonios heterosexuales que, ya maduros y sin ilusiones ni entusiasmo, se limitan a soportarse, mejor o peor, y a hacerse mutuamente una resignada compañía que, en cualquier caso, prefieren a la soledad. Es más, en La escalera llega a vislumbrarse, precariamente, algo que podría denominarse amor homosexual, pues entre Harry y Charlie existe, junto al rencor y el hastío, un cierto afecto, una cierta solidaridad. No creo que la postura de Donen hubiese variado un ápice si Rex Harrison o Richard Burton se hubiesen visto sustituidos por Simone Signoret o Shelley Winters, y La escalera fuese, simplemente, la crónica de la vida de un matrimonio modesto y mediocre; tampoco hubiese cambiado sustancialmente la historia, porque La escalera dista mucho de ser un «film sobre la homosexualidad» —para empezar, porque no se propone disertar sobre un tema tan amplio, porque no está concebido en términos sensacionalistas—, al igual que no tiene nada de «comedia». Y digo esto último, que me parece evidente, porque han sido varios los críticos que, sorprendentemente, han pretendido ponerle esta etiqueta genérica, sin duda para completar el brillante sofismo de que «un tema tan serio como el de la homosexualidad no puede tratarse en clave de comedia». Aun suponiendo que tal axioma fuera válido —y equivale al utilizado en los años 40 para censurar a Chaplin y Lubitsch el tono de The Great Dictator y To Be or Not to Be—, resulta que, se mire como se mire, La escalera no es una comedia, ni siquiera una «comedia dramática» como Dos en la carretera, Página en blanco o Bésalas por mí, sino, inequívocamente, un drama. Un drama que lo es objetivamente, sin pregonarlo, sin cargar las tintas, sin melodramatizar una existencia ya de por sí bastante sórdida, triste, sombría y desesperada. Lo que ocurre es que no es un drama sobre la homosexualidad, sino sobre un par de cuestiones de interés más general, más universales, que afectan igualmente a los heterosexuales: el envejecimiento y el temor a la soledad, cuestiones que Donen plantea con una insólita franqueza, con una falta de paliativos idealizadores y con una lucidez desesperanzada que hacen que La escalera sea una de las películas más escalofriantes, deprimentes y acongojantes de los últimos años.
Ahora que está tan de moda Rainer Werner Fassbinder y que se ha estrenado en España Die bitteren Tränen der Petra von Kant (1972), pienso que hubiera sido interesante programarla con Staircase, ya que abordan prácticamente el mismo tema a través de una dramaturgia enormemente estilizada y espacio-temporalmente muy semejante (casi teatralmente «cerrada»). Por lo pronto, creo que tal confrontación serviría para arrojar luz sobre el film de Donen, poniendo de manifiesto hasta qué punto La escalera se niega a embellecer (o a «afear», que puede ser otra forma de hacer digeribles o aceptables las cosas verdaderamente desagradables), a ocultar, a omitir o a simplificar la realidad. Creo que es eso precisamente lo que perturba, molesta, desasosiega o incomoda de La escalera: no su supuesto tema —el que sugiere la publicidad, incluso su acertado «slogan» originario a sad gay story—, ni la forma —pretendidamente «poco seria», «particularizadora»— de tratarlo, sino el estilo mismo de la película, su precisión implacable, su austeridad, la constante atención que presta a sus personajes y exige que presten sus espectadores, la decisión con que nos introduce en un claustrofóbico «callejón sin salida» existencial, en un auténtico huis clos físico, respirable (o más bien asfixiante), palpable. La clave de La escalera es que es uno de los raros films que no producen placer de ningún tipo, que no ofrecen ninguna compensación, que no dan tregua ni reposo al espectador, que han osado suprimir todo asidero —estético, cómico, dramático, intelectual—, que no hacen concesiones de ningún género, ni a los personajes —que no son ingeniosos, ni brillantes, ni grandes artistas, ni mártires de causa alguna, ni rebeldes, sino tipos mediocres, vulgares, oprimidos, acomplejados— ni al público. Es una película que, para ser soportable, requiere el esfuerzo de buscar y mantener esa justa distancia, tan ajena a la identificación como al desprecio, que siempre trata de alcanzar de Donen, y que aquí era más difícil conseguir que en Bésalas por mí, Página en blanco o Dos en la carretera.
En el fondo, lo que Donen ha logrado en La escalera es lo que el sentimentalismo naturalista de Zavattini y la cochambrosa vulgaridad de De Sica no consiguieron en Umberto D.: contemplar incesantemente a un personaje mientras vive (es decir, mientras muere; como decía Cocteau, filmer la mort au travail). Con el agravante de que, cuando vivir resulta tan duro como para Harry y Charlie —¿fue también Cocteau quien habló de la difficulté d’être—, hace falta tener mucho valor y mucha fuerza moral para atreverse a ver, sin parpadear, sin mirar de reojo, sin mendigar la adhesión del espectador mediante golpes de efecto. La escalera consiste en mirar con los ojos bien abiertos y en obligar al público a mantenerlos igualmente abiertos, sobre todo cuando querría cerrarlos. Y Donen sabía que, para ello, para que La escalera tuviese sentido, debía renunciar a la tragedia, y aceptar, sencillamente, el drama.
En "Dirigido por" nº 40; enero-1977
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