La muy irregular carrera de este ya bastante maduro telecineasta que es Jaime de Armiñán parece de esas, algo incómodas, que se obstinan en impedir que lleguemos a desentendernos definitivamente de su curso. Quiero decir que en varias ocasiones he estado tentado de tachar a de Armiñán de esta hipotética lista que todos los que nos interesamos todavía por el cine llevamos en la cabeza y prescindir de él para siempre, como yo confieso haberlo hecho con Summers (de quien descanso desde 1969 o así), Angelino Fons y otros muchos lanzamientos del «Nuevo Cine Español». Nunca me gustaron sus series televisivas, y tras La Lola dicen que no «vive» sola y Carola de día, Carola de noche —o como se llamasen— me creí exento de prestarle atención ulterior, hasta que recibí —con desacostumbrada insistencia, y procedentes de personas de las que, al menos por entonces, me solía fiar— buenos informes acerca de Mi querida señorita (1971). Lleno de escepticismo y hasta de incredulidad, y casi como cordero camino del matadero, me decidí a ver aquella película, y mi sorpresa fue mayúscula y muy positiva. Luego me invadió la sospecha de si no sería Borau —productor y co-guionista del film— el responsable de las cualidades de la Señorita, pues ni El amor del capitán Brando (1974) —con no ser del todo aborrecible— ni otros de los que no quiero recordar ni el título parecían obra de la misma persona. Pero he aquí que, no sé bien por qué, tal vez porque se ha estrenado casi de tapadillo en medio del estruendo o las aclamaciones delirantes suscitadas por otras películas españolas recientes y que no siempre merecían aplausos, he ido a ver, sin esperar nada ni saber de qué iba, su última película, Nunca es tarde (1977). El título, equívoco, parecía prometer alguna reflexión político-existencial, tal vez una réplica animosa a lamentaciones como Asignatura pendiente, los actores —José Luis Gómez y la estupenda Ángela Molina— resultaban una relativa garantía.
Y resulta que Nunca es tarde no hace referencia a los años de la dictadura, y que Gómez está mejor que nunca y Ángela Molina —aunque doblada y en un papel secundario— está tan bien como suele, y que una desconocida viejecita hitchcockiana —pienso en Alarma en el expreso— llamada Madeleine Cristie está muy bien, y que la historia —rarísima, divertida e intrigante— del propio Armiñán y de Juan Carlos Eguillor que el primero, con encomiable modestia, se consagra a narrar cuidadosamente está muy bien, y que Nunca es tarde, sin levantar polvareda alguna, supera en casi todo a buena parte de las películas españolas —In memoriam, Dios «bendiga» cada rincón de esta casa, Mi hija Hildegart, etcétera— que se han estrenado en los últimos tiempos llamando la atención.
Nunca es tarde comienza con una óptica a mitad de camino entre Hitchcock —hay ecos de La ventana indiscreta y hasta de Psicosis— y Mi querida señorita. Por primera vez desde entonces, la planificación de Armiñán, si no particularmente expresiva, resulta al menos precisa, y logra suscitar cierto misterio: una mano escribe a máquina un panfleto contra la Costa Nuclear en el País Vasco; esta mano pertenece a una anciana de 73 años, Úrsula, que momentos después espía desde su ventana la llegada del vecino de abajo, Antonio Zabala, y luego, desde el descansillo, observa cómo entra en su piso; sabiendo que la mujer de Antonio, Teresa, no ha llegado aún, y con el pretexto de pedirle una tacita de aceite, doña Úrsula baja a casa del vecino, y aprovecha la visita para robar de un álbum la foto de boda de la joven pareja; ya en su casa, la viejecita sustituye la cabeza de Teresa por la suya en la foto, y parte en dos —de un despechado tijeretazo— la de su ignorante rival. Poco más tarde, ya de noche, doña Úrsula contempla, por la ventana y a través del patio interior, el matrimonio de abajo, que hace el amor. Este comienzo, sorprendente y ominoso, plantea ya el conflicto básico de la película. De este punto de partida, sin embargo, podría llegarse a buen número de conclusiones, y a través de muy variados caminos. El elegido por Armiñán ha sido el más sorprendente, y también, en el fondo, el más cercano a Mi querida señorita. Porque Nunca es tarde no es la historia de una «vieja dama indigna», ni un relato criminal, sino que va convirtiéndose en algo cada vez más absurdo, a la vez cómico e inquietante, sin caer ni en la farsa ni en el melodrama. Lo que quiere decir que se trata de un film de equilibrista, y por lo tanto arriesgado.
Pese a ciertas escenas de confesionario, un poco fáciles aunque graciosas, que pecan de explicativas, Nunca es tarde conserva, incluso una vez terminada, cierto misterio, como lo conservan, a su manera, algunos films de Bergman, Elisa, vida mía, Furtivos, A un dios desconocido, El espíritu de la Colmena, o Mi querida señorita. Sin ser un film, en ningún sentido, «fantástico», bordea lo imposible. En lugar de exigir —o pedir— que depongamos nuestra incredulidad, juega con ella. Este punto es básico, y constituye un procedimiento bastante original de mantener la atención del espectador, de defraudar sus expectativas y de lograr su identificación con los personajes; que yo recuerde, solo Hitchcock (en raras ocasiones) y Preminger (en El rapto de Bunny Lake) habían renunciado tan hábilmente a intentar que nos creyésemos algo, para aprovecharse de nuestro escepticismo.
Tras una serie de innecesarias falsas pistas —Úrsula dice al confesor que tiene «poderes» desde niña, y atraviesa con un alfiler la foto de Teresa recortada antes—, la anciana cita a Antonio en el Monte Igueldo y le dice que espera un hijo de él, noticia que el joven recibe con tanta incredulidad como el confesor. Automáticamente, piensa que Úrsula, solterona virgen e ignorante de todo lo referente al sexo, está loca: pero siente por ella cierta compasión. La situación se hace más absurda, trágica y grotesca cuando Úrsula le aclara que concibió al niño mirando cómo Antonio y Teresa hacían el amor, e insiste en que no se trata de una broma ni de una apuesta. Molesto y exasperado —sentimientos que Gómez traduce a la perfección—, Antonio trata de lograr, sin éxito, que Úrsula olvide el asunto, o al menos le deje en paz. Mientras tanto, Teresa le acusa de haber tirado la foto nupcial, sospecha que tiene una amante, y no le deja explicar la inverosímil verdad, negándose a creer lo poco que Antonio consigue decirle. El absurdo barullo que todo el asunto representa para Antonio, que vive una pesadilla despierto, va complicándose progresivamente, como expresa admirablemente la secuencia en que descubre a Úrsula con un cochecito recién comprado, porque no logra evitar sentir pena por la anciana. Para colmo, un médico amigo de Antonio confirma, con asombro, el embarazo de Úrsula. Tras una disputa con Teresa, Antonio acompaña a Úrsula a un caserío, donde se instalan a esperar la llegada del niño.
Esta parte es la más endeble de la película; parece como si Armiñán y Eguillor, llegados a este punto, no hubieran sabido cómo acabar, y hubiesen optado por una solución que, aunque no desprovista de cierto encanto y misterio, es tal vez la más fácil. Teresa se entera por fin de quién es la supuesta amante de su marido, y acude al caserío. Allí se forma un extraño hogar triangular, no analizado a fondo, en el que se dan cita celos, ambigüedades y cambios de actitud no muy explicables y que nadie se ocupa de esclarecer. En ausencia de Antonio, Teresa ayuda a Úrsula a dar a luz a una niña —que no vemos—, y la anciana muere. Cuando llega Antonio, encuentra a su mujer llorando, y el film acaba con una imagen «bergmaniana» de Teresa —que, al contrario de Antonio, no deseaba tener hijos— meciendo una cuna, mientras la luz aumenta hasta «fundir en blanco» y dar paso a la palabra «fin».
Es lástima que una película que, durante buena parte de su metraje, logra hacer compatibles el rigor narrativo, la precisión, el absurdo y lo inverosímil, acabe desdibujándose, aunque esa borrosidad preserve, un tanto precariamente, el misterio, y sirva para poner punto final, siquiera onírico, a la historia, que de otro modo tendría que volver a empezar o se deslizaría por la pendiente de lo sensiblero. En cualquier caso, y pese a sus defectos, Nunca es tarde me parece una película bastante original e interesante, la mejor de Armiñán después de Mi querida señorita.
En "Dirigido por" nº 48; noviembre-1977
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