Convertido en el actor más taquillero de América, Clint Eastwood inició en 1972, con Escalofrío en la noche (Play Misty for Me), una curiosa e irregular carrera como director. Tras Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1973), Primavera en otoño (Breezy, 1974) y la descorazonadora nulidad de Licencia para matar (The Eiger Sanction, 1975), llega ahora su última película, El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), llena de defectos y torpezas, pero más interesante de lo que pudiera parecer.
Pese a haber protagonizado cuatro de las cinco que ha dirigido —posiblemente por imperativos comerciales: véanse las dificultades de financiación encontradas por Paul Newman, Jack Nicholson, Warren Oates y otros actores deseosos de pasar al otro lado de la cámara—, Eastwood carece del narcicismo que suele distinguir las películas de sus colegas convertidos en realizadores. Tampoco es su dirección de actores el punto fuerte de sus films, seguramente por no ser él un actor demasiado eficiente. Sí, llama la atención, en cambio, su interés por los géneros más clásicos del cine americano: dos westerns (Infierno de cobardes y El fuera de la ley), un thriller (Escalofrío en la noche), un melodrama (Primavera en otoño) y una película de espías (Licencia para matar), y la relativa originalidad de sus planteamientos argumentales. Como casi siempre ocurre con los actores, han aprendido a hacer cine de los directores con que han trabajado más a menudo; en el caso de Eastwood, es muy clara la influencia de un mal maestro, Sergio Leone (Por un puñado de dólares, 1964; La muerte tenía un precio, 1965; El bueno, el feo y el malo, 1966), y un buen maestro, Don Siegel (La jungla humana, 1968; Dos mulas y una mujer, 1969; El seductor, 1970; Harry, el sucio, 1971).
Del primero proceden, sin duda, aspectos tan irritantes y sucios como los escupitajos de saliva con tabaco que Eastwood lanza constantemente, en especial a los cadáveres que deja a su paso, cuya profesión es también digna de Leone. Ciertos excesos de violencia barroca y amanerada, una desmedida proclividad al contraluz, el recurso ocasional e inoportuno a los grandes angulares y a los flous, el insensato subjetivismo de la planificación de algunas escenas, y su montaje efectista y confuso son rasgos que tienen, evidentemente, el mismo origen bastardo. Junto a ello, entremezclado esquizofrénicamente, hay secuencias meticulosamente compuestas, dirigidas con rigor y eficacia, con cierta sensibilidad y un indudable sentido del encuadre y del paisaje, que recuerdan, diluidas, ciertas virtudes de Siegel. Esto sucede en El fuera de la ley de forma muy acusada, pero también se da, en mayor o menor medida, en las restantes películas dirigidas por Eastwood.
Si dejamos que nos venza la impaciencia, encontraremos despreciables estos films heterogéneos e híbridos. Aunque sigo pensando que a los diez minutos de empezar una película se puede ya calibrar lo que va a dar de sí, con tan escaso margen de error como para optar ya por la deserción, confieso que a veces compensa armarse de valor y resignación y decidirse a dejar que el paso del tiempo y el desenvolvimiento de la trama puedan llegar a procurarnos alguna satisfacción. Esta sufrida actitud resulta especialmente recomendable cuando el film no parece convencionalmente malo, sino anómalo, aberrante e incluso monstruosamente malo, ya que entonces nos movemos en un terreno particularmente movedizo e imprevisible, abierto a todos los horrores y a todas las sorpresas. Es más fácil que llegue a enderezarse o a tomar derroteros apasionantes una historia de curso errático y vacilante que un simplemente vulgar.
El pregenérico de El fuera de la ley, de insigne torpeza y molesta oscuridad, no puede ser más desmoralizador: así comienzan, más o menos, todas las películas sobre Jessie James o los merodeadores de Quantrill que se han hecho, además de Nevada Smith; un hecho semejante constituye el antecedente causal de casi todos los westerns de venganza (por ello Boetticher nunca los mostraba). Sin embargo, tenía curiosidad por el guion de la película, escrito por Philip Kaufman, director de un rarísimo western de claras raíces fullerianas (I shot Jesse James, Forty Guns) llamado Sin ley ni esperanza (The Great Northfield Minnesota Raid, 1972), y de un film de aventuras londonianas que querría ver, The White Dawn (1974). Así que no abandoné el cine, y el tiempo fue pasando, pasando y acumulándose durante 2 horas 20 minutos —duración desacostumbrada y sorprendente—, mientras la historia tomaba nuevos y cada vez más interesantes giros y las buenas secuencias empezaban a contrarrestar el mal efecto producido por el comienzo y por las realizadas con idéntico fumismo. Los personajes empezaron a cobrar vida —vida ficticia—, claro está; empezaron a convertirse en personajes de la sorprendente fabulación que iba logrando urdir el film—, y esa extraña densidad que echo tanto en falta en el cine de los últimos años, y que se encuentra, de vez en cuando, donde menos se espera: por ejemplo, en la excelente e insólita Hermanos de sangre (I guappi, 1973) de Pasquale Squitieri, o en Yakuza (The Yakuza, 1974) de Sydney Pollack.
En The Outlaw Josey Wales hay cosas que recuerdan Centauros del desierto (The Searchers, 1956), de Ford, La verdadera historia de Jesse James (The True Story of Jesse James, 1957) de Ray, Los rebeldes de Kansas (The Jayhawkers, 1959) de Melvin Frank, Río Conchos (1964) de Gordon Douglas, algunos Peckinpah (Mayor Dundee, Grupo salvaje, Pat Garrett y Billy the Kid), El seductor de Siegel y los westerns de Fuller: Balas vengadoras (I shot Jesse James, 1949), Forty Guns (1957) y, sobre todo, Yuma (Run of the Arrow, 1957); también, por desgracia, algunos siniestros detalles evocan los spaguetti-westerns de Leone. Sin embargo, estas películas a las que he hecho referencia no constituyen sino las líneas fronterizas de un amplio territorio de ficción en el que The Outlaw Josey Wales se inscribe voluntaria y creo que muy conscientemente, y no deben llevar a la apresurada conclusión de que nos encontramos ante un film imitativo; todo lo contrario, se trata de una película que no naufraga definitivamente, pese a sus múltiples errores, gracias a la originalidad de su trama y, en ocasiones, de su puesta en escena.
Como O'Meara (Rod Steiger) en la obra maestra de Fuller, el proscrito Josey Wales (Eastwood) se niega a aceptar la derrota del general Lee y los Estados Confederados. Cuando la cuadrilla de guerrilleros, de Fletcher (John Vernon) entrega las armas y jura lealtad a la Unión antes de ser asesinada a traición por los «botas rojas» nordistas, Wales es el único que no se rinde; con su jefe —vendido al enemigo— y un joven malherido (Sam Bottoms), será el único superviviente de la unidad. Hosco, antipático y lacónico, embarcado en una venganza obsesiva y suicida, Wales aspira a la autonomía taciturna del solitario, pero, en su reticente huida hacia México —piensa escapar, pero no sin dar muerte al traidor Fletcher y al hombre que destruyó su granja y su familia, el nordista Terrill (Bill McKinney), que ahora le persiguen—, no logrará desprenderse de otros proscritos, perdedores invictos, parias de diversa condición y desarraigados de varias razas y creencias, que se acogen a su protección y se niegan a abandonarle. Si Wales se enfrenta con los «botas rojas», el ejército unionista, los indios, los cazadores de recompensas (entre los que encontramos a un viejo conocido, John Davis Chandler); los comancheros, y los Texas Rangers, se verá obligado a ayudar y dar escolta a un viejo cherokee renegado, Lone Watie (el excelente Chief Dan George), una india secuestrada por otra tribu y maltratada por un traficante, un perro sarnoso, una vieja puritana de Kansas y su nieta, ligeramente anormal (Sondra Locke); los escasos y ociosos moradores de un pueblo fantasma (entre ellos, el viejo y memorable Royal Dano, tan patético como siempre, y Charles Tyner), que llegan a hacer que Wales olvide su afán de venganza y se decida a sentar raíces, con ellos, en una extraña comunidad —antes comitiva absurdamente errante, y cada vez más nutrida— de desheredados de la fortuna, chiflados, traidores e insumisos blancos e indios, que logran establecer una precaria pero idílica hermandad, en paz con sus vecinos comanches, una vez que Terrill muere y Fletcher, ahora con los Texas Rangers, finge creer a medias que Wales ha muerto y decide seguir buscándole, en todo caso, al norte de Texas.
En "Dirigido por" nº 42, marzo-1977
No hay comentarios:
Publicar un comentario