lunes, 9 de octubre de 2023

Las dudas razonables de Víctor Erice

LA VIRTUD DE DUDAR

Tiende a elogiarse, en cualquier artista, la seguridad. Sucede en todos los terrenos, pero sobre todo en el cine, quizá por ser una de las actividades (potencialmente) creativas más costosas: parece de especial importancia esa sensación de confianza en sí mismo que permite al director “imponerse al espectador” y darle la impresión de que no vacila, por un lado, y de que las cosas son tal como las presenta, por otro.

Como hacer una película requiere, además, la asistencia o colaboración de un numeroso equipo técnico y artístico, de acuerdo con una compartimentada división del trabajo, suele exigirse tácitamente del director que al menos simule la seguridad que ha de transmitir a los que tiene a sus órdenes. No es extraño, por ello, que Fuller y Godard, cada cual a su modo, hayan comparado el rodaje de una película –usualmente incruento– con una batalla o una operación de comandos.

Esta “seguridad” o, al menos, fingida ausencia de dudas se le demanda incluso a un cineasta debutante –la figura más alejada de lo que se considera adecuado para un director de cine es, sin duda, la de Hamlet–, y tiene dos consecuencias inmediatas: por un lado, acentúa la soledad, el aislamiento, hasta el solipsismo en que puede caer el autor; por otro, le incita a “cubrirse”, a apoyarse en las convenciones, a replegarse en lo con sabido, a buscar modelos, a no salir se de los caminos trillados, a no correr riesgos, a no explorar ni partir en busca de algo nuevo o inusitado. Indirectamente, tales reflejos conducen a recurrir al propio cine como referencia, y a eludir la confrontación directa con la realidad o interrogarse, como sería lógico, acerca de la naturaleza y función del cine.

A fuerza de no dudar, la mayoría de los directores ya no se hacen preguntas o han dejado de pensar, si es que al principio de su carrera lo hacían. Hoy ya nadie se pregunta, como André Bazin, “¿Qué es el cine?”, sino “¿Tendrá éxito?” o “¿Dará dinero?”; o, a lo sumo, en el mejor de los casos, “¿Se entenderá?”, “¿Resultará interesante?”, “¿Será creíble?”.

De ahí, antes incluso de los tres grandes logros que suponen –a mi entender– sus películas, el carácter lamentablemente excepcional no sólo del cine que hace Víctor Erice, sino hasta de la forma de hacer cine que representa. Un caso casi único, desde luego, en el cine español; incluso, y cada vez más, en el mundial. Cada vez quedan menos cineastas que se interrogan, que exploran los límites del cine, que tratan de hacer lo que los demás ni se plantean.

Y encuentro deplorable, entiéndase bien, no el hecho inevitable de que Erice sea así, sino que sean tan escasos los que le acompañan en una actitud que, a mi modo de ver, debiera ser la normal o, por lo menos, la esperable en un 50 % de los directores y, desde luego, en la gran mayoría de los nuevos y de los que, como él, sólo consiguen rodar muy de tarde en tarde. Porque Erice, se note o no a primera vista, sí se hace preguntas.

No “filma como respira”, según la quimérica frase hecha que sólo es aplicable –y con reservas– a un veterano con medios suficientes y sin demasiadas pretensiones, sino que piensa primero y rueda después, y todo ello como continuación, en otro terreno, con otros medios, de un trabajo de reflexión iniciado no ya durante la escritura del guión, sino en la propia concepción y gestación de la película, antes de redactar una línea.

LA PRIMERA VEZ

Curiosamente, la década que, más o menos, separa entre sí las tres películas largas que ha realizado Erice hasta la fecha convierte cada una de ellas en algo muy parecido a una “primera obra”; esta cadencia, además, hace de Víctor Erice un eterno “principiante”, una especie de “amateur” perpetuo: lejos de ir adquiriendo “oficio”, parece como si todo lo siguiera haciendo por primera vez –un travelling, un primer plano, una panorámica, un a elipsis–, y además como si cada vez las dudas se le planteasen con mayor agudeza, y cada decisión le exigiese más reflexión, más razones.

Dijo Samuel Johnson, aunque suele atribuirse a otros, que el patriotismo era el último refugio de un canalla; parafraseándole, puede sospecharse, a veces, que el “profesionalismo” es la excusa definitiva de un incompetente y el escudo de los funcionarios de las actividades artísticas o, para decirlo de una manera un poco más actualizada, de las denominadas “industrias culturales”.

Pero si no hay en el cine de Erice improvisación –si acaso, aceptación de algún accidente o imprevisto de rodaje, que asimila y desarrolla–, tampoco hay automatismo alguno. Nada lo hace sin razones, sin motivos suficientes. De todo podría darnos cuenta; incluso si no estamos de acuerdo o concluimos que su opción no es la más acertada, lo que no hay son caprichos ni rutinas. Y son, además, razones personales, de las que se siente responsable, y a las que cada vez le cuesta más trabajo llegar.

La consecuencia primera es que las películas de Víctor Erice, nada convencionales, muy alejadas de las normas y las modas, tan ajenas al cine español como al extranjero y tan distantes de los modelos clásicos como de lo que se lleva cada temporada, son siempre explicables. Quizá por eso, pese a salirse de lo ordinario, suelen ser perfectamente comprensibles hasta para aquellos que no consiguen establecer contacto con ellas, que no consiguen emocionarse con ellas, que encuentran demasiado “lento” su ritmo o que no comparten su concepto de lo interesante y piensan que no vale la pena prestar atención a lo que despierta la curiosidad o la pasión de Erice.

CUESTIÓN DE FORMA

Lo que suscita la interrogación de Erice es, evidentemente, la forma. Lo que narra suele tener el crédito, si no de lo real y efectivamente acaecido, sí al menos el que se le tiende a otorgar a lo verosímil; y todo lo que cuentan sus películas pudo suceder. Lo original no es, pues, la historia, el argumento, la anécdota, ni siquiera los personajes –aunque sí su tratamiento–, sino la manera de narrar y mostrar, la mirada, el encuadre; en resumen, la forma de interpelar (y siento seguir sin encontrar una palabra que me parezca más adecuada o que sea menos inusual) tanto la realidad –existente o recreada, recordada o inventada– que tiene ante la cámara como al espectador, desconocido pero individual, no mero integrante de una masa amorfa, supuestamente homogénea y pasiva, y desde luego anónima.

En una época en la que los aspectos “formales” no parecen interesar a nadie, y el grueso del cine se debate entre la vulgaridad, la inexpresividad, el efectismo y el esteticismo, la mezcla de racionalidad, la intuición y tacto de Víctor Erice puede parecer una rareza o un exotismo. Cuando se han hecho infrecuentes la discreción y el pudor, y se confunde el estilo con unas cuantas arbitrariedades llamativas y efectistas, que se repiten de una película a otra a guisa de “firma” distintiva, son precisamente aquellos rasgos no apreciados ni fácilmente detectables e identificables los que caracterizan el cine de Erice, distinguiéndolo con una actitud de responsabilidad moral y artística frente a lo que analiza y enseña –sean personas, paisajes, sonidos u objetos–, frente al medio de captación y expresión del que se sirve –el cine, en toda su impura e híbrida complejidad– y también, por último, frente a los eventuales pero esperados espectadores. Se diría que Erice se cuenta entre los pocos que todavía comparten el viejo lema godardiano “Un travelling es también una cuestión moral”.

Cuando Erice elige un emplazamiento de cámara, se nota que ni ha sido el primero que se le ha ocurrido ni es producto del azar o la casualidad, ni siquiera de la inspiración: que no es uno cualquiera que bien pudiera haber sido otro. Cuando mantiene inmóvil la cámara, se intuye que no es por pereza o por no complicarse la vida –de hecho, siempre se la complica–, ni por ganar tiempo, ni porque le dé lo mismo el tamaño del plano y crea incautamente que su duración no tiene con secuencias ni requiere razones.

TRABAJO SUMERGIDO

Todo lo que ha rodado Erice está completado por su obra invisible e interior, por una reflexión constante acerca del cine y de lo filmable que ejercita cuando ve otras películas, cuando habla, cuando camina, cuando mira. Ha dirigido, hasta ahora, sólo tres magníficos largometrajes, más algunos cortos que no encuentro interesantes. Ha escrito unos cuantos guiones que no ha conseguido filmar; pero ha imaginado muchas otras películas que probablemente no realizará –y es una tragedia, para mí, como espectador, que no haga algunos de los proyectos sobre los que tengo alguna información y que a última hora fallaran otros, lo mismo que es lamentable que no se decidiese a dirigir él mismo una adaptación de Jorge Luis Borges que, entre otras cosas, habría probado su capacidad narrativa, por si alguien la pone en duda–, y que se perderán, pero que también, hasta cierto punto, constituyen una experiencia que sin duda aprovechará, cuando llegue, su próxima película.

Un director más pendiente de “hacer carrera”, más interesado por su estatuto profesional, más avaro de su tiempo y menos reacio a derrochar su energía sin conseguir nada a cambio habría aceptado algunos encargos, incluso ciertas ofertas más o menos fantasmales en las que, en principio, le daban carta blanca. No lo ha hecho, quizá por un exceso de prudencia, de escepticismo o de desconfianza, tal vez por un grado de autoexigencia que puede resultar, en ocasiones, paralizante. No cabe duda de que la exigüidad de su filmografía desespera a sus admiradores, pero también es verdad que los resultados no permiten hacerle demasiados reproches. 

Desde El espíritu de la colmena (1973) hasta El sol del membrillo (1992), pasando por El sur (1983): no cabe trayectoria, dentro de su brevedad, más ejemplar; incluso, para mi modo de ver las cosas, puede argumentarse que ha seguido una línea ascendente, que cada vez ha llegado más lejos, que en cada ocasión ha superado mayores dificultades, negándose a repetir la jugada incluso cuando le daban cartas muy parecidas, negándole las nuevas, y ha explorado nuevos terrenos, a veces –sobre todo en la última– no sólo desconocidos para el propio Erice, sino inhollados por el cine en su conjunto. Cada película supone un paso adelante, un riesgo mayor, una mayor distancia de lo usual; una trayectoria disidente que, por otra parte, encierra el peligro de alienarle de los espectadores, cada vez menos curiosos y aventureros, y de dificultar todavía más la financiación de su obra futura.

No trato de presentar a Erice como un mártir de la causa del cine personal o de experimentación, pero no conviene que nos engañemos. En España lo que más gusta a todo el mundo –productores, distribuidores, exhibidores, administración, espectadores, y hasta críticos y directores– es el academicismo, la corrección, la buena factura entendida como “buena presentación”, quizá como una vaga ambición de conseguir un envoltorio de lujo que envidiamos acomplejadamente. Siempre ha sido así, desde los años veinte por lo menos, y bajo todos los regímenes políticos. Hasta cuando se pretende lo contrario. Y esta curiosa afición va a más, y se ve hoy reforzada, casi redoblada, por la obsesión por la eficacia y la búsqueda acuciante y casi excluyente de la rentabilidad. Si todavía se hacen en España, de vez en cuando, demasiado de tarde en tarde para la salud de nuestro cine, películas originales es simplemente porque “la industria” –afortunadamente, siento tener que decirlo– no es suficientemente sólida y poderosa, ya que el objetivo último de todos los responsables (públicos y privados) del cine español es –ha sido siempre– “homologarse” con las normas vigentes, que nada nos distinga del cine americano o, por lo menos, de ese cine europeo de “qualité” que hoy no se distingue de las más pulcras adaptaciones literarias de la televisión.

En semejante contexto, las películas de Víctor Erice representan una anomalía que, en el fondo, apenas se tolera. Pese a su prestigio, me temo que en realidad su cine no gusta, y que resulta molesto, entre otras cosas, porque pone en evidencia a los demás, con el agravante de que su obra es respetada y admirada en el extranjero y atrae todavía –aunque sospecho que cada vez menos– a un público minoritario, pero suficientemente numeroso como para que ninguna de sus películas haya sido considerada, salvo quizá la última, maltratada críticamente y mal exhibida, un “desastre” de taquilla.

Apartarse de la norma única conduce en el cine, y cada vez más, a una cierta marginalidad, que en algunos países –como Francia– por lo menos es “respetable” y es protegida y cultivada como flor de invernadero, como muestra de la hoy aquí tan denostada “excepción cultural”, pero que en España es meramente la cuneta de una “industria” excesivamente provinciana y fragmentaria, fácilmente dominable por un oligopolio en fase de expansión.

EL PRECIO DE LA LIBERTAD

Es una marginación por la que, creo yo, Erice no siente vocación alguna, pero a la que se resigna, al parecer, sin excesiva amargura. Es consciente de que renunciar a ciertos lujos –tal vez innecesarios, puede que hasta indeseables– le permite, en cambio, tomarse libertades que considera –eso sí– imprescindibles para que valga la pena el esfuerzo de rodar una película. No es hombre dispuesto a hacer cine a cualquier precio, pero acepta ciertas limitaciones como contrapartida de la posibilidad de realizar lo que le interesa, y de un modo que también le parezca interesante. Sabe, qué duda cabe, que su filmografía, como las de Dreyer, Tati o Bresson, se verá condenada a la brevedad; que a menudo se sentirá frustrado, y que no podrá contar con el tiempo y el dinero que le harían falta, ni con estrellas si las llega a necesitar –pues todo podría darse–, porque no puede aspirar, “a priori”, a un éxito multitudinario, pero todo eso es prescindible, y suele descartarlo de buen grado, como parte del precio que hay que pagar para conservar la independencia y el derecho a hacer no cuanto se le antoje –pues no es especialmente caprichoso– , sino, simplemente, lo que estima adecuado, lo que de verdad le estimula. No, ciertamente, lo que le convendría económicamente, ni lo que otros quisieran que hiciese. Pero el caso es que, si no ha podido rodar muchas películas que hubiera deseado hacer, ni acabar una de ellas como estaba pensada, al menos todas las que ha hecho quería hacerlas.

Es difícil demostrarlo desde fuera; pero creo que basta para comprobarlo con mirar atentamente cualquiera de sus películas y buscar o pedir explicaciones acerca de cada opción del director. Tan obvio le resulta a Erice lo que hace, hasta tal punto considera que es normal su conducta, que nunca subrayará su modo de proceder ni tendrá la presuntuosidad de presentarlo como una actitud heroica o especialmente ética: es evidente que no se le ocurre otra forma de hacer las cosas, que la que escoge es la que le parece más lógica.

LA SOLEDAD

Debe, eso sí, sentirse a menudo muy solo. Sólo José Luis Guerín y Felipe Vega han mostrado, en los últimos tiempos, un grado de exigencia –y, por tanto, una capacidad de renuncia– mínimamente comparable. Es poco, en un cine con un censo de directores tan nutrido, tan desproporcionado con su capacidad de producción, como el del cine español.

De su generación, ningún otro que haya podido tener en algún momento inclinaciones de búsqueda, de eso que algunos motejan peyorativamente de “experimentalismo”, ha resistido; el que no ha abandonado la profesión, ha optado por una u otra forma de la normalidad, interesante, personal y digna, desde luego, en algunos casos, rutinaria y convencional en la mayoría, denigrante y entreguista en no pocos. Entre los más jóvenes, la idea misma de considerar las fronteras del cine como algo no definitivo, no sentado, todavía no cerrado, que cada cineasta puede ampliar, parece incluso pasada de moda, cuando no un idealismo trasnochado y ajeno a sus preocupaciones, si es que todavía hay algo en este país, en el terreno cinematográfico, que pueda emparentarse con el pensamiento.

El desconocimiento creciente de la historia del cine; la interesada opción por el “adanismo” del que hacen gala los jóvenes que parecen creer que el cine empieza , si no con ellos mismos, en los años setenta, y que todo lo anterior son anticuallas, sobre todo si es europeo; la proliferación de cursillos que enseñan recetas de cocina para hacer guiones “a la americana” (y tomando modelos de los años sesenta como patrones de clasicismo); el desinterés por el cine mudo, relegado al museo de lo comercialmente inviable y estéticamente superado; la falta de raíces directas en el propio cine español y el generalizado desprecio que se ha inculcado a los más jóvenes para fomentar que sigan sin molestarse en conocer sus inevitables orígenes, sus precursores forzosos; la falta de arraigo de los géneros, de los que sólo el monocultivo de la comedia ofrece alguna garantía de éxito a productores y aspirantes a directores; todos estos son factores que impiden que la postura moral de Víctor Erice sea realmente un ejemplo en nuestro cine.

Otra cosa es que, muy a pesar suyo y casi siempre sin reconocerlo –incluso pretendiendo no haberla visto nunca, lo cual es difícil de creer–, algunos hayan tratado de copiar algunas cosas sueltas de El espíritu de la colmena, pero siempre superficialmente, lo mismo que hace unas décadas ocurría con Buñuel, y poco más tarde con Berlanga. Pero apenas nadie parece dispuesto a asumir el riesgo de emular su actitud, su exigencia, su honradez… para hacer, naturalmente, películas que, por ser personales, habrían de ser completamente diferentes de las de Erice.

No es que esto sea extraño o nuevo, ni siquiera típicamente hispano: muchos trataron, en toda Europa, de imitar a Godard, o se declaraban admiradores de Rivette o Rohmer, pero muy pocos de ellos estuvieron dispuestos a renunciar al lujo y al “glamour”, a la comodidad y la “brillante vida social” que se tiende a asociar con la figura pública de un director de cine, y a llevar unas vidas modestas y oscuras, casi confinadas al anonimato, cuando no de escasez y penurias, como las de estos cineastas e incluso algunos posteriores como Jean-Marie Straub & Danièle Huillet, Jean Eustache (que se suicidó), Maurice Pialat o Philippe Garrel. La gente dice admirar a Jean Vigo, a Jean Renoir, a Roberto Rossellini o a Robert Bresson, pero prefiere vivir como Bernardo Bertolucci o Luc Besson. Hace casi veinte años, Godard irritó a muchos cuando dijo que el verdadero problema de los nuevos realizadores es que querían ser “director es de cine”, no hacer cine, y me temo que su diagnóstico sigue siendo válido, si nos atenemos a lo poco que ha avanzado el cine desde los años sesenta.

Y no creo que sea casualidad, por ello, que –al menos para mí– sea Víctor Erice uno de los pocos que han hecho al cine recorrer nuevos caminos, ni que siga siendo El sol del membrillo, cinco años después de realizada, la frontera provisional del cine.

LA SUPERVIVENCIA

Los que, hace treinta y cinco años, lamentaban o profetizaban “la muerte del cine” probablemente detectaron, simultáneamente, el fin del clasicismo –la muerte, la inactividad o la decadencia de los pioneros– y el estancamiento de los movimientos de ruptura. Hoy el cine “tradicional”, que ya no suele fabricarse en serie, goza de relativa buena salud, pero adolece de hipotensión, de falta de vitalidad, de ausencia de ambición y de vocación innovadora. El mismo concepto –hoy tan pasado de moda–  de “modernidad” carece de sentido, y son pocos los que, al cumplir el cine su primer siglo, piensan en su futuro, y menos todavía los que ponen algo de su parte para intentar que, dentro de quince o veinte años, se haya hecho algo que no existiera ya ochenta, sesenta o cuarenta años antes.

No existe nada parecido a un movimiento de vanguardia. Hasta los que escriben, producen y dirigen películas que nos cuentan su adolescencia reniegan del concepto de “autor”. Los más jóvenes cineastas europeos admiran a los realizadores americanos ya maduros y más comerciales, y el riesgo de homogeneización del lenguaje se hace cada vez mayor, dentro de la atomización y la aparente variedad producida por la absorción del cine en el magma del “audiovisual”. Sólo quedan, aislados, algunos individuos que se resisten a hacer lo mismo que los de más, a tratar de imitar lo que ya otros han hecho antes –y casi siempre mejor–, y que siguen intentando encontrar una voz propia, aun a riesgo de que no encuentre eco, de que nadie les escuche. Entre estas excepciones, desperdigadas por el mundo, y de las que depende que el futuro del cine no sea un reflejo nostálgico e impotente de su pasado, está Víctor Erice.

Sólo ha hecho, es cierto, tres películas en los últimos veinticuatro años. De eso, es evidente, no se vive. Pero son tres películas que no tienen nada que envidiar a ninguna de las que se han rodado en el mundo desde 1973, que se recordarán dentro de treinta años y que, por añadidura, a pesar de su exigencia, de su novedad y de su originalidad, de su falta de concesiones al mercantilismo y a la galería, no son películas frías, extrañas, rebuscadas, cerebrales o retorcidas, eso que algunos califican peyorativamente, con animosidad –para desanimar de verlas al público más perezoso– de “experimentales”, sino obras abiertas, sencillas, accesibles, cálidas y emocionantes, perfectamente transparentes a la vez que inagotablemente misteriosas, que se entienden perfectamente a la primera visión pero en las que uno sigue descubriendo cosas –entendiéndolas cada vez mejor– después de verlas diez o doce veces.

No son películas abstractas, pretenciosas, teóricas, deliberadamente opacas o confusas, sino directas, concretas, reales, complejas y modestas a la vez, pobladas por personajes a los que nos interesa conocer y comprender, que cobran vida propia y que guardan siempre en su interior una parte de misterio, un secreto que Erice respeta y les permite preservar. Por eso me parecen, además de tres de las películas más hermosas y valiosas del último cuarto de siglo, tres de las más conmovedoras.

En Banda Aparte nº 9-10 (enero de 1998).

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