Basta recordar sus películas, o echar un vistazo a una filmografía: ni Humphrey Bogart, Fred McMurray o Edward G. Robinson, ni John Garfield, Sterling Hayden o Paul Muni, ni Dana Andrews, Dick Powell o Burt Lancaster, ni George Raft, Orson Welles, Robert Mitchum o James Cagney, aunque sí –dentro del género, cada uno una vez, los dos últimos juntos en La casa de bambú (House of Bamboo, 1955)– Richard Widmark, Robert Ryan y Robert Stack, más un puñado de desconocidos, a veces ilustres, a veces realmente anónimos (como el excelente Frank Gerstle); tampoco, entre las mujeres, Gene Tierney , Lizabeth Scott , Ava Gardner, Joan Bennett, Rita Hayworth, Yvonne De Carlo o (salvo en un western que su intervención ayuda a teñir de “negro”) Barbara Stanwyck honran con su presencia el cine de Sam Fuller, carente, además, de “vampiresas” y femmes fatales y traicioneras, salvo la Silvia Pinal de Arma de dos filos (Shark!, 1969); encontramos, en cambio, a las muy leales y francas Jean Peters –en Manos peligrosas (Pickup on South Street, 1953)–, Victoria Shaw –en The Crimson Kimono (“El kimono carmesí”, 1959)–, Constance Towers –en Corredor sin retorno (Shock Corridor, 1963) y Una luz en el hampa (The Naked Kiss, 1964)–, o Kristy McNichol –en Perro blanco (White Dog, 1981)– , por poner algunos ejemplos ilustrativos.
Más que claramente adscribibles al género llamado, primero en Francia y luego en toda Europa, “negro” –que en América no existió nunca, salvo a posteriori: para críticos, cinéfilos y cineastas recientes, en todo caso posteriores a Fuller, y que se denomina, en francés, film noir–, lo que hay es bastantes películas de Fuller que en Variety –es decir, en Hollywood, en el seno de la industria– calificarían indistintamente de thriller o de “melodrama”. En España, más que cine “negro”, debiéramos considerarlas como muestras de cine “policial” o “criminal”.
Sin bases literarias de los diversos subgéneros (mystery, hard-boiled, thriller, whodunit, chiller) que han solido alimentar este tipo de cine, ni referencias a los autores más o menos “clásicos” –Dashiell Hammett, James M. Cain, Horace McCoy, W.R. Burnett, Raymond Chandler, Bill S. Ballinger, Vera Caspary, Dorothy B. Hughes, “Geoffrey Homes” (Daniel Mainwaring), Jim Thompson, Patricia Highsmith, Ross Macdonald, Donald E. Westlake, Ed McBain, Richard Stark; sólo, muy tardíamente y “en Europa”, ha adaptado al marginal David Goodis en Calle sin retorno (Sans espoir de retour, 1989)–; sin vocación o aspecto semidocumental –como tantas películas Warner de los años 30, o Fox de los 40, y sobre todo, entre estas últimas, las producidas por Louis de Rochemont– ni apoyo en sucesos reales-históricos o de “palpitante actualidad”, como las diversas campañas contra el crimen organizado, la delincuencia juvenil, el narcotráfico–, carecen de la imaginería mítica que fundamenta el perenne atractivo del género, sobre todo para los europeos, y también –consecuentemente– de protagonistas carismáticos –detectives privados o policías ejemplares– o bigger than life –pintorescos y truculentos villanos, melómanos y megalómanos, crueles y omnipotentes–, todo lo cual es, en el fondo, bastante lógico, ya que en las obras completas de Fuller no abundan los héroes ni los antihéroes, sino que predominan la ambigüedad de las “medias tintas” y los comportamientos contradictorios de la esquizofrenia latente o rampante.
La ausencia casi total de estrellas características del género –junto a la ocasional aparición de sus más destacados secundarios– no puede atribuirse meramente a la falta de presupuesto, cuya insuficiencia se ve siempre con creces compensada a fuerza de imaginación y astuta economía narrativa –es decir, como en la serie B, pero sin que por ello las películas de Fuller dejen de ser obras netamente personales e identificables a simple vista como exclusivamente “suyas”, y por tanto ajenas a toda idea de “serie” o de sistema de fabricación–, ya que a menudo empleaba a actores de no menor cotización, pero desusados o sorprendentes en el género.
De hecho, son el propio individualismo y la muy deliberadamente buscada originalidad de tono, planteamiento y estilo que caracterizan el cine independiente de Fuller lo que hace sumamente dudosa y conflictiva la clasificación de su obra por “géneros”. Como luego el de Godard, el cine de Fuller constituye “un género en sí mismo”, que aprovecha algunos aspectos de los modelos o patrones genéricos preexistentes y establecidos, pero sirviéndose de ellos como de un repertorio o un muestrario, y de un modo tan libre, anticonvencional, personal y antiacadémico que, por ejemplo, sus westerns son todos ellos “aberrantes”, sus películas de guerra poco tienen que ver con las habituales, y su cine “negro” en nada se parece a El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941), El sueño eterno (The Big Sleep, 1946), Retorno al pasado (Out of the Past, 1947) o La jungla del asfalto (The Asphalt Jungle, 1950), y guarda más relación, en todo caso, con “anomalías” como Persecución en la noche (Ride the Pink Horse, 1947), La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949) o Sed de mal (Touch of Evil, 1958)… o las prefigura, como A quemarropa (Point Blank, 1967) de John Boorman, para mí claramente tributaria de Underworld USA (“Bajos fondos USA, 1960), hábilmente cruzada con Código del hampa (The Killers, 1964) de Don Siegel, o, más todavía, Manhattan Sur (The Year of the Dragon, 1985) de Michael Cimino, que debe mucho también a La casa de bambú, y no poco a The Crimson Kimono.
Cuando se habla de cine "negro”, los ejemplos que vienen primero a la memoria son varios interpretados por Bogart –aunque no suelan recordarse películas tan inolvidables como The Roaring Twenties (“Los rugientes años veinte”, 1939) y El último refugio (High Sierra, 1941) de Raoul Walsh, The Big Shot (“El gran disparo”, 1942) de Lewis B. Seiler o Callejón sin salida (Dead Reckoning, 1947) de John Cromwell–, fundamentalmente la inaugural El halcón maltés (1941) de John Huston y la paradigmática El sueño eterno (1946), que hace que figure en todas las antologías un nombre tan alejado habitualmente del género –a pesar de la precursora Scarface, el terror del hampa (Scarface, Shame of a Nation, 1932)– como el de Howard Hawks. A continuación, se van añadiendo obras de Robert Siodmak, Billy Wilder, Fritz Lang, Otto Preminger, Raoul Walsh, Jules Dassin, John Berry, Anatole Litvak… hasta llegar a cineastas exóticos como Jacques Tourneur, John Brahm, André De Toth, Joseph H. Lewis, Phil Karlson o Edgar G. Ulmer, pero muy raramente se piensa en Fuller.
Por eso no acaba de ser escandaloso, aunque a mí me resulte un poco extraño, que el nombre de Fuller ni siquiera aparezca en el índice onomástico de una colección de ensayos tan interesante como el recientísimo “The Movie Book of Film Noir” (editado por Ian Cameron, Studio Vista, Londres, 1992), obra, en general, de críticos admiradores de este cineasta, y que no se estudie en sus páginas ninguna de sus películas (sólo se cita, una vez y de pasada, Pickup on South Street), pese a que veinte años antes Colin McArthur, además de pedirle prestado el no muy original título de “Underworld USA” (Cinema One Series, Secker & Warburg, Londres, 1972), le dedicase un interesante capítulo. Pero estamos acostumbrados a su ausencia, como a que todavía haya diccionarios que le ignoran, y encima durante los últimos años ha caído un tanto en el olvido.
Ahora bien, y en buena medida porque Fuller es un cineasta “disidente” y rebelde frente a las normas –todas, desde las narrativas a las estéticas, desde las que rigen los géneros a las que determinan los raccords, desde las que conforman lo que hoy se llamaría politically correct y antes “progresista” hasta las que definen en cada momento lo que la sociedad entiende por “buen gusto” y está dispuesta a aceptar de buen grado–, una porción considerable de su filmografía, cualesquiera que sean la época en que acaecen los hechos narrados y la fecha de realización de la película, puede asimilarse a la “crónica negra” de la sociedad que describe.
Esta propensión no es rara: para comprenderla, basta recordar que Fuller se formó como reportero “de sucesos”, aunque conviene no olvidar que antes de convertirse en guionista y director de cine escribió novelas “policiacas”, lo que a su vez explica la facilidad con que sus películas pronto abandonan el realismo de partida –el trampolín de la normalidad– para adentrarse decidida y osadamente en la más pura y descabellada ficción.
El más superficial análisis revela que Fuller antepone la eficacia dramática y “su propia fruición como narrador” a toda idea de “verosimilitud” o de “probabilidad estadística”, que presta más atención a la lógica interna de los personajes y las situaciones en que se ven envueltos que a cualquier pauta impuesta desde el exterior, provenga de la tradición o de una moda. Escuchar a Fuller contar o describir una película, tanto ya realizada como sólo escrita o meramente imaginada, o leer las entrevistas largas –en las que se dedica a hacer eso en cuanto le dejan sus interlocutores– demuestra el carácter eminentemente visual y efectista de su inventiva, y lleva a sospechar que se le ocurren las ideas a un ritmo muy superior al que es capaz de contarlas, tanto oralmente como, más tarde, en la pantalla, impresión que sus películas menos conseguidas confirman, en especial algunas de las últimas basadas en sus propias novelas.
El duro aprendizaje periodístico de Fuller es uno de los factores “estilísticos” que fundamentan su forma de entender el cine. Por eso busca el dramatismo, la espectacularidad y el impacto, que le tientan hasta bordear el sensacionalismo. De ahí también su inveterada afición a la polémica y el debate. Si coquetea en ocasiones con lo que peyorativamente suele llamarse “cine de tesis” –aunque al menos las suyas suelen ser propias y originales, cuando no estrafalarias y paradójicas, y siempre se sitúan provocativamente “a contrapelo” de lo que “se lleva” o está “bien visto”, lo que las hace especialmente irritantes para los dogmáticos y los propensos a dejarse llevar por la corriente– es porque tiende a introducir comentarios “editoriales”, para colmo de una heterodoxia que ningún director de periódico le permitiría, por temor a perder lectores o crearse conflictos. De ahí le viene también, probablemente, una desmedida afición a abordar “grandes temas” amplios y generales, preferentemente ilustrados –casi simbólicamente– mediante pequeñas anécdotas, que se van complicando y entremezclando hasta acabar por resultar de un barroquismo notable.
Es el lado “parabólico”, de morality play, con claros antecedentes en el “Moby Dick” de Herman Melville, y en la Biblia, que han comentado a menudo sus exégetas –para ser preciso, sólo los anglosajones, de los cuales los mejores son todos ingleses, y además discípulos más o menos remotos del prestigioso y polémico crítico literario F. R. Leavis–, y que puede chocar con su modestia económica.
Su permanente conflicto con la estrechez de recursos materiales y temporales que impone en Hollywood el afán de independencia impulsa a Fuller, para acercarse a sus ambiciosas metas, a jugar con la confrontación y el contraste; cuando dos personajes se enfrentan, asistimos gráficamente al choque de dos posturas, dos grupos de interés, dos ideologías, que no necesitan de grandes discursos para exponer sus puntos de vista. Se trata, casi siempre, de una lucha a muerte entre organizaciones o individuos de intereses contrapuestos o rivales, pero que se sirven de medios y “métodos” muy semejantes; esta similitud facilita que Fuller cultive la figura dramática más cargada de ambivalencia: la “infiltración” de un grupo por un solitario, cuyo afán de venganza personal es aprovechado por la banda rival –o la policía– para destruir desde dentro la organización enemiga “penetrada”. No es raro que un personaje de “infiltrado” atraiga a Fuller, ya que suele ser, por lo menos, un disidente, y además puede convertirse en un traidor, un agente involuntario o un espía a la fuerza. Hay ejemplos de ello en sus westerns –como Bob Ford en Balas vengadoras (I Shot Jesse James, 1949), el sudista renegado (Rod Steiger) y el indio que ha sido scout o guía de la caballería (Jay C. Flippen) en Yuma (Run of the Arrow, 1957), el celoso Dean Jagger de Forty Guns (“Cuarenta pistolas”, 1957)–, pero abundan , sobre todo, en las películas más próximas al cine “negro”, desde Manos peligrosas y La casa de bambú hasta Underworld USA, sin olvidar Corredor sin retorno y Una luz en el hampa; incluso en películas de guerra –al menos como sospecha, en Casco de acero (The Steel Helmet, 1951)– o a mitad de camino entre ambos géneros –como Verboten! (“¡Prohibido!”, 1958)– se dan este tipo de situaciones o de duplicidades de los personajes.
Nada debe la preeminencia de este tema en Manos peligrosas –Richard Widmark, Jean Peters y Thelma Ritter, los tres protagonistas, son traidores o delatores–, por tanto, a la histeria McCarthista con la que injustamente se le ha relacionado; igualmente, cuando se habla de maniqueísmo a propósito de Fuller se está recurriendo a un insulto que no resiste el más somero análisis de sus películas. Como corolario, puede observarse que, aunque su mejor y más activa etapa creadora coincida –como en el cine americano en general– con la doble presidencia de Eisenhower, no hay en su cine el menor asomo de apología del American Way of Life entonces triunfante e imperante ya en medio mundo, que tan corrosivamente diseccionaron los europeos ilustrados instalados en Hollywood –Fritz Lang, Otto Preminger, Douglas Sirk–, pero que el grueso del cine americano se limitaba a ilustrar y propagar, con excepciones críticas –los melodramas de Nicholas Ray o Vincente Minnelli, por ejemplo–, pero que incluso buena parte del cine “policiaco”, sobre todo el que apoya la lucha contra el crimen organizado o la corrupción local, apoyaba implícitamente.
Aunque las imágenes de Fuller son tan llamativas y chocantes que se piensa en él, sobre todo, como un realizador –cuando es, con Nicholas Ray, Joseph L. Mankiewicz y Orson Welles, uno de los pocos cineastas americanos de su generación con “conciencia de autor”, totalmente responsable de sus obras–, conviene, insisto, tener siempre presente que Fuller es, ante todo, un escritor, un periodista y un novelista. Eso explica su afición al negro sobre blanco de la letra impresa en las páginas de un libro o de un diario, con lo que ello implica, a la vez, de precisión y de esquematismo –o de predisposición a cargar las tintas–, pero también de afán de abarcar el máximo territorio y de investigar a fondo en sus rincones y recovecos, de mostrar luces y sombras, de ir más allá de la apariencia y de las contradicciones y paradojas, de bucear en la ambigüedad aun a riesgo de no siempre conseguir escapar de ella.
Fuller fue también, antes de llegar a reportero, vendedor callejero de periódicos, y sabe por experiencia práctica la importancia y la eficacia de un gran titular llamativo, de una frase chocante, de una foto elocuente, de un recuadro de opinión en primera plana. Se podría pensar que, además de todo eso, y aunque no he encontrado el menor rastro de semejante actividad, también cultivó el cartelismo publicitario, o el diseño de portadas de novelas de bolsillo, ya que muchos de sus planos tienen la gráfica y algo tosca expresividad de un póster –político o comercial– o de la cubierta de una edición barata, y otros son como pancartas, u octavillas lanzadas a la sala de cine, o como grandes murales, vallas o dazibaos ofrecidos a la mirada del espectador. También debió frecuentar durante algún tiempo las ondas, a la vista de su interés por el sonido y la perspectiva acústica, su empleo de la música y su afición a interpelar directamente al espectador, mediante una voz en off –o un letrero– que le interroga y que a menudo reemplaza el clásico “The End”. El colmo de esta tendencia a implicar al público en sus películas lo ilustra la idea delirante de propugnar que en las películas de guerra silbaran las balas sobre las cabezas de los espectadores, a ser posible –sospecho– con munición real.
Precisamente por no ser ni mitificador, ni desesperado, ni romántico, ni documental, ni denunciador, ni ejemplarizante, el cine que –con reservas, aunque no sin cierto fundamento– podríamos calificar de “negro” dentro de la obra de Fuller es mucho más sombrío y más tajante, más crítico e inconformista, menos engañosamente esperanzador que ningún otro, es decir, si se quiere, más “negro” todavía.
Lo que, mediante el relato de una historia particular compleja y dinámica, Fuller describe –como “de pasada”, sin anunciarlo– es precisamente el rostro “normal” –cotidiano, ordinario, oficioso, apenas sumergido, funcional, rutinario e insensible– del hampa y de la corrupción.
Y tanto la colectiva –el pueblo fronterizo de Una luz en el hampa, la gran ciudad que alimenta la crónica del diario The Globe en Park Row (“Park Row”, 1952), los Estados Unidos representados en un microcosmos que no es ya una diligencia, un hotel, un barco o un avión, sino el manicomio de Corredor sin retorno– como la individual –el pervertido e hipócrita prohombre-mecenas-benefactor de Una luz en el hampa, el periodista que se hace pasar por loco en Corredor sin retorno meramente con el propósito de ganar el codiciado premio Pulitzer–; la lógica implacable de la actuación de las organizaciones criminales –la mafia de Underworld USA, la banda-patrulla de ejército de ocupación que opera en el Japón de postguerra retratado en La casa de bambú, el círculo vicioso de espionaje-delación, fundamentado en la traición obtenida mediante soborno o chantaje, de Manos peligrosas– o policiales; los conflictos raciales y sociales que permanecen latentes en el gran melting pot integrador que es –o debiera ser– América para Fuller: véase, en particular, The Crimson Kimono, aunque es una obsesión omnipresente, desde The Baron of Arizona (“El Barón de Arizona”, 1950) a Uno Rojo, división de choque (The Big Red One, 1980) y Perro blanco, pasando por Yuma, China Gate (“La Puerta de China”, 1957) o Corredor sin retorno.
Como el no muy apreciado novelista Ross Macdonald –que algún día será revalorizado, tras Hammett y Chandler, y reconocido a su lado como uno de los grandes maestros literarios y éticos del género–, Fuller parece haber comprendido instintivamente que la mejor forma de representar el mundo contemporáneo en tiempos de paz consiste en tratar de describir el permanente y ambiguo enfrentamiento entre las fuerzas de la ley y las del hampa, combate no siempre violento, a veces subterráneo y hasta secreto, en el que ambas organizaciones complementarias bordeaban a menudo la ilegalidad y se servían de medios, en última instancia, no excesivamente distintos.
También comprendió pronto que el empeño del artista –escritor o cineasta, para el caso, daba igual– para abrirse camino entre la maraña de intrigas, relaciones, intereses, sociedades instrumentales y personas “usadas” por unos y otros sin demasiados escrúpulos y en muchas ocasiones a la fuerza –bajo presión o amenaza, con promesas de inmunidad o perdón, con recompensas u ofertas de protección– era, en gran medida, paralelo al trabajo de investigación que tenía que llevar a cabo un detective o un periodista, por lo que tales personajes y su forma de operar representaban un modelo válido para la conducción del relato y para transmitir dramáticamente, y a ser posible con amenidad, al espectador su visión del caos y la corrupción reinantes.
Esto es lo que hace, más allá de discrepancias formales y de su muy superior dureza, que el de Fuller esté claramente emparentado con el llamado “cine negro”, siempre que su acción sucede hoy en día y mientras no se trate de un relato bélico.
Y conviene observar que esto ocurre, sobre todo, cuando el escenario son los Estados Unidos: de películas situadas en México (como Arma de dos filos) o, más todavía, en Europa, como la francesa Ladrones en la noche (Les voleurs de la nuit, 1983) o la portuguesa Calle sin retorno, no cabría decir lo mismo, a pesar de que la primera tenga concomitancias –el tipo de mujer que encama Silvia Pinal– con los ejemplos más “míticos” del género y sus diálogos evoquen los de otros thrillers “exóticos”, como Una aventurera en Macao (Macao, 1952) de Josef von Sternberg, o las novelas de Charles Williams, de que tiendan a presentar personajes de americanos exiliados, y de que la tercera, producida por el realizador francés Jacques Bral –autor de Extérieur nuit y Polar–, adapte la novela “negra” homónima del escritor norteamericano David Goodis.
Esto indica que no se trata, pues, por parte de Fuller, de una opción formal, ni de aprovechar los rasgos convencionales que caracterizan al género como un envoltorio más o menos “atractivo” o comercial, sino de una concomitancia más radical, interior y esencial, basada en una visión crítica de la realidad moral –más que social– de su país.
Incluso creo significativo que Ladrones en la noche, que podría considerarse una versión actualizada de la historia contada por Fritz Lang en Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937) y Nicholas Ray en They Live By Night (“Ellos viven de noche”, 1948), se parezca mucho menos a Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, 1967) de Arthur Penn o Thieves Like Us (“Ladrones como nosotros”, 1974) de Robert Altman que a otras películas sobre jóvenes desarraigados en París que viven y mueren al borde de la delincuencia, pero que nada tienen en común con el cine “negro” de ningún continente ni con su imaginería clásica, El diablo probablemente (Le Diable probablement, 1977) y El dinero (L'argent, 1982) de Robert Bresson, mientras que Calle sin retorno se convierte en una visión abstracta, fragmentaria, heterogénea y alucinada, más cercana a una pesadilla que a cualquier enfoque de la realidad, por estilizado o distorsionado que pueda ser, y por tanto más emparentada –lógicamente– con Muerte de un pichón (Kressin und die tote Taube in der Beethovenstrasse, 1972) del propio Fuller que con muestras del género perfectamente aclimatadas al continente europeo como El silencio de un hombre (Le samouraï, 1967) o El círculo rojo (Le cercle rouge, 1970), personalísimas obras de Jean-Pierre Melville o con las películas más logradas de José Giovanni o Claude Sautet. De hecho, es el desarraigo involuntario lo que, al convertir en “apátridas” las últimas incursiones más o menos “negras” de Fuller, privándolas de sustento en la realidad, aunque fuera como mero trampolín para su fantasía, las aproxima a una serie de convenciones que le son ajenas y hace que no sean tan “negras” como sus películas americanas más alejadas, en principio, del género, como Park Row.
En “Nosferatu” nº 12, abril-1993
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