La última visita de René Clair al país ha dado lugar, como de costumbre, a que todo el mundo se creyera obligado a rendir un nuevo homenaje inmerecido a la vieja figura de este olvidado cineasta francés. Cuando hacía ya doce años que disfrutábamos de su inactividad, de nuevo nos taladran los tímpanos con ditirambos acerca del esprit, el “ingenio” y la “genialidad” del autor de Fiestas galantes (Les fêtes galantes, 1965). Radiotelevisión Española desempolva La llama de Nueva Orleans (The Flame of New Orleans, 1941), presentada por mismísimo artífice, y la Filmoteca Nacional le consagra un abrumador ciclo de —si no me equivoco— diez películas. Este homenaje se repetirá, previsiblemente, en versión corregida y aumentada, cuando llegue el día inevitable de su muerte, y así perdurará, unos años más, el mito de René Clair; mito que para mí se cuenta entre los más inexplicables de la Historia del Cine, y que tal vez sea el resultado combinado del más eficiente chauvinismo francés y de la pereza de esos incansables copistas que son los historiadores del cine.
He tenido la dudosa fortuna de ver quince largometrajes (de 25) y dos cortos (de 3) dirigidos por René Clair, entre ellos el primero —París dormido (Paris qui dort/Le Rayón diabolique, 1923)— y el último —ya mencionado— de sus films. Los he visto mudos y sonoros, franceses, ingleses y americanos, de los años 20, 30, 40, 50 y 60; de los más famosos sólo desconozco Un chapeau de paille d'Italie (1927), que a lo mejor, en un arrebato de temeridad casi masoquista, si se me presenta la ocasión, me atreveré a ver. Pues bien, debo confesar que, aunque presumiblemente he visto ya casi todo lo “mejor” que ha hecho Clair, no consigo comprender cómo se le ha podido comparar —y generalmente a su favor— con Jean Renoir y Ernst Lubitsch, ya que, olvidando —que más vale— Le Mariage y Les Deux Pigeons, insulsos pero breves episodios de, respectivamente, La francesa y el amor (La française et l'amour, 1960) y Las cuatro verdades (Les Quatre Vérités, 1962), he encontrado insoportablemente torpes, desangeladas, petulantes, soporíferas y teatrales —en el peor sentido de la palabra— casi todas sus películas; desde el pretendido “vanguardismo” de la primera y de Entr'acte (1925) hasta el senil conservadurismo de Todo el oro del mundo (Tout l'or du monde, 1961), su obra es un muestrario bastante completo de lo que más detesto: las pretensiones simbolistas —Viva la libertad (À nous la liberté/Liberté chérie, 1931), El silencio es oro (Le silence est d'or, 1947)—, las parábolas moralizantes —El millón (Le million, 1931), El último millonario (Le dernier milliardaire, 1934), Todo el oro del mundo—, la “fantasía” sin imaginación —El fantasma va al Oeste (The Ghost Goes West, 1935), La belleza del diablo (La Beauté du diable, 1950), Mujeres soñadas (Les belles de nuit, 1952)—, los tópicos del folklore parisino —Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930), Quatorze Juillet (1932), Puerta de las Lilas (Porte des Lilas, 1957)—, etc. El único nexo existente entre tan diversos grupos de películas es la falta de gracia, la ramplonería, la artificiosidad, el esquematismo, la insistencia y la patosería del tratamiento. Todos los “efectos” —muy abundantes—, tanto cómicos como dramáticos, se ven venir, farragosamente forzados, con un cuarto de hora de antelación; una vez que, laboriosamente, se llega a la esperada “frase ingeniosa” o la convencional “gran escena”, el sutil cineasta no puede evitar explotarla a fondo, mediante una planificación enfática e inexpresiva, unos largos diálogos explicativos o la grotesca gesticulación que suele imponer a sus intérpretes (nunca estuvieron tan mal Gérard Philipe, Jean-Pierre Cassel, Bourvil o Robert Donat; logró destrozar a Georges Brassens y a Marlene Dietrich) cuando no se limita a potenciar su inexpresividad (Gina Lollobrigida).
Su incompetencia en la dirección de actores es sólo comparable a la que revela como narrador. Sus películas mudas resultan teatrales y estáticas, pese al gratuito y desenfrenado movimiento que suele impeler a sus literarios personajes; las primeras sonoras que hizo delatan en él, paradójicamente, a un enemigo de la innovación, y resultan estilísticamente más mudas que las que realmente lo eran; finalmente, descubrió en los juegos de palabras y los mots d'auteur su auténtica vocación, y su cine se vio invadido por el verbalismo más convencional y ramplón, más falsamente ingenioso y más reiterativo que cabe imaginar, con la consiguiente pérdida de velocidad y energía.
Si se exceptúa el discreto encanto pictórico de los decorados de Lazare Meerson fotografiados por Georges Périnal, el involuntario frescor que confiere el sonido imperfecto de las primeras películas sonoras, la gracia de algunas cancioncillas parisinas y algún que otro detalle de Sous les toits de Paris y Quatorze juillet, que son las únicas soportables que conozco, lo cierto es que ver una película de René Clair es lo más parecido a atravesar el desierto a pie, sin poder desconectar una radio en la que Gila, Tony Leblanc y Alfredo Amestoy se turnasen contando chistes, que en este momento puedo imaginar: una tortura china, suponiendo que la crueldad oriental no sea, como es muy probable, otro mito. Aconsejo huir, de modo muy especial, de la mezquina trilogía monetaria —Le million, Le dernier milliardaire y Tout l'or du monde—, sobre todo de su broche final.
En "Dirigido por" nº 45, junio-julio 1977
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