Como sus frecuentes compañeros de villanía y ruindad John Carradine —al menos, durante buena parte de su carrera— y Vincent Price, y sus compatriotas George Sanders, Henry Daniell, Claude Rains y Boris Karloff, Basil Rathbone ocupa un peculiar e ilustre rincón maléfico en la memoria de generaciones de cinéfilos y espectadores en general, a veces acompañados por los húngaros Peter Lorre y Bela Lugosi, el alemán Conrad Veidt, el checo Herbert Lom y el americano Sydney Greenstreet.
A diferencia de otros, a quienes hemos visto promovidos de comparsas a estrellas, y convertidos de malos en buenos, como Lee Marvin, o a cuya vejez —Jack Elam, Strother Martin— o simple decadencia y marginación hemos asistido con cierta melancolía —Lee Van Cleef—, Basil Rathbone, sempiterno secundario, pertenece al muy selecto grupo de los malvados profesionales que se mantienen vivos, ya que sus películas, por antiguas que sean, siguen en circulación y asoman constantemente a las pantallas de los televisores, lo que permite que nuevas oleadas de niños, fascinados y divertidos, aprendan a odiarles, y además disfruten de sus fechorías con tal fruición y tan a menudo que, a fuerza de familiaridad, y gracias también a la convicción, el buen humor, el estilo o la exasperada obstinación con que cometían fechorías y traiciones condenadas al fracaso, lleguen luego a quererles. Así sus personajes, por vía del atractivo y la entusiasta entrega de sus intérpretes, acaban por cobrar una dignidad y hasta un grado de ambigüedad del que carecían por completo sobre el papel, pues siempre estaba bien claro, por su mero aspecto, y antes de que su conducta lo corroborase fehacientemente, que ellos eran “los malos”.
Inglés del Imperio colonial —nacido en Johannesburgo— y devoto de Shakespeare, de formación teatral pero temprana dedicación cinematográfica —desde 1921 por lo menos; lástima que no trabajara con D. W. Griffith—, tuvo siempre en sus ademanes algo de reverencial y exagerado, con una gesticulación de origen inequívocamente teatral pero estilizada por la mímica del primitivo cine mudo, con una ampulosidad que inspiraba inmediata desconfianza y causaba, a la vez, cierto regocijo entre el público: se le “veía venir” y, por mucho que disimulara y fingiese, en realidad no engañaba a nadie. Untuoso, educado, usualmente atildado, excesivamente cortés y de retórica florida y fluyente —aunque sin llegar nunca a la incontinencia verbal ni a la verborrea camelística de un Groucho Marx—, encamaba a la perfección a hipócritas besamanos, taimados pisaverdes, intrigantes cortesanos, interesados consejeros, calculadores tahúres, entrometidos edecanes y validos, pérfidos aristócratas, crueles jefes de policía, sarcásticos déspotas, espías triples y desfachatados delatores. Su doblez y cinismo eran permanentes e infalibles, y quedaban en evidencia por la misma facilidad con que saltaba, en el interior de una secuencia, de la altanería despectiva a la adulación meliflua, en función de la posición relativa que ocupasen sus interlocutores en la escala social y del poder, según soplase el viento de los acontecimientos políticos o conviniese a sus intereses personales, corporativos o ideológicos, explícitos u ocultos.
El sexto sentido de los niños —su aún no atrofiado instinto de supervivencia y su fe en las primeras impresiones— hizo que durante muchos años nadie en el mundo se fiase de él lo más mínimo, y de nada le sirvió encarnar con insistencia —nada menos que catorce veces— al perspicaz y astuto Sherlock Holmes: no sólo esos rasgos del carácter del famoso detective eran plenamente compatibles con su reputada y presunta o manifiesta villanía, sino que yo siempre sospeché que en alguna de las películas de Roy William Neill llegaría por fin el momento ansiado en el que, en un golpe de efecto teatral de los que tanto le complacían, se quitaría la máscara —el gorro, la pipa, el Mackintosh y la lupa— y se revelaría como su némesis, el malvado Moriarty, taimadamente disfrazado de Holmes y suplantando al inmortal sabueso creado por Sir Arthur Conan Doyle.
Maestro en el arte de la esgrima, fue temible, espectacular y tramposo espadachín en numerosas películas. Esquivador nato, se batió en duelo con casi todas las estrellas masculinas de los años 30 y 40 —Errol Flynn, Tyrone Power o Gary Cooper—, e hirió a varias de ellas, ganándose a pulso —nunca mejor dicho— la consiguiente cosecha de rencor justiciero entre el público.
De hecho, no sólo sus villanos de capa y espada, de intriga palaciega, de estirpe regia, de corte de los milagros parisina o de Torre de Londres le delataban como intrínseca y refocilantemente avieso: parecía nacido para dar vida, relieve y colorido —aun en películas en blanco y negro— a los parientes tacaños y miserables tutores explotadores de niños que con brillante naturalidad interpretó en varias adaptaciones de novelas de Charles Dickens, en las que pudo haberse especializado sin la menor dificultad. Y tampoco le redimió su ingreso, excesivamente tardío para ambos, en la “compañía estable” de John Ford: no es precisamente un modelo de probidad y simpatía su larguirucho retrato de representante de las más reaccionarias “fuerzas vivas” del Este, en el Boston de El último hurra (1958).
En la pantalla, nunca tuvo éxito con las mujeres. Permanente aspirante rechazado, mas no por ello disuadido, sino redobladamente insistente y prensil, jamás vaciló en recurrir al chantaje, la extorsión y las amenazas que sus puestos oficiales y su propensión al abuso de poder le brindaban; artero acosador y melifluo conquistador, pasaba de la zalamería versallesca a los avances más descarados y avasalladores sin previo aviso, en cuanto la ausencia de testigos o la ingenuidad de la atemorizada damisela se lo permitían sin riesgo excesivo. Tampoco las madres, doncellas o damas de compañía se fiaban de él, por lo que no dudaba en incluirlas en sus planes de aniquilación y exterminio.
Escurridizo y taimado, quisquilloso en extremo, no desdeñaba los subterfugios, y sería capaz de verter lágrimas de cocodrilo si con ello creyese sacar provecho; sordo a las súplicas y a los razonamientos, tan impermeable al dolor ajeno como hipersensible al propio, fue a menudo un canalla redomado pero asustadizo, pusilánime, aprensivo, hipocondríaco, alarmista y agorero, aunque otras veces se mostrara burlón, condescendiente, fatuo, fanfarrón, camorrista y desafiante, vanidoso y retador, esquivo y súbito como un escualo, presumido como un pavo real, resbaloso como una víbora. Nunca defraudó una sospecha, y se reveló siempre digno merecedor de nuestra desconfianza, por prematura que fuese. Como villano, era de buena ley, e incorruptiblemente parcial y sesgado, proverbialmente injusto, cuando revestía toga o birrete (no le recuerdo con británica peluca empolvada).
Era el más traidor de los lugartenientes y segundos de a bordo, y el más usurpador de los regentes, virreyes y hermanos menores, aunque no le tocase a él, sino a Claude Rains, encarnar al paradigma de los hermanos preteridos y de los segundones muertos de envidia, el Juan Sin Tierra que le cayó en suerte a Ricardo Corazón de León. Fue más a menudo un esbirro poderoso, un aliado o cómplice del villano mayor, como el Sheriff de Nottingham, Sir Guy de Gisbourne, en Robin de los bosques (1938) de Michael Curtiz y William Keighley.
Casi nunca interpretó papeles de americano, y relativamente pocos de inglés. Fue moro o judío, ruso o alemán, español o mexicano, atípico alemán y francés sin escrúpulos, meridional u oriental en general, lo que llamaban en aquella época dagos: su pelo moreno y reluciente, su poblado y a veces engomado o diabólicamente curvado bigote, sus frecuentes patillas, sus torvas miradas oblicuas, y un corte de cara que se prestaba a la mosca y la perilla, eran rasgos externos indudablemente no-WASP —White, Anglo-Saxon, Protestant, es decir “blanco, anglosajón y protestante"— que le permitían dar cuerpo a cualquier alien o extranjero, enemigo en potencia para la mentalidad xenófoba imperante en el Hollywood de los años 30-40, y de modo muy sinuoso en las producciones de la "progresista” Warner Brothers.
Con toga, con chilaba, con jubón y calzas, con gola o con gorguera, con uniforme de gala o bata blanca, con sombrero de astracán o con morrión, con fez o con gorra de plato, era indefectiblemente malo, incluso, si no tenía cerca a alguno de sus rivales más sutiles —como Rains o Sanders—, “el villano de la pieza”. Hasta su forma de aspirar un cigarrillo exhalaba perfidia.
Su simple presencia en una película —sobre todo, en el período comprendido entre El capitán Blood (1935) de Michael Curtiz y El signo del Zorro (1940) de Rouben Mamoulian— conjura al instante un mundo de guaridas y mazmorras, garitos y cubiles, dagas y cimitarras, antifaces y encapuchados, ardides y emboscadas, ensenadas y pasadizos, alabardas y floretes, puentes colgantes y nudos corredizos, redomas y potros de tortura, a mitad de camino entre el cine de terror y el de aventuras. Rathbone no era jovial, pero se notaba que disfrutaba con su propia perfidia, regodeándose en su astucia, alardeando de su olfato y su maquiavelismo, presumiendo de espadachín y buen tirador, prometiendo inagotable rencor y jurando venganza implacable. Su sonrisa malévola e irónica, a veces no exenta de una melancolía propia del ángel caído y del noble venido a menos o deshonrado y marcado por la derrota, su mirada altiva y desdeñosa, pero penetrante y fríamente calculadora, a veces de serpiente que hipnotiza a su víctima, sus aires de suficiencia y su petulante elegancia uniformada, su gusto por las capas, los galones, las medallas, las botas altas relucientes y los entorchados, su estirada y delgada figura, su larga y flexible silueta, su movilidad de dibujo animado, su acusado perfil afilado —casi nunca se le veía de frente— describen un personaje que, bajo los más diversos ropajes, tendía a ser el mismo, o al menos a pertenecer a un mismo grupo de criaturas de ficción. Pero supo siempre eludir la repetición, desencasillándose parcialmente por medio de detalles pintorescos y llamativos, de “tics” siniestros o muy levemente ridículos, por un tono que bordeaba a menudo la caricatura, aunque sin caer nunca —ni siquiera en los últimos y más precarios años de su carrera— en la autoparodia, y eso que solía humanizar un poco a sus villanos aderezándolos con una buena dosis de humor y autoironía.
Inteligente, probablemente muy culto, algo amargado por su fracaso en el escenario, pero a la postre resignado a su destino de villano de celuloide, y hasta conforme con la obligación de perder y morir, hubiera sido el perfecto Capitán Garfio de Peter Pan; de hecho, en cierto modo lo fue, ya que el Hook imaginado por Walt Disney a partir de J.M. Barrie —y a pesar de la voz de Tom Conway, el hermano de George Sanders— parece directamente basado en la silueta, el rostro y los gestos huidizos de Basil Rathbone. En el fondo, era, como muchos de sus colegas, un histrión, incluso lo que los anglosajones denominan un ham, término nada elogioso, pero que, con el sentido del humor que a un inglés se le presume y cierta modestia, no deja de tener encanto, y que encontró, durante decenios, un encaje perfecto en las míticas películas de aventuras que, sin llegar a reírse de sí mismas, ejecutaban con primor y sin pausa incontables artesanos de Hollywood. Fue un impecable, crapuloso y astuto Luis XI de Francia en la magnífica Si yo fuera rey (1938) de Frank Lloyd, escrita por Preston Sturges; como ham se vio consagrado, con afecto y complicidad, al lado de sus compadres Vincent Price, Peter Lorre, Boris Karloff y Joe E. Brown, en la delirante y desternillante (al menos, para angloparlantes) fantasía gótico-shakespeariana que cerró la sinuosa carrera de Jacques Tourneur, La comedia de los terrores (1963), sin duda la última gran película de Basil Rathbone.
En "Nosferatu" nº 20, enero-1996
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