lunes, 9 de octubre de 2023

El niño cinéfilo

Será una señal de envejecimiento, pero, lo mismo que cada vez me apetece más releer, según pasan los años van siendo más raras las películas —recientes, desde luego, pero también antiguas— que tengo impaciencia por ver, y más numerosas las que quisiera volver a contemplar, sobre todo si hace mucho que no tengo ocasión, y en particular si desde mi infancia no he logrado repetir la experiencia.

Esto indica, quizá, que la cinefilia es un vicio que se contrae durante la infancia, época de la vida esencialmente dedicada a los descubrimientos, pero también, aunque pueda parecer paradójico, singularmente devota de la repetición. Lo mismo que el niño, curioso pero insaciable, quiere probarlo todo, en busca de nuevas experiencias, y siempre quiere más, aunque sea de lo mismo —el "otra vez" que suele celebrar cada número circense paterno—, y gusta que vuelvan a narrarle los mismos cuentos, tiende también a ver de nuevo las películas; en nuestra época solíamos repetirlas en sesión continua, o tragarnos dos veces un programa doble.

Por eso, sin duda, los cinéfilos aspiramos y tendemos, durante muchos años, al menos hasta que nos convencemos —al ver que nos va quedando menos tiempo— de que es imposible en la práctica, a ver todo, y a ver varias, incluso muchas veces las películas que más nos gustan, y a dar, con cierta frecuencia, una segunda oportunidad a las que no acaban de hacernos felices o hasta nos han defraudado en una primera visión.

Por eso, al correr el tiempo, el cinéfilo suele convertirse, si además es lector —y, por tanto, potencialmente escritor—, en crítico. Reúne para ello ciertas condiciones indispensables: aunque no sea un entendido, es un espectador con experiencia y memoria, curioso, esperanzado, receptivo y bastante paciente. Se sabe muchas películas, porque se las ha aprendido a fuerza de repetir su visión. Al tener muchas almacenadas en la memoria, y recordarlas con nitidez, a veces plano por plano, y buena parte de los diálogos y gestos, tiende automáticamente a asociarlas entre sí, a compararlas.

Suele ser lo bastante poco dogmático como para cambiar de opinión, si una nueva visión le inclina a ello. Es más tajante en sus entusiasmos que en sus odios, que tienden a ser más pasajeros, de los que a menudo desconfía. Y la propensión a ver varias veces las películas le permite no sólo entenderlas mejor, y ser más justo, sino aprenderse lo que cuentan y fijarse en detalles o aspectos narrativos y formales que pasan inadvertidos en la primera visión, cuando uno puede estar excesivamente pendiente de la trama, y sentirse subyugado por su mero progreso. La revisión es como la prueba del nueve, y si se repite en el curso de los años es una prueba de fuego.

Casi todos los aficionados tempranos mantenemos una cierta fidelidad a nuestros primeros amores de espectador. Puede que sean fijaciones infantiles, o que esos gustos inaugurales hayan condicionado e influido los posteriores, dando lugar a un modo de ver y entender el cine que quizá, de haberse producido más tarde, hubiera sido diferente.

Pero también cabe que esas admiraciones iniciales, totalmente espontáneas e incultas, libres de prejuicios y banderías, sin duda ingenuas, sean certeras, y que por eso ni el paso del tiempo, ni la repetición, ni nuestra progresiva maduración consigan empañarlas del todo. Las sucesivas visiones, a veces espaciadas a lo largo de períodos muy prolongados, son un buen método para poner a prueba los deslumbramientos y las adhesiones, y de revalidar los juicios de valor, sin encastillarnos en nuestra apreciación inicial: como somos otros, estamos más dispuestos a rectificar, pues fue otro yo, tal vez pasado, en todo caso conservado fragmentaria y un poco fantasmagóricamente, quien se equivocó, o el que no acertó a la primera a detectar los valores secretos y poco llamativos de una película modesta, vulgar y rutinaria sólo en apariencia, o demasiado compleja para lo que nuestra edad y nuestras experiencias nos permitían comprender cabalmente.

Aunque conozco a muchos críticos, no sé de ninguno que haya sentido esa vocación, que haya ambicionado el ejercicio de esta singular actividad, tan sometida al capricho de los distribuidores y tan dependiente, en última instancia, de lo que hagan los creadores cinematográficos. Sospecho que, en muchos casos, desde luego en el mío, es algo que hemos empezado a hacer impremeditadamente, sin siquiera proponérnoslo, aceptando imprudentes y con juvenil osadía una propuesta que, a su vez, nos han hecho a consecuencia de las que, para mi generación, eran dos aficiones conexas: el cine y la lectura, ver películas y leer libros. Dado el gusto por la lectura, cabía suponer que la mayoría habíamos intentado escribir, actividad que siempre ha sido más barata y accesible que filmar; aunque permaneciésemos inéditos, no éramos, por lo general, ágrafos. De hecho, era bastante normal que escribiésemos ya sobre nuestras películas favoritas, aunque fuese para nosotros mismos: para poner orden, para argumentar nuestras admiraciones, para expresarnos.

La asiduidad como espectadores y la necesidad de elegir entre las alternativas a nuestro alcance, lo mismo que el fuerte contraste que existía a menudo entre las dos películas que componían los programas dobles, nos llevaba, muy pronto, a anotar lo que veíamos, cada vez con más datos, a veces aspirando a recopilar una información muy completa, si no exhaustiva, que memorizábamos sin el menor esfuerzo, sin querer. Eso nos iba convirtiendo, sin darnos cuenta, en archivos vivientes, y facilitaba, en una etapa posterior, que asociásemos las películas que más nos gustaban buscando sus puntos comunes: nacionalidad, género, época, quizá algún rasgo técnico como el color o el Cinemascope, la música y su compositor, los intérpretes, el director. De ahí a elaborar, sin saberlo, una especie de política de los autores no había más que un paso, que dábamos en cuanto nos veíamos obligados a elegir y, a base de hacer listas, caíamos un día en la cuenta de cuántas de las películas que nos gustaban, y que habíamos acudido a ver indiscriminadamente, cuando no por casualidad, llevaban las firmas exóticas de John Ford, Raoul Walsh, King Vidor, Anthony Mann, Douglas Sirk, Frank Capra, Delmer Daves, John Sturges, tal vez Alfred Hitchcock... o la más misteriosa de Jacques Tourneur, por no mencionar a gente como Richard Thorpe, Michael Curtiz, William Keighley, André de Toth, Allan Dwan, John Farrow o George Sidney, a quienes por entonces nadie daba la menor importancia, y a menudo tampoco ahora.

El que se crió cinematográficamente a base de westerns como Flecha rota, Horizontes lejanos, Fort Bravo, Apache, Hondo, La reina de Montana Filón de plata, películas de aventuras y piratas como Garras de codicia, La casa grande de Jamaica, La mujer pirata, El temible burlón, Rumbo a Java, La venganza del bergantín, Todos los hermanos eran valientes, Las minas del rey Salomón, Harry Black y el tigre, Mogambo, Cuando ruge la marabunta, La reina de África, Fuego escondido, Fuego verde, Los gavilanes del Estrecho El hidalgo de los mares, intrigas palaciegas o cortesanas como Scaramouche o El prisionero de Zenda, intrépidas fábulas morales y ciudadanas como El halcón y la flecha Martín el gaucho, misterios diurnos y soleados como Conspiración de silencio o grises y lluviosos como La casa de los siete halcones, policíacos como Línea secreta, A 23 pasos de Baker Street, Rififi, Un maldito embrollo El asesino anda suelto, adaptaciones literarias o visiones legendarias como Ivanhoe, El señor de Ballantry, La isla del tesoro, Orgullo de raza, Los tres mosqueteros, Sansón y Dalila, Grandes esperanzas, Los caballeros del rey Arturo Robín de los bosques, musicales como Brigadoon Siete novias para siete hermanos, melodramas como Lilí Brumas de traición, comedias como Casado y con dos suegras, Me siento rejuvenecer, El hombre tranquilo, El quinteto de la muerte, Rufufú, ¡Qué grande es ser joven! Guardias y ladrones, películas de suspense o espionaje como El hombre que sabía demasiado Guantes grises, de guerra como Arenas sangrientas, La patrulla del coronel Jackson, Batalla en el Río de la Plata, Guerrilleros de Filipinas, Huk, grito de muerte Luchas submarinas, o hasta productos nacionales como Bienvenido, Mister Marshall, Mi tío Jacinto, Los tramposos, El cerro de los locos o Las dos y media y... veneno, quizá hayamos quedado encarrilados hacia un tipo de cine clásico y poco pretencioso, rápido y conciso a la vez que pintoresco, mítico, épico y multicolor, que nos hace seguir disfrutando de esas mismas películas cuarenta años después.

Pero también es posible que no nos equivocásemos, y que nuestra inocencia estuviese bien encarrilada hacia buenas películas como son, en general, casi todas las citadas. Cierto, la mayoría eran americanas, de género y en color. Ya entonces eran las procedentes de los Estados Unidos las más abundantes en la cartelera, las más a menudo toleradas, casi siempre las más atractivas y, después de verlas, también las más satisfactorias. Vistas ahora, con perspectiva, eran en bloque las mejores. Por lo demás, las había también italianas e inglesas, francesas o mexicanas, aunque estas últimas resultasen a priori tan poco apetecibles como las españolas, que sólo eran preferibles, por principio, a las alemanas. A muchas se les ha reprochado un infantilismo supuesto que entonces éramos incapaces de advertir y que no hubiésemos considerado inconveniente, porque más bien, en todo caso, nos irritaban las muy sentimentales, y nos aburrían las de amor frente cualquier aventura, por inverosímil que fuese.

No creo que fuésemos al cine ni para evadirnos de nuestro sórdido entorno, ni por no estar en nuestras casas, ni por ver mundo. Con independencia de lo triste y gris que fuese, en efecto, aquella época para nuestros mayores, no creo que a nosotros nos lo pareciera. Creo que para un niño hay siempre cosas nuevas y deslumbrantes, prohibidas o inalcanzables, que hacen atractiva e interesante la realidad más miserable y monótona, menos libre y más pobre y deprimida.

Lo que queríamos era conocer el mundo, no sólo otros países y paisajes, las selvas tropicales, los frondosos bosques, la estepa siberiana o los mares del Sur, escenarios que, efectivamente, poco tenían en común con el Madrid de los cincuenta, sino la vida real, la de los mayores, la de pasiones e intrigas que conocíamos imaginariamente a través de las novelas, pero que queríamos ver ante nuestros ojos, representada e incorporada. Por eso hemos aprendido tanto del cine y de los libros: porque no hacía falta preguntar, y nos permitían —observando, como hacíamos a diario en nuestras casas, en el colegio, por la calle— sacar nuestras propias conclusiones, sin imponernos las suyas ni aburrirnos con explicaciones no demasiado convincentes.

Además, nunca nadie nos obligó a ir al cine ni, menos todavía, a ver una determinada película. Era una elección aún más libre que la de leer un libro: en el colegio había lecturas obligatorias, y nuestros padres podían pillarnos con un libro inadecuado, mientras que, dentro de las toleradas por la censura con un criterio ridículamente estrecho, prácticamente no había limitaciones. Si acaso, nuestros amigos nos las recomendaban o, al contarlas en el colegio, nos llenaban de envidia e impaciencia, llenando de ilusiones los días que faltaban para el sábado o el domingo. Cuando la publicidad era menos invasora y más sugerente, casi recluida en los periódicos, y no existían la televisión ni los making of..., imaginábamos las películas que ansiábamos ver a partir de un comentario de nuestros padres, el relato o la escenificación de alguna escena por los amigos, un fragmento de diálogo pescado al vuelo en un anuncio radiofónico, algún trailer visto en el cine, las colecciones de cromos y los carteles, fachadas y carteleras de los propios cines.

Eso sí, una vez que surgía el deseo, sobre todo cuando aún éramos demasiado pequeños para ir solos, teníamos que convencer a alguien de que nos llevase. Y una vez reclutados acompañantes adultos, era preciso conseguir que accediesen a ver lo que nos apetecía, para lo cual empezábamos ya a practicar esas dotes de persuasión que tanto echa en falta el crítico cuando desea encaminar al lector hacia el cine donde ponen una película rara, desconocida, de origen remoto o de mala acogida crítica general.

Y todos hemos vivido la gran frustración de que algo que queríamos ver nos estuviese vedado: nos faltaban muchos años para llegar a los dieciséis. Por eso creo que todos los cinéfilos hemos odiado siempre, desde pequeños, la censura, y muy pronto, en cuanto cayésemos en la cuenta de su funcionamiento, a los que movían sus hilos e impartían consignas. Para muchos, nuestro primer choque con el régimen consistió en advertir cortes y manipulaciones de doblaje en las películas, en saber que alguien las veía y se permitía no dejar que lo hiciésemos nosotros, en parte, hasta que fuésemos mayores o quizá nunca.

A todo niño no muy gregario, un poco introvertido y no demasiado sociable, por feliz que se sintiera en su casa, siempre le tentaba esconderse en un rincón a leer o sumergirse en una sala oscura y, en silencio, contemplar otros lugares, otras vidas, otras habitaciones, y escuchar otras voces y otras músicas, y viajar a otras épocas, y extraer de ellas algunas pistas para desenvolverse en la vida. Por eso, con el cine hemos aprendido mucho, no sólo sobre el cine mismo, sino sobre la vida en general. Les debemos a las películas no sólo muy buenos ratos y un puñado de recuerdos y emociones y risas, sino muchas enseñanzas que nunca se propusieron ser lecciones, que nosotros mismos aceptábamos como tales, sin decírselo a nadie, sin pedir permiso.

Viene luego, en la vida de todo cinéfilo, el momento de las definiciones. Si, en un principio, podía gustarnos, sin apenas prejuicios, cualquier cosa, llega una hora en la que tratamos de descubrir qué relación existe entre las películas que preferimos, cuyo censo ha ido acrecentándose ligeramente —algunas quedan preteridas por las más recientes descubiertas—, a la vez que tratamos de justificar nuestro desprecio u odio hacia otras, a menudo celebradas por la crítica, o preferidas por el público a las que más nos entusiasman. Es una fase esencial, aunque peligrosa, porque, si es preciso establecer criterios, y estar en condiciones de defender nuestras elecciones, es difícil ser capaces, al mismo tiempo, de no dejarse llevar por manías, por normas arbitrarias y dogmáticas, o por la doble tentación de simplificar y reducir a esquemas las películas, por un lado, y de ser tan exigentes, por otro, que restrinjamos en exceso la gama de lo que preferimos: cuanto más reducido sea nuestro Olimpo, más fácil resultará defenderlo. Como, si se es joven, buscamos apoyos exteriores, opiniones ajenas que confirmen las nuestras y que nos hagan sentirnos un poco menos raros y solitarios, es fácil que atravesemos muchos momentos de desorientación y duda. Hasta que, al azar de las visiones, una serie de películas, no necesariamente las mejores, nos aclaren el porqué de nuestros propios gustos, nos ayuden a fijar las fronteras —amplias o estrechas— de nuestro territorio cinematográfico. Algunas de las películas que, en este aspecto, han sido decisivas para mí, entre 1961 y 1966: ¡Hatari!, Su juego favorito, La fiera de mi niña Me siento rejuvenecer, de Howard Hawks; El tigre de Esnapur-La tumba india Los crímenes del Dr. Mabuse, de Fritz Lang; El testamento del doctor Cordelier, Le Carrosse d'or La regla del juego, de Jean Renoir; Paisà, Fugitivos en la noche El general de la Rovere, de Roberto Rossellini; Las campanas de Santa María, de Leo McCarey; El hombre del Oeste, de Anthony Mann; El maquinista de la General, de Buster Keaton; Luces de la ciudad, El chico Candilejas, de Charles Chaplin; Chicago, año 30 Los dientes del diablo, de Nicholas Ray; Centauros del desierto, Dos cabalgan juntos, El hombre que mató a Liberty Valance, Escrito bajo el sol, La taberna del irlandés El hombre tranquilo, de John Ford; Siete novias para siete hermanos, Página en blanco Charada, de Stanley Donen; Cantando bajo la lluvia, de Donen y Gene Kelly; Pasión bajo la niebla, de King Vidor; Un extraño en mi vida, de Richard Quine; Sed de mal El cuarto mandamiento, de Orson Welles; Madame de..., de Max Ophuls; Buenos días, tristeza, Anatomía de un asesinato, Éxodo, Tempestad sobre Washington El cardenal, de Otto Preminger; Chantaje contra una mujer Desayuno con diamantes, de Blake Edwards; El apartamento, de Billy Wilder; El árbol del ahorcado, de Delmer Daves; Cleopatra, de Joseph L. Mankiewicz; El buscavidas, de Robert Rossen; Vidas rebeldes Moby Dick, de John Huston; Viento en las velas, de Alexander Mackendrick; Amores con un extraño, de Robert Mulligan; Como un torrente, Con él llegó el escándalo, Los cuatro jinetes del Apocalipsis Dos semanas en otra ciudad, de Vincente Minnelli; Lemmy contra Alphaville, Pierrot el loco, Al final de la escapada Vivre sa viede Jean-Luc Godard; Falso culpable, De entre los muertos, Con la muerte en los talones, Psicosis, Los pájaros Marnie, la ladrona, de Alfred Hitchcock; Ensayo de un crimen, Robinson Crusoe Los olvidados, de Luis Buñuel; Murieron con las botas puestas, La esclava libre Una trompeta lejana, de Raoul Walsh; Los cuatrocientos golpes Jules et Jim, de François Truffaut; El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith; Río salvaje, Esplendor en la yerba América, América, de Elia Kazan; Pickpocketde Robert Bresson; Amanecer, Tabú, Tartufo o el hipócrita, Fausto Nosferatu, de F. W. Murnau; Ugetsu monogataride Mizoguchi; La palabra/El verbo Vampyrde Carl Th. Dreyer... y algunas más. Éste es, desde luego, un proceso que no termina: a estas películas se van agregando otras, posteriores o vistas más tarde (El río, Te querré siempre, Tú y yo, Make Way For Tomorrow, Los contrabandistas de Moonfleet, Retorno al pasado, las de Frank Borzage, Ozu, Naruse, Mark Donskoi, Boris Barnet, Jean Rouch, Dziga Vertov, Jean Eustache, Víctor Erice, Maurice Pialat, Abbas Kiarostami...), y otras que van convirtiéndose en películas-clave o películas-test (como La condesa de Hong Kong, Campanadas a medianoche, Peligro... línea 7000, Mandingo My Son John).

En Nickel Odeon nº 11 (verano de 1998)

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