Beat the Devil es una película delirante, disparatada y contagiosamente enloquecida, de una osadía comparable tan solo al descaro y desparpajo de que hacen gala cuantos perpetraron tal atentado a la seriedad artística, los usos y las buenas costumbres que propugnan los historiadores del séptimo arte —siempre rezagados—, a las razonables exigencias del comercio y la industria. Se diría que semejante desprecio por las virtudes de la lógica, la verosimilitud y la coherencia no pueden sino obedecer al propósito, doloso e irresponsable, de sabotear el producto y bloquear el funcionamiento de la cadena de montaje en serie. Huston y sus cómplices fueron aquella temporada unos malos muchachos y a punto estarían de arruinar a los incautos proveedores de fondos, engatusados por un reparto estelar tan heteróclito como atractivo para los que oyen campanas sin saber dónde: Humphrey Bogart, Gina Lollobrigida, Jennifer Jones; hasta los comparsas son ilustres, sobre todo Peter Lorre y Robert Morley, abandonados o inducidos a la más regocijante «sobreactuación» de sus respectivas carreras, ricas en personajes truculentos, interpretados con un actuación» de sus respectivas carreras, ricas en personajes truculentos, interpretados con un histrionismo que bordea la autoparodia (véase a Lorre en Crimen y castigo, El halcón maltés, Veinte mil leguas de viaje submarino o Jerry Calamidad, por poner un ejemplo de cada década).
No sé si los Woolf Brothers irían a dar con sus huesos en la cárcel, pero poco parece haberles importado a sus socios John Huston (productor), Jack Clayton (asociado), Bogie (Santana Productions)— perder sus aportaciones, tras embarcar en la aventura a David O. Selznick (consorte de Jennifer), Robert Haggiag, Dear Film y United Artists, con tal de divertirse como locos y, de paso, permitir que, casi treinta años después , lo pasemos en grande algunos (al menos) de sus espectadores.
Evidentemente, rodada sin guion, o haciendo caso omiso del previsto inicialmente, e improvisada sobre la marcha en un «set» con barra libre a cargo del presupuesto, con un timonel dispuesto a aceptar la colaboración pirada, bebida o bromista de cualquier integrante del reparto o del equipo técnico, no es de extrañar que sea la película menos ilustrativa —no había nada que traducir en imágenes, naturalmente— de Huston, la más libre y cómica, la más espontánea e imprevisible, la más socarrona y la que mejor revela un cierto lado del carácter de su autor, que en otras obras se hace invisible o insospechable (pienso, por ejemplo, en Reflejos en un ojo dorado). Claro que para lanzarse tan alegre y despreocupadamente al placer de urdir cuentos chinos y de filmar sin pensar en qué dirá la crítica es preciso rodearse de los compinches apropiados: no a todo el mundo le inspira el whisky ni le estimula la falta de ataduras (véase el lamentable resultado de otras fiestas semejantes, El juez de la horca, del propio Huston, o Cuatro tíos de Texas, de Aldrich); pero hay que reconocer, tanto de antemano como a la vista de lo conseguido, que los invitados por Huston a este guateque en Italia eran inmejorables: ni siquiera la idea de casar a Bogie con la Lollo era entonces tan sádica o disparatada como puede parecer ahora, si se recuerda que por aquellas fechas Gina estaba realmente seductora en películas como Pan, amor y fantasía (1953) o Pan, amor y… celos (1954), de un Comencini a mitad de camino entre Renoir y Berlanga; y Jennifer Jones, teñida de rubio y convertida en una mitómana digna de figurar en el Guinness Book of Records, se revela una feliz compañera de juego.
Se ha dado mucha importancia a la intervención (como co-guionista reclutado sobre la marcha) de Truman Capote, pero a menos que de vacaciones o bajo los efectos del alcohol sea otra persona, nada encuentro en Beat the devil que lleve la marca del autor de Breakfast at Tiffany’s o In cold blood, pese a haber leído cuanto ha dado a la imprenta. Es más, los diálogos —que considero de lo más geniales del cine de habla inglesa— son inconfundibles aunque caricaturescamente «hustonianos», y sólo existe una diferencia de grados y de tono entre éstos y los de otras películas del creador de El hombre que pudo reinar, atribuible a la euforia reinante durante el rodaje y a la «mitchumiana» indolencia con que los intérpretes los profieren, cuando no se entregan al más voluptuoso y consciente histrionismo. Aquí Bog parece Jerry Lewis cuando —en Un fresco en apuros (1955)— remeda a Bogart, y Lorre se desplaza más sinuosamente, más «pegado al suelo» y con la cabeza más hundida entre los hombros que nunca —ni siquiera en Secret Agent (1936), de Hitchcock, o en Arsenic and Old Lace (1942), de Capra, estuvo tan demencialmente gracioso, y su expresión de infinito fastidio cuando le llaman «O'Horror» (en vez de O'Hara) está aún más cerca de colmar su paciencia que cuando Kirk Douglas le despeinaba a bordo del «Nautilus»— mientras Jennifer habla sin parar y mientras más que habla, complicando más todavía una situación ya bastante liosa, Gina se deja fascinar por un pulcro británico que no se entera de nada, y Robert Morley pasea su voluminosa silueta y trata de mantener a raya a su impulsivo esbirro, el «Galloping» Major Jack Ross (Ivor Barnard), y a su escuálido y compungido socio (Marco Tulli).
Nada diré de la enrevesada historia, pues contarla a grandes rasgos requeriría diez veces la extensión máxima de esta crítica y sólo serviría para marear al lector y perderle en un laberinto que resulta mucho más grato recorrer de la mano de los personajes de la película, divertidos hasta cuando se presentan y dicen su nombre. Porque Billy Dannreuther (Bogart) y su mujer, Maria (Gina), Gwendolen Chelm (Jennifer) y su marido, Harry (Edward Underdown), como el grotesco y variopinto cuarteto de «hombres desesperados» que forman Petersen (Morley), el melifluo y quejumbroso Julius O'Hara, el belicoso ex mayor de inclinaciones nazis y el flaco Ravello, son mucho más inolvidables que un argumento que es McGuffin en estado puro, más aún que la famosa estatuilla del halcón maltés que perseguían los personajes inventados por Hammett y recreados a su modo por Huston.
Bastantes años después, empezando por Truffaut —en el memorable Tirez sur le pianiste (1960)— para acabar con una legión de novicios americanos que más vale no mentar (en los 70), a la que se sumó algún «listo» intelectual, borracho de Brecht y no de bourbon, han tratado de emular —sin darse cuenta o citando explícitamente su modelo— lo que Huston y su pandilla hicieron en Beat the Devil espontánea y casi inconscientemente. Ahora bien, lo mismo que no está al alcance del Burt Kennedy de Ataque al carro blindado (1967), el ritmo calmo y despacioso de Hawks en Eldorado (1966), para conseguir el tono suelto y relajado de La burla del diablo, es preciso no confundir la despreocupación con el desapego, ni la conciencia de la representación con la famosa «distanciación», y —sobre todo— no creer que es lo mismo el humor y la autoironía que el sarcasmo y la parodia. Los que no sepan distinguir lo pagarán muy caro: como espectadores serán incapaces de apreciar la diferencia existente entre The Maltese Falcon, The Big Sleep o To Have and Have Not, por un lado, y Beat the Devil o The African Queen, por otro, y se perderán lo que unas y otras ofrecen; si se trata de directores, actores o guionistas, la cuestión es más grave y se arriesgan a hacer el ridículo, en el mejor de los casos, o una estupidez.
Beat the Devil invita a la risa cómplice, pero ¡ojo!: sólo de los que se toman muy en serio lo que cuentan The Maltese Falcon (de Hammett o de Huston), Key Largo, The Asphalt Jungle, To Have and Have Not (tanto el de Hemingway como el, muy diferente y aún mejor, de Hawks), The Big Sleep (de Chandler o de Hawks), The Long Goodbye (de Chandler), Red Harvest, The Glass Key o The Thin Man (de Hammett), Sleeping Beauty o The Underground Man (de Ross MacDonald) o, para llegar al límite, Casablanca (de Michael Curtiz). Los advenedizos, los «modernos» o los degustadores «desde las alturas» de lo kitsch, lo camp o las «pasadas» deben recordar las inmortales palabras del viejo Charlie Allnutt, «Lo que más odio en el mundo son las sanguijuelas», e imaginarlas escritas en los títulos de La burla del diablo tras la advertencia que daba comienzo a Citizen Kane: «NO TRESPASSING».
En “Casablanca” nº 5, mayo-1981
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