Advertiré para empezar que se trata de un libro sumamente interesante, sin duda de los más esclarecedores e intrigantes que pueden leerse sobre Dreyer, y que me asombra que, en un país en el que no ha de ser una empresa a priori muy comercial publicar un libro sobre un cineasta danés —por mucho que sea uno de los más grandes de la historia del cine—, no se haya traducido, y en cambio se haya editado uno autóctono cuya utilidad se me escapa por completo. (1)
El libro de Drouzy, que sigue pautas más habituales (y adecuadas) en el ensayo literario que en el cinematográfico, se lee como una novela, como un largo reportaje de investigación periodística, casi policíaca. Es, también, una muestra razonable (y digo esto porque abundan las delirantes) de la aplicación del psicoanálisis a la crítica de cine, o más bien a la indagación biográfica, ya que es el cine, precisamente, las películas concretas de Dreyer (y eso que no son muchas) y las sorprendentes variaciones de estilo que llaman la atención de una a otra —salvo en las cuatro últimas, de Dies Irae (1943) a Gertrud (1964)—, lo que echo en falta del análisis de Drouzy, tan meticuloso en otros aspectos, tan razonado incluso cuando se adentra en el terreno siempre aventurado de las hipótesis y las conjeturas.
Por eso he de confesar también que es, para mí, a la postre, un libro decepcionante, ya que lo que me interesa de Dreyer no es su vida —no más aventurera y llena de colorido y peripecias que la de Robert Bresson o la de Henry James—, ni siquiera sus melodramáticos orígenes —aunque, evidentemente, pueden iluminar algunos aspectos de su obra, más, ¡ay!, temáticos y argumentales que cinematográficos o estilísticos, que son los que de verdad hacen extraordinario su cine—, sino sus películas, tan maravillosas, admirables de rigor y conmovedoras como imprevisibles, misteriosas y distintas de casi todas las demás, y ello en todas las etapas de su carrera y a pesar de ese constante camaleonismo a la inversa que caracteriza su evolución formal, su dramaturgia y su técnica narrativa.
Esto, debo admitirlo, puede ser una manía personal, pero creo poder razonar objetivamente que no es tanto el carácter íntimo del artista, sus gustos o preferencias políticas, sexuales o religiosas, su signo del zodiaco o sus manías alimenticias lo que me hace admirarle y me lleva a ver con interés sus películas o tratar de completar mi conocimiento de su filmografía, sino, por el contrario, que es la emoción o el conocimiento del mundo y de los seres humanos que sus obras me proporcionan, su originalidad o singularidad como expresiones cinematográficas, lo que revelan de su personalidad o de su ideología —de lo que se ha dado en llamar, a veces con exageración, su visión del mundo— lo que puede hacerme sentir curiosidad por sus orígenes, sus años de aprendizaje o sus experiencias vitales más traumáticas, y tratar de buscar en ellas una explicación —probablemente indirecta y hasta disimulada o sublimada, a veces enmascarada e invertida, casi siempre sólo parcial e insuficiente— de los rasgos que más me intrigan y llaman la atención, de las cosas que no consigo explicarme —quizá erróneamente, por lo demás— de su cine, de las historias que parecen obsesionarle —cuando esto sucede, que no siempre ocurre— o de determinadas características anómalas o excepcionales en su época de su modo de entender el cine.
No creo, por tanto, en general, que se deba dar una importancia excepcional ni a los antecedentes familiares ni a las peripecias biográficas de los artistas, mucho menos que se les dé primacía sobre lo que hicieron, que es, a fin de cuentas, lo que nos ha llevado a interesarnos por ellos y lo que les convierte en artistas, siempre que lo sean, y conviene recordar que no lo son todos los directores de cine. Cabe perfectamente en lo posible que un realizador meramente artesanal, cuyas películas no transmiten nada personal y que no tienen entre sí los menores lazos familiares, haya vivido una vida apasionante, repleta de aventuras épicas, o que fuese un tipo estupendo y dotado de un colosal sentido del humor, y así nos lo revelan algunas autobiografías, a menudo para nuestra sorpresa, sin que nada de ello haya encontrado eco en las películas que dirigió; del mismo modo, se sabe ya que algunos grandes artistas lo fueron precisamente porque la mediocridad de sus horizontes vitales les impulsaba a proyectarse a otras vidas, otros mundos, y a compensar inventándose historias la falta de argumentos de su existencia personal, o que lo único que hicieron a lo largo de toda su nada interesante biografía fue escribir, pintar, componer música o realizar películas.
Por eso, creo que el libro de Drouzy, ameno y lleno de información inédita, merece ser leído por todos los admiradores de Dreyer, aunque lo que nos proporcione sea, más que nada, algunas pistas, materia prima para ulteriores pesquisas, confirmaciones de algunas sospechas que pueden ser un buen punto de partida, pero siempre después de haber tenido en cuenta sus películas, para el gran libro sobre el cine de Dreyer que algunos —entre los que me cuento— esperamos que alguien escriba. No es, desde luego, empresa fácil, pues son tales los problemas que Dreyer plantea que, normalmente, los estudiosos tienden a eludirlos y escamotearlos, en un sentido u otro, o a coger el rábano por las hojas y tratar de explicarlo todo a través del prisma de aquella parte que mejor dominan o que más (o menos conflictivamente) les interesa, como acaba por sucederle a Drouzy.
Carl Th. Dreyer, né Nilsson. Maurice Drouzy, Cerf. París, 1982.
(1) Cuando se repasan las pruebas, se hace preciso aclarar que me refería al de Juan Antonio Gómez García (Fundamentos, Colección Arte, Madrid, 1997) y no al homónimo Carl Theodor Dreyer, de Manuel Vidal Estévez (Cátedra, Colección Signo e Imagen Cineastas. Madrid. 1997), aparecido a finales de julio y que, aunque no responde a mis expectativas, no carece de utilidad; sin parecerme tampoco satisfactorio, es un libro con el que, al menos, se puede discutir, como sucedía ya con las monografías de Tom Milne, David Bordwell, Drouzy y Claude Perrin, o los largos ensayos de Paul Schrader y Noel Burch.
En Nickel Odeon nº 8 (otoño de 1997)
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