lunes, 2 de octubre de 2023

El hombre tranquilo y sus raíces

A primera vista, The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1952) parece una película "sin guión", más "improvisada" sobre el terreno que cuidadosamente escrita y preparada.

Hay espectadores —sobre todo críticos— que lo consideran un mérito; otros, en cambio, se apoyan en tal suposición para quitarle importancia: se trata de un juego, un "divertimento" del director y sus amigos (técnicos y actores), una película "de vacaciones" hecha con poco rigor y sin prisas. En suma, el "Capricho irlandés" de John Ford.

Basta una segunda visión, o un poco de atención para advertir que El hombre tranquilo tiene poco en común, pese a la presencia de John Wayne, con Donovan's Reef (La taberna del irlandés, 1963) del propio Ford, y menos aún con Hatari! (1961), película con la que suele ser asociada, aunque sólo tienen un parentesco superficial. Si se analiza la sensación de relajada alegría que ambas contagian al espectador, se ve que la de Hawks es mucho más simple: en lugar de contar una historia, ejecuta un sencillo programa binario, alternando escenas de reposo (en clave de comedia) con escenas de trabajo (que, al consistir en capturar animales vivos, se asimila al cine de aventuras, aunque la película en su conjunto, por falta de densidad narrativa y, pese a que hatari significa peligro en swahili, de tensión dramática, no pertenezca al género).

Años antes de que John Ford consiguiera por fin rodarla, El hombre tranquilo existía ya en forma literaria: la novela de Maurice Walsh, que Ford hizo adaptar por Frank S. Nugent, personalizándola adicionalmente al hacer que los personajes fuesen incorporados por miembros de su "compañía estable" de actores, tan asociados al mundo fordiano y tan inconfundibles por su aspecto, su modo de estar y moverse, o su dicción, que el "casting" sería suficiente para "fordianizar" automáticamente cualquier historia, por ajena que pudiera serle. No era este el caso, pues, aunque no se trate de la primera película del cineasta con tema y personajes irlandeses, suponía su retorno a la tierra de sus antepasados, al país del que su familia se llevó un pedazo al estado de Maine (Nueva Inglaterra), poco antes de que, ya en el Nuevo Mundo, naciese John Ford, hijo y hermano menor de irlandeses nativos.

Cabe deducir que, pese a las apariencias, El hombre tranquilo es una obra meticulosamente preparada y elaborada. No sólo es la primera que rodó Ford fuera de Estados Unidos —aunque aprovechase la menor ocasión para alejarse de Hollywood y dificultar el acceso a su plató de productores, supervisores y ejecutivos—, sino que se planteó como la primera de una serie, que hubiese contribuido a sentar los pilares de un posible cine irlandés. Ford no desembarcó en un pueblo cualquiera de Irlanda y se limitó a emplazar en él su cámara, para captar a una serie de actores —habituales en su cine y casi todos de origen irlandés: John Wayne, Maureen O'Hara, Victor McLaglen, Jack Macgowran, Barry Fitzgerald y su hermano Arthur Shields, Ward Bond; cuando no nacidos en Irlanda como su hermano mayor Francis, o Sean McClory— rodeados de irlandeses, no profesionales (alguien dijo que todos los irlandeses son actores, narradores y cantantes, además de aficionados a la bebida, el juego, las peleas y las apuestas) o procedentes del teatro. Cierto que algo hay de esto en su estrategia, pero su Innisfree no existe más que en The Quiet Man, es una creación de su espíritu, un mosaico ficticio creado con retazos de pueblos diferentes y hasta distantes —ni siquiera del mismo condado—, elegidos tras meticulosas y dilatadas localizaciones, que veintitantos años después obligaron a José Luis Guerín, cuando se le ocurrió hacer Innisfree (terminada en 1990), a recorrer media Irlanda en su busca.

La comparación con este "palimpsesto" o apéndice a El hombre tranquilo de Guerín demuestra, aun siendo también Innisfree una película menos "documental" y más construida y medida de lo que se tiende a pensar y decir, hasta qué punto es la de Ford una obra totalmente escrita y de muy compleja estructura narrativa, que se basa no sólo en un detallado guión, sino además, como es costumbre en Ford, en biografías completas de todos y cada uno de los personajes, por fugaz que sea su aparición, lo que permite que, sin contamos su vida, los actores los encarnen y el director nos los muestre sabiendo cómo son y lo que han hecho hasta ese momento, e incluso cómo será lo que les quede de vida, y que eso, casi subliminalmente, se nos trasmita: tal método explica que nadie que haya visto, por ejemplo, My Darling Clementine (Pasión de los fuertes, 1946) sea capaz de olvidar la réplica de un viejo figurante a la pregunta "Mack ¿has estado alguna vez enamorado?": "No, he sido barman toda mi vida", y que podamos imaginar sin dificultad su existencia a partir de esa simple frase y del aspecto y la actitud del intérprete.

The Quiet Man cuenta alusivamente, con grandes elipsis, las vidas de varios personajes, sin necesidad de narrarlas ni de que las relaten ellos; sutilmente sugeridas, están al alcance de quien quiera "atar cabos". Así, cuando Barry Fitzgerald se despide de John Wayne y dice que irá al pub de Cohan "and talk a little treason", adivinamos una simpatía por el IRA, probablemente más centrada en conspiraciones de café y comentarios irónicos contra los ingleses que en la militancia armada, aunque puede que, en otro tiempo, el pacífico Michaeleen Og-Flynn fuese un activista (se dirige a varios de los simpáticos parroquianos de la taberna por su grado militar). Así, la relación, que se intuye larga y tormentosa, entre Will "Red" Danagher y la viuda Tillane, o la actitud maternalmente protectora — para con todo el mundo, incluido su esposo— de la mujer del pastor protestante, precisamente porque no tienen hijos. O las aficiones —y frustradas ambiciones— boxísticas del mencionado pastor (Arthur Shields), que precipitan el flashback del trágico final de la carrera pugilística de Sean Thornton en América. De pasada, breves alusiones dialogales, llenas de humor, nos documentan sobre las andanzas de su padre y su abuelo, de tal manera que, poco a poco, sin que apenas lo advirtamos, la película nos va suministrando información acerca de todos los personajes, de su actitud política, de sus antepasados, de sus peripecias anteriores en cualquier terreno. Datos que se nos comunican siempre con gran economía, evitando la redundancia incluso cuando debemos enlazar informes procedentes de varias fuentes, teñidos de subjetivismo, y que se introducen en momentos separados a lo largo de más de dos horas; de hecho, tales indicios, parciales, no objetivos, dispersos, nos llegan como en la vida, a través de comentarios o cotilleos de terceros, de cosas que se escapan en un momento de descuido, de corazonadas o deducciones a partir de un gesto, una mirada, un rubor, un tic: por eso no parecen "colocados", sino captados naturalmente allí donde están, aparentemente al azar.

Los medios de que se sirve Ford para poner esa información dispersa a nuestro alcance son también enormemente variados, sin que llegue nunca por dos vías —color y diálogo, por ejemplo— al tiempo, ni siquiera sucesivamente. Este tipo de distribución, que supone elegir el momento oportuno para matizar o ampliar un rasgo de carácter, añadir un detalle o puntualizar un hecho, no es algo que pueda lograrse sin un gran esfuerzo; lograr, además, que ninguna revelación resulte superflua ni forzada o fuera de lugar tiene un mérito adicional, que tampoco depende de la inspiración, sino de un trabajo concienzudo, a partir de un agudo sentido de la observación y buen "oído" para el diálogo, ciertamente imprescindibles, y, sobre todo, de una sabiduría dramática y narrativa que tampoco es innata y natural, sino que requiere una experiencia práctica, un oficio que sólo se adquiere ejerciéndolo muchos años, es decir, algo que no está al alcance de los cineastas americanos hoy en activo, y menos aún de los europeos, ya que su carrera entera suele constar de menos títulos que la etapa de aprendizaje "anónimo" de los grandes de la época dorada de Hollywood.

Toda esa estrategia de comunicación presupone, por añadidura, unas reglas del juego comúnmente admitidas, de unos códigos de representación vigentes, de un tácito contrato entre el cineasta y su público, que hoy brillan por su ausencia o se conservan precariamente, de forma meramente residual, con una fuerza muy relativa, en el mejor de los casos, cuando no se ha convertido en una "lengua muerta" que poco espectadores entienden.

El arte de contar en el mínimo tiempo posible, escatimando palabras —por considerarlas un recurso fácil, y más literario o teatral que cinematográfico—, ahorrando gestos y planos cercanos, para que los que se empleen cobren fuerza y sentido, es un secreto que, lamentablemente, se ha ido olvidando y está a punto de perderse por falta de continuadores, tras la extinción de los últimos cineastas formados en el periodo silencioso. Porque es el lenguaje del cine creado entonces, o aprendido directamente viendo películas mudas, antes de que el cine se viese contaminado por la verbosidad de la televisión, que narra más mediante el diálogo que a través de las imágenes —¿demasiado pequeñas y planas para confiar en ellas?— y en la que, contando con la falta de concentración de los espectadores y su atención intermitente, se reiteran frases, gestos, escenas, estructuras y datos, para compensar la ausencia de oscuridad y silencio, la abundancia de interrupciones. Que las películas escritas y realizadas "a la antigua", con independencia de su calidad, como Gone With The Wind (Lo que el viento se llevó, 1939), Casablanca (1942) o The Quiet Man, sigan funcionando perfectamente, incluso "reducidas" por televisión, demuestra que la fórmula era buena y conserva, en sí, vigencia plena; quizá no es ya lo que el público demanda, al menos conscientemente, o lo que los productores creen que desea o lo que los cineastas quieren o saben hacer ahora, pero cuando se lo ofrecen, casi todos los espectadores lo aceptan con agrado, incluso con gratitud, como indica la frase habitual: “Una película de las que ya no se hacen".

Comentario este que, si se interpreta correctamente, responde por completo a la realidad, ya que no quiere decir, como a veces se pretende, que "ya no se hacen películas tan buenas", sino que no se hacen de la misma manera y que, en consecuencia, no se perciben, sienten o disfrutan del mismo modo, e incluso que hay un tipo de películas, con una concepción de los personajes, de la interpretación y de la narración, y con una manera de dirigirse al espectador, de interpelarle sin recurrir a efectismos publicitarios, que no se hacen ya, o sólo muy excepcionalmente, y con un enfoque "neoclásico" que está muy lejos —casi en el polo opuesto— del espontáneo clasicismo alcanzado sin proponérselo por las obras que, sean los jóvenes cineastas conscientes de ello o no, les sirven de modelo. De ahí, por ejemplo, la para mí indiscutible superioridad de la modestísima, olvidada y (significativamente) nunca mencionada por Steven Spielberg —ni por los críticos— Secret of the Incas (El secreto de los incas, 1954) de Jerry Hopper, sobre la serie de Indiana Jones, que en buena medida, y en factores tan fundamentales como el aspecto del protagonista, procede directamente de ella, sin apenas elaboración adicional, salvo que sea consciente el manierismo sin fe —o descreído— de Spielberg, que le empuja a exageraciones que bordean la parodia, mientras que el nada respetado Hopper contaba las aventuras de Charlton Heston completamente en serio, sin cruzar su estética con la del "comic" ni hacer irónicos guiños de complicidad al espectador adulto.

La aparente espontaneidad de ciertas películas de antaño que hoy permanecen sorprendente y perennemente vivas y "frescas" se debe, creo yo, a que eran sentidas y sencillas, verdaderamente originales y carentes de pretensiones, no a que brotasen automáticamente de sus artífices ni a que fuesen ocurrencias repentinas, ni el producto de la inspiración o de una "genialidad" congénita. Lejos de manarles por los poros, sin esfuerzo alguno, a estos cineastas, tales películas eran producto de una maquinaria industrial bien engrasada, de una eficaz red de distribución y exhibición que facilitaba el diálogo constante con el espectador, del mantenimiento de equipos estables y bien remunerados de profesionales competentes y de un trabajo de preparación tan intenso como para poder realizarlas, llegado el caso, en muy poco tiempo y a coste relativamente bajo sin que el resultado final delatase premura o economía. "Trabajo, trabajo, trabajo", y más "transpiración" que "inspiración" eran las fórmulas del éxito duradero. Y la base de ese trabajo, de su división entre diferentes especialistas y de su programación temporal, era siempre tener algo que contar y un guión sólido, sin fisuras, estudiado en sus mínimos detalles, podado de hojarasca inútil, claro y ordenado narrativamente en el que todo estaba previsto, incluso un margen de improvisación que los elementos meteorológicos, los accidentes o las limitaciones de los intérpretes podían hacer necesaria.

El guión era armazón o esqueleto, estructura y cimientos, trampolín y rampa de lanzamiento, guía y carril, red protectora o chaleco salvavidas en caso de caída. No debe extrañar que todos los cineastas clásicos, sin excepción, consideren el guión como la condición "sine qua non", necesaria —aunque no suficiente— para hacer una buena película; eran también conscientes de que un guión no garantiza nada, pues no es sino una partitura que hay que interpretar, un esquema de papel —un blueprint— que, justamente, tenían que realizar.

Y sabían muy bien que de poco o nada servía una buena historia, una construcción dramática "in crescendo", unos personajes psicológicamente verosímiles y unos diálogos brillantes si los actores no hacían creíble todo eso y si el director no imprimía al relato, por lógica que fuese su sucesión narrativa, el dramatismo, el ritmo y la emoción que eran precisos, y cuyo mantenimiento requería a su vez, hábilmente dosificada, cierta dosis de humor.

Como no habían llegado a esas conclusiones de golpe, ni al amparo de una teoría estética, no eran recetas del oficio, sino nociones intuitivas, deducidas de la experiencia, a fuerza de aciertos y errores, analizando los éxitos ajenos tanto como los fracasos propios. No aplicaban fórmulas rígidas ni supuestamente exactas, no se creían infalibles y conservaban una flexibilidad y una capacidad de adaptación que les permitía, en todo momento, reaccionar con agilidad. Precisamente por no ser un procedimiento con normas fijas y estandarizadas, el método no es copiable desde fuera ni, sobre todo, ahorrándose el trabajo que requiere su eficacia. Este tipo de guiones no se empiezan a escribir sin saber cómo acaba la historia, y no le salen a la primera a Dudley Nichols, Ben Hecht, Leigh Brackett, Samson Raphaelson, Borden Chase, Charles Schnee, I.A.L. Diamond, Frank Nugent, James Edward Grant, Ben Barzman, Philip Yordan, Casey Robinson, Billy Wilder, Preston Sturges, Joseph L. Mankiewicz, Robert Rossen, Garson Kanin, John Twist, Robert Riskin, Jo Swerling, A.I. Bezzerides, Wendell Mayes, Ben Maddow, Alan Sharp, Horton Foote, John Huston, Alvin Sargent, Francis Ford Coppola o Donald Ogden Stewart, ni a nadie verdaderamente inteligente y que sea un auténtico profesional. Estos guiones se escribían de cabo a rabo seis, diez, quince veces; los leían y revisaban críticamente otras tantas personas que interrogaban a sus autores sobre las más recónditas motivaciones de un personaje, una frase o un detalle. Es probable que se quedaran en el camino algunas buenas ideas, que se perdiesen diálogos de gran belleza o audaces giros dramáticos, pero solía reforzarse la línea de flotación y se consolidaba la estructura, se suprimían caprichos y detalles superfluos, se conciliaban contradicciones e incoherencias y se orientaba dramáticamente cada escena hacia un objetivo convergente final, tan claro como aparentemente sencillo y lógico, que surge como consecuencia de todo lo que se nos ha contado hasta ese momento.

Contrariamente a lo que habitualmente sucede en, por ejemplo, el cine de Fritz Lang, o de otras maneras en Hitchcock o Hawks, e incluso en algunas películas del propio Ford —como The Searchers (Centauros del desierto, 1956), The Wings of Eagles (Escrito bajo el sol, 1956), Two Rode Together (Dos cabalgan juntos, 1961), The Man Who Shot Liberty Valance (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) o 7 Women (7 mujeres, 1965)—, ningún plano de The Quiet Man parece previamente fijado, determinado, encerrado en el marco de su encuadre, menos aún dibujado: de ahí la impresión casi "documental" que produce, esa engañosa sensación de que Ford llegó, miró, colocó la cámara y filmó. La misma falsa sensación de ausencia de esfuerzo provoca su desarrollo narrativo, en el que no son visibles los vectores dramáticos y no se subrayan nunca las líneas de fuerza: por eso parece un encadenamiento casi arbitrario de campechanas digresiones, con la libertad de incisos, circunloquios y retrocesos que caracteriza los relatos orales, las narraciones de leyendas, chistes, anécdotas y exageraciones con que a menudo se ameniza una sobremesa o se distrae la espera de un tren que viene retrasado o un largo trayecto de diligencia.

Otro factor distintivo que requiere al menos una alusión es la musicalidad que preside todo el planteamiento de la película, y que no reside únicamente en la pegadiza y rítmica partitura que acompaña, comenta, anuncia o impulsa la acción, ni a las numerosas canciones que puntúan su desarrollo, ni al singsong de los diálogos también típicos de los irlandeses. Me refiero a la construcción misma de las secuencias de la película, que alternan el andante con el allegro, el presto con el adagio maestoso, de tal manera que uno puede imaginar las páginas del guión con anotaciones tímbricas, tonales y de medida semejantes a las de una partitura. No sé si Ford tocaba de oído, o tenía conocimientos musicales, además de una notoria afición —heredada del mudo, cuando se guiaba a los actores con música de plató, costumbre que mantuvo Ford vigente con el acordeón de Danny Borzage, el hermano de Frank—, como podría hacer sospechar, por ejemplo, que una de sus mayores frustraciones fuese que no le tomasen en serio cuando se ofreció a dirigir no recuerdo si La Traviata o La Bohème en la Metropolitan Opera House. Aunque es obvio que quienes no consideraron con atención su propuesta no conocían su cine, ya que a menudo sus películas se prestan a la comparación con óperas, en las que el guión —con el que tantas libertades parecía tomarse Ford, porque se lo sabía de memoria— sería poco más que el libreto, y el impacto total dependería, básicamente, de la musicalidad añadida a las imágenes mediante dos elementos básicos, en principio más plásticos que sonoros o dramáticos: la belleza de los gestos significativos de los actores y los encuadres y su composición e iluminación. Es evidente que el objetivo final de Ford, como el de los músicos de su tiempo, era expresar sus emociones y lograr que el público las compartiese.

En Viridiana nº 3 (septiembre de 1992)

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