La figura de Edmund Goulding está, para mí, rodeada de una cierta aureola de misterio: cualquiera de sus películas sugiere que su director es un hombre cultivado, inteligente y elegante… pero bastante poco más. De nada sirve ir conociendo mejor su obra, porque resulta igual de impenetrable cuando uno ha visto doce o trece que cuando apenas recordaba vagamente tres.
Esa hipótesis acerca de su carácter parece verse confirmada al buscar su nombre en un diccionario y descubrir que nació el año 1891 en Inglaterra —a cuyos nativos se suelen atribuir, acaso abusivamente, algunos de esos rasgos— e hizo y escribió teatro —Out of the Fog y God Save the King, y Ellen Young en colaboración—, por entonces considerado un «arte» mucho más respetable que el cine, incluso si se trataba más bien de revistas, de vaudeville o de music hall, que de hecho fueron las principales canteras escénicas de las que se reclutaron directores e intérpretes cinematográficos, sobre todo a partir de la irrupción del sonido.
Aunque hay que recordar que Goulding ya en 1921 estaba haciendo películas —como guionista y actor— en América, pues nunca trabajó en este medio en Europa; poco después, como tantos ingleses, escribió una novela de aventuras marítimas, Fury, que fue llevada al cine por Henry King. Entre los directores para los que escribió o actuó, junto al ya mencionado y entonces prestigioso King en más de una ocasión —por ejemplo, en la célebre Tol'able David (1921), que tanto admiró Pudovkin—, figuran nombres tan ilustres en esos años como hoy olvidados o desconocidos; por ejemplo, Herbert Brenon, George Fitzmaurice y Robert Z. Leonard.
Es muy posible que su «británica» flema, y una cierta discreción y modestia, hayan contribuido a desdibujar la personalidad de Goulding: sorprende que un hombre de carácter o con aspiraciones estéticas bien definidas fuera capaz de adoptar tan camaleónicamente los estilos de las sucesivas compañías de producción en que asiduamente trabajó: sus tres films con George Brent y Bette Davis, a finales de los años 30, son tan típicos de la First National - Warner Bros, como característicos de la Fox los de los años 40 y 50, pero el único de sus films mudos que conozco, para mí la mejor versión de la novela de Tolstoi Anna Karenina que ha dado el cine, Love (1927), es inequívocamente Metro, la primera productora que le contrató como director-guionista, y no sólo por la presencia de Greta Garbo. A pesar de la colaboración no claramente determinada del director teatral ruso Dimitri Buchowetzki, que parece haber ido más allá de supervisar la ambientación y los decorados para asegurar la autenticidad de la atmósfera rusa de la película, esta obra sería suficiente para justificar que se prestara atención a la filmografía de Goulding.
Cuanto acabo de decir sugiere que su estilo era maleable y poco personal: parece limitarse a un par de principios básicos muy generales, identificables con la tradición clásica del cine americano, que siempre pueden aplicarse, aunque se acepten las modas y el look particular de cada productora, y se pase del glamour brillante y un poco plano de la Metro a la imagen más seca y contrastada, con ritmo más rápido, de la Warner, para volver a la morosidad algo solemne —cuando no pomposa— de los productos de prestigio de la Fox, indisociada de un uso discreto pero sistemático de la profundidad de campo y de una extraordinaria nitidez fotográfica, es decir, de la asimilación estandarizada de algunos rasgos de los estilos personales, casi opuestos pero con una base común —no en vano compartieron a Gregg Toland como director de fotografía y suscitaron simultáneamente el interés de André Bazin—, y quizá complementarios, que sentaron William Wyler (desde finales de los años 30) y Orson Welles (a principios de los 40).
El rasgo que unifica todas las películas de Goulding que conozco es la inteligentísima y enérgica dirección de actores, sin duda su punto fuerte y el fundamento de su prestigio tanto en la industria —para productores, distribuidores y exhibidores, por aquellas fechas prácticamente los mismos, o al menos empleados del mismo patrón— como entre las estrellas más cotizadas: todos parecían dispuestos a trabajar con él, que debía ser un competente y educado guía, si no hacia el Oscar, sí, al menos, hacia las críticas elogiosas y el incremento de la popularidad.
Si nos fijamos con cierta perspectiva en sus películas, su filmografía se presenta como un desfile de personajes, entre los que destacan, casi siempre, los femeninos, sin que ello le convierta en un women’s director ni le impida en modo alguno —como se pretende, exageradamente, a propósito de Cukor— profundizar en los masculinos. De hecho, fue un cineasta con el que trabajaron más de una vez varios de los actores principales, más taquilleras y por ello más exigentes y conflictivos de la Fox, como Tyrone Power, Paul Douglas o Linda Darnell, lo mismo que Bette Davis, Miriam Hopkins, Humphrey Bogart o George Brent en la Warner o Greta Garbo en la Metro, o Gloria Swanson, Marion Davis, Burt Lancaster, Edmund Gwenn, Dorothy McGuire, Charles Boyer, Joan Fontaine, Alexis Smith… El reparto de Grand Hotel es uno de los más impresionantes y heterogéneos que cabe imaginar, sólo superado, quizás, por el de El filo de la navaja.
Se habrá adivinado que, en rigor, no hay temas que puedan considerarse, ni siquiera con mucha fantasía y una capacidad de abstracción digna de mejor causa, como propios de Goulding. Dejó de ser actor y de firmar guiones —aunque es de suponer que seguiría, desde el anonimato favorecido por el reglamento del Screen Writers Guild, interviniendo en ellos sin ser acreditado por este trabajo—, aunque es el autor del argumento del musical matriz Broadway Melody y no dejó de escribir letras de canciones ni de componer melodías, que silbaba o tarareaba y alguien técnicamente más preparado y competente trascribía al pentagrama y orquestaba, canciones que a menudo tuvieron un éxito notable («Love, Your Magic Spell Is Everywhere». «You Are A Song»).
Tampoco es seguro que sintiese predilección por algún género en particular, si bien es cierto que —en cualquiera de las productoras de las que fue un pilar durante unos años— la mayoría de sus películas pueden considerarse melodramas, por lo general «dignificados» por su condición de —más o menos fidedignas— adaptaciones de novelas, si no siempre prestigiosas, sí al menos «respetables», es decir, best-sellers tan populares como The Razor’s Edge (El filo de la navaja), del laureado y entonces muy bien visto por la crítica literaria W. Somerset Maugham, y no exentas de cierta pretensión filosófica y moralizante, que servía de excusa o coartada para narrar con fría elegancia y minuciosidad desapasionada, muy «desde fuera» de los personajes, peripecias inverosímiles o febriles dramas pasionales, implícita, reprimida o sublimadamente cargados de sexualidad e impulsados, fundamentalmente, por la ambición y el deseo. Es decir, la fórmula que sigue haciendo hoy furor, en series de televisión como «Dallas» o «Falcon Crest», pero en bien: con educación y buen gusto, con seriedad, tomándose interés por los personajes y sus andanzas.
Pero también hizo comedias, más finas que dinámicas, más irónicas que enloquecidas, sobre todo en los anteúltimos años de su carrera: ahí puede decirse que le hubiera representado a la perfección la figura atildada y maniática, tan excéntrica y amanerada como educadamente impertinente y mordaz, de su compatriota Clifton Webb, que parece haber dedicado la mayor parte de su filmografía a dar vida a benévolas reencarnaciones, bajo nombres como Mr. Belvedere, de su irónico retrato de Waldo Lydecker en Laura (1944) de Otto Preminger.
Nunca, ni siquiera obligado por su contrato con la Warner, llegó Goulding a contagiarse de la tendencia a la concisión acelerada de Raoul Walsh, Michael Curtiz, William Keighley o incluso Lloyd Bacon, Mervyn LeRoy o David Butler, sino que se mantuvo siempre más cerca del tono pausado de Clarence Brown en la Metro, Henry King en la Fox o John Cromwell donde quiera que estuviese (RKO, Columbia, etc.).
De hecho, lo más definitorio que puede decirse de Goulding es que se tomaba las cosas con calma, sin alterarse, por abundantes y melodramáticos que fueron los hechos que narraba. De ahí que hasta las más turbulentas historias las contase con serenidad y orden, con claridad y discreción, sin contagiarse de la histeria de los personajes, y que supiese hacer pausas para retratarles, de modo que incluso los más episódicos, o los que hasta ese preciso momento habían parecido esquemáticos seres de ficción, de una pieza, revelan súbitamente su personalidad, una cierta humanidad, y dan ocasión de actuar verdaderamente a sus intérpretes, siquiera intensivamente, y compensando la escasa presencia en pantalla mediante una encomiable precisión de gestos y caracterización.
De este modo, que habría de perfeccionar precisamente Otto Preminger a comienzos de los 60 —Éxodo (1960), Tempestad sobre Washington (1962), El Cardenal (1963), Primera victoria (1965)—, Goulding acababa por conseguir que la peripecia de los personajes nos importase, y no tanto en sí misma, sino más bien por estos, porque algo —a menudo bastante, siempre suficiente— llegábamos a saber de ellos, y por tanto conseguíamos entenderlos, por lo menos en parte —parcialidad que atizaba nuestra curiosidad—, y comprender en qué medida se sentían afectados o responsables, heridos o culpables, dolidos o avergonzados, humillados u orgullosos, de cuanto les sucedía a ellos o a sus compañeros de ficción, a sus prójimos —concepto éste que, a pesar de las implicaciones místicas de El filo de la navaja, no debe entenderse en su sentido religioso, sino en el más pertinente aquí de los principios de dramaturgia—. Indirectamente, pues, la ostensible frialdad de Goulding —rasgos que también se le atribuyó en demasía al que llegó a calificarse de «el frío Preminger»— se nos puede antojar más bien aparente, y permite sospechar que quizá se tratase, en realidad, de una astucia de hábil dramaturgo para suscitar nuestra emoción, sin abusar de nuestros sentimientos ni estimular la tendencia a la identificación con los personajes que en aquella época estaba vigente entre los espectadores; es posible que, porque contaban con esa atención y esa propensión a la adhesión e implicación, los cineastas más responsables y conscientes considerasen anti-económico, por innecesario, y poco elegante reclamar con efectismos o excesiva insistencia la concentración o la conmoción del público, y que Goulding, hombre tan reservado y discreto que poco se sabe de él —lo que cuenta la guionista Frances Marion se limita a confirmar lo que he supuesto—, fuese uno de los más firmes partidarios de esta contención expresiva, incluso dentro de una productora como la Fox y en una época, como los años 40-50, donde esta postura era la norma (John Ford, Otto Preminger, King, Jean Negulesco, Henry Hathaway, Delmer Daves, Joseph L. Mankiewicz, Walter Lang, y hasta el primer Elia Kazan, sobre todo cuando trabajaban casi exclusivamente en blanco y negro).
Aunque plásticamente sus películas fueran muy contrastadas, entre el blanco y el negro parece que le gustaba explorar toda la gama intermedia de los incontables matices del gris; de ahí que, sin necesidad de proponérselo, rehuyese el maniqueísmo presumible de los guiones e introdujese una fuerte dosis de ambigüedad en cuanto tocaba, imprecisión a la que no es ajeno, sin duda, el pudor que podían inspirarle algunas de las intimidades, ficticias o no, que le tocaba contarnos, y no precisamente por curiosidad o predisposición a la cotillería y la propagación de rumores, sino por encargo expreso de sus sucesivos patrones.
Todo hace pensar que, puesto a elegir, antepondría siempre la claridad al torbellino impetuoso de las novelas-río que tan a menudo encomendaban a sus buenos oficios, y que no perdería la compostura ni olvidaría la etiqueta en medio de un terremoto ni de una cacería en plena jungla africana.
De ahí que, en la superficie, sus películas puedan parecer, si no sosas e insípidas, cuando menos frías, y hasta cortantes como un diamante, pero que al contado diesen la sensación de que «quemaban» como el hielo. En realidad, cosa rara para aquellas épocas, eran más centrífugas que centrípetas, y dejaban al espectador en libertad de tomarse más o menos interés por las vidas alocadas cuya trepidación incesante, en manos menos firmes y pulcras, haría agobiantes las películas de Goulding en bastantes ocasiones, y no sólo los melodramas: quizá se note aun más en las comedias, que suelen escenificar ante la cámara verdaderas pesadillas familiares, exasperantes aprietos, engorrosos malentendidos que tienden a crecer como una bola de nieve que rueda ladera abajo. De hecho, su tratamiento de las comedias es directamente inverso al que aplica a sus melodramas: en aquéllas, un material tenue y ligero se va «espesando» hasta el «punto» óptimo (el de arenas movedizas), mientras que, desde una perspectiva sensacionalista, se le podría reprochar su incapacidad para sacar todo el partido posible de las turbias historias que narraba y de sus perdidísimos e irredentos protagonistas.
Entre las películas de Goulding que conozco, tres me parecen realmente excelentes: la extrañísima Nightmare Alley (El callejón de las almas perdidas, 1947), la fascinante The Razor’s Edge (El filo de la navaja, 1946) y Love (Ana Karenina, 1927); solo un poco inferiores encuentro la fundacional y arquetípica, pero ejemplar, Grand Hotel (Grand Hotel, 1932), su versión de The Dawn Patrol (1937), que en nada desmerece de la de Howard Hawks, su drama We Are Not Alone (No estamos solos, 1939) y el díptico (¡también de ese mismo año!) formado por los melodramas Dark Victory (Amarga victoria) y The Old Maid (La solterona). Algo inferiores, pero interesantes también, son las otras tres películas que tengo suficientemente recientes como para fiarme de mi memoria, Mister 880 (El caso 880, 1950), las comedias We’re not Married (No estamos casados) y Everybody Does It (Si ella lo supiera, 1949), y el fallido pero curioso melodrama The Great Lie (La gran mentira, 1941). De lo que no recuerdo más que vagamente o simplemente desconozco, sospecho que tienen especial interés o se me antojan prometedoras su primera película como director, Sally, Irene and Mary (1925, con Joan Crawford y Constante Bennett), Paris (1926), Women Love Diamonds (1927), The Trespasser (1929, primer film sonoro de Gloria Swanson), The Night Angel (1931), Riptide (1934) y ‘Til We Meet Again (1941); estoy deseando una oportunidad de volver a ver The Constant Nymph y Claudia (1943) y, sobre todo, su versión de otro Maugham, Of Human Bondage (1946), porque guardo de ellas la vaga impresión de que eran excelentes las tres, y me gustaría confirmarlo, antes de llegar a una valoración más precisa de la obra de este singular director, que —pese a que los últimos años, hasta su muerte en 1959, no hiciera nada memorable— quizá no sea simplemente uno de tantos artesanos modestos y competentes que, más todavía que las grandes personalidades y los innovadores marginales, hicieron grande el cine americano de la época de oro de los estudios.
En "Dirigido por" nº 204; julio-agosto 1992
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