El nombre de Mikio Naruse nada dirá a la mayor parte de los cinéfilos. Para una exigua minoría será sólo eso, “un nombre”, aureolado de un cierto prestigio teórico, más bien histórico, “de diccionario”, y en la práctica perteneciente, como tantos otros, a esa cara oculta de la Luna —o, más bien, del Sol naciente— con que puede compararse, en Occidente, al cine japonés.
Mucho menos popular y difundido —además de carecer de su fama— que Kurosawa, que tiene la ventaja de seguir vivo y en activo, siempre menos admirado en círculos restringidos que Mizoguchi, y sin que hasta la fecha se haya beneficiado del tardío pero casi unánime reconocimiento del que ha sido objeto Ozu desde 1978, no parece ya probable que la obra de Naruse vaya a tener ocasión de ser vista por un público amplio, que, por otra parte, de tener tal oportunidad, la desaprovecharía. Incluso en el Japón, donde era respetado y con frecuencia la crítica incluía alguna de sus películas entre las diez mejores del año, Naruse parece hoy un tanto olvidado, y no creo que las nuevas generaciones de aficionados le conozcan, ni recuerdo que ninguno de los jóvenes directores reivindique su magisterio o haya manifestado un especial aprecio por su obra.
De hecho, hasta la crítica occidental desperdició en 1983 la ocasión, ya suficientemente postergada, de descubrirle, pues —a pesar de algunos entusiasmos individuales y aislados, sobre todo a raíz del estreno en París de Ukigumo (“La nube flotante”, 1955)— no sé de nadie que comparta plenamente mi entusiasmo, y lo cierto es que ninguna de sus obras, a diferencia de lo ocurrido —por este orden— con Kurosawa, Mizoguchi y Ozu —y hasta, pasajeramente, con Kinoshita, Kinugasa, Ichikawa u Oshima— ha logrado introducirse en una lista de las diez mejores de todos los tiempos, no digamos en los resultados finales de una de esas votaciones que periódicamente organizan, con muy pocas variaciones, revistas y festivales. Y, sin embargo, he de confesar que lo que he logrado ver —quince películas— de la porción que, al parecer, se conserva de su filmografía —unas 20, de cerca de 90— supuso para mí , hace unos nueve años, cuando le dedicó un ciclo la Filmoteca Española, una de esas revelaciones asombrosas e inolvidables que sólo se producen muy de tarde en tarde, y cada vez más raramente, y que le tengo desde entonces por un cineasta casi tan grande como Mizoguchi y Ozu; en cualquier caso, como a ellos, le incluiría entre los 30, 25 o 20 más importantes de la historia del cine. Y no sólo me parece sensiblemente superior a Kurosawa —que tiene obras magníficas, pero es más irregular y superficial, y que en los años 50 era más efectista de lo debido—, sino que, por parecerme menos estricto y obsesivo, y más abierto y flexible, lo encuentro más emocionante que Ozu, o por lo menos lo siento más próximo.
Como los otros grandes del cine japonés, Naruse —nacido en 1905 y muerto en 1969— pertenece a una generación que empezó con el mudo —en sus postrimerías— y que se adaptó al sonoro sin dificultades; la tardía fecha de sus primeras películas sonoras no debe imputarse a resistencias o problemas personales, pues obedece únicamente al retraso general con que se equiparon las salas japonesas frente a las de los países occidentales más avanzados. De hecho, como cabía esperar, todas sus mejores películas pertenecen a la época sonora, y aunque las que prefiero sean de los años 50, las hay casi igual de buenas en la segunda mitad de los 30 y en los primeros 60.
Como no conozco a ningún gran cineasta —ni siquiera Buñuel, pese a su mala fama al respecto— que no sea un magnífico director de actores —incluso si estos son habitualmente malos—, prescindiré de destacar que Naruse lo fue: es algo que debe darse por supuesto, y que es inmediatamente perceptible, en cuanto se ve una película suya. Lo mismo sucede con otras cuantas virtudes elementales: dado su “clasicismo”, ¿podía no ser un gran narrador y un excelente dramaturgo?; y es evidente que tenía un gran sentido de la composición y del encuadre… ¿cómo, si no, podría interesarnos?
No tan deslumbrador y arrolladoramente fascinante como Mizoguchi, que se impone como uno de los grandes desde el plano inicial de la primera película suya que uno ve, pero también menos sobrio, discreto, “monótono”, confidencial y retenido que Ozu, Naruse se presenta hoy como un cineasta perfectamente clásico. Aunque, según sus propios compatriotas, era tan “japonés” que nunca se consideró su cine exportable, no creo imprescindible tener la menor información acerca de la cultura y las costumbres japonesas para entender casi perfectamente sus películas: quizá se pierda uno algo, o no capte algún matiz, pero no más que ante las de King Vidor, Vincente Minnelli, Jean Renoir o Roberto Rossellini. El propio Dreyer nos resultaría más exótico a los españoles, si no fuese tan gran artista; hay que tener en cuenta, además, que el cine se basa en un sistema de presentación de los personajes —sus rostros, sus gestos, sus conductas, sus miradas— y de exposición de los hechos que facilita la comprensión de aquello que vemos, a poco que el director conozca su oficio.
Esto quiere decir que, contrariamente a todos los mitos que circulan todavía sobre el cine japonés —y que, como todos los tópicos, alguna base tienen, pero no se puede generalizar—, el cine de Naruse es muy accesible; como, por lo que he visto de su obra, se consagró casi en exclusiva a temas contemporáneos, no corre uno ni siquiera el riesgo de desorientación cronológica en el que en ocasiones se cae en las películas japonesas “de época”, en las que puede uno buscar afanosamente algún indicio que permita situarse, ante la duda de si lo que está uno presenciando transcurre en el siglo XIII, en el XVIII o a principios del XX: aún recuerdo, por ejemplo, mi desconcierto cuando, a los veinte o treinta minutos de Barbarroja (Akahige, 1965) de Kurosawa, la súbita aparición de un tren me hizo recorrer mentalmente varios siglos en unos segundos, cuando me había “instalado” en una especie de Edad Media tardía. Nada parecido puede suceder con Naruse, más concreto y preciso que ninguno de los otros japoneses, y más “realista” en apariencia; aunque también tendía a la estilización, nunca cayó en la abstracción “minimalista” de Ozu o Bresson ni bordeó lo fantástico.
¿De qué nos habla Naruse? No, desde luego, de princesas y fantasmas, ni de familias nobles o pequeño burguesas pero tradicionales, ni del choque cultural entre sus costumbres y las nuevas generaciones, influidas por la presencia americana; tampoco de leyendas y guerras dinásticas feudales, de rivalidades entre clanes o de intrigas palaciegas.
Sus personajes —entre los que, en el fondo, no escasean los neuróticos, y abundan los obsesos y, sobre todo, los obstinados— son personas en apariencia normales, aunque no “gente cualquiera”, ni tampoco meros representantes de un cierto sector de la población o de una clase social. Son siempre individuos con personalidad propia, que se comportan inteligiblemente hasta en situaciones críticas, incluso cuando su conducta podría calificarse de extremada y sus reacciones de desmedidas. Naruse no rehúye la violencia ni el exceso, y no se confina a pintar el lado amable de la vida, por lo que sus películas son con frecuencia muy dramáticas. Su materia prima son, sin duda, los sentimientos, más que las ideas abstractas, las categorías sociológicas o las posturas ideológicas; sus criaturas se rigen más por los deseos, los impulsos, las pasiones, la necesidad o el instinto que por códigos de honor o determinismos económicos o sociológicos.
Entre sus protagonistas hay cierto equilibrio entre el peso y la presencia de hombres y mujeres; aunque se puede percibir una cierta predilección por estas últimas, no infrecuente en el cine japonés, y sustentada en el empleo de actrices tan excelentes y de tan amplio registro como Hideko Takamine —la favorita de Naruse, con la que hizo diecisiete películas—, Setsuko Hara —la preferida de Ozu— y Kinuyo Tanaka —una de las que más admiró y más a menudo eligió como intérprete Mizoguchi—, lo cierto es que no fue exclusivista, y sería exagerado calificarle de “director de mujeres”, ya que no se desentendía de los personajes masculinos. Hay algunas películas de Naruse que tratan de “mujeres solas”, pero lo habitual es que preste parecida atención a los dos integrantes de una pareja o que muestre la crisis o desintegración de una familia o de un grupo. Lo que, aunque no sea perceptible a primera vista, suele ser femenino es el punto de vista de la narración —que no de la película en su conjunto, ni el adoptado mayoritariamente por la cámara—, sin duda porque hizo varias centradas en el mundo de la prostitución y, además, a menudo es una mujer la principal protagonista o el hilo conductor del relato. También, muy probablemente, por estar escritas muchas de ellas por mujeres, en particular dos, Yoko Mizuki como guionista y Fumiko Hayashi como argumentista.
La consecuencia lógica de tales premisas es que su cine haya sido calificado de melodramático, con las connotaciones peyorativas que todavía, injustamente, tiene tal adjetivo, y además sin el atractivo en segundo grado que algunos conceden a este género cuando se “sublima” hacia el exceso delirante y el barroquismo formal. En efecto: por dramático y terrible que sea lo que les sucede a los personajes de Naruse, y a pesar de que el cineasta está siempre “de su lado”, hay en su forma de narrar una especie de pudor ante la tragedia ajena, y en sus protagonistas una dignidad y una resistencia a la adversidad, que impulsan a Naruse a eludir toda insistencia, evitar la tentación —siempre comercialmente más rentable— de cargar las tintas o de reclamar la compasión del público. Para ello se sirve, básicamente, de la elipsis narrativa, una de las herramientas básicas de las que dispone el cine para contar historias y, de paso, ganar tiempo y escapar a las garras del naturalismo, pero que muchos directores no se atreven a utilizar, y que últimamente, contra toda apariencia —ya que reinan la fragmentación y los saltos, pero de un modo efectista y grandilocuente, mientras se magnifican los malabarismos pirotécnicos o se dilatan sin medida ni necesidad los incidentes espectaculares o tremendistas, y sólo se elide por cobardía y comodidad ante las escenas difíciles y comprometidas—, es un arte en vías de extinción. Esto indica lo poco actual que resulta hoy el cine de Naruse, y lo saludable que le sería a los nuevos cineastas aprender de directores que, como él, fuesen de donde fuesen, tenían mucho que contar y sabían cómo hacerlo en el tiempo limitado del que dispone una película.
Lo primero que exige el arte de la elipsis es, en efecto, materia suficiente, y lo bastante rica, densa e intensa, como para tener que seleccionar una parte de ella, y poder hacerlo sin que el edificio se derrumbe, como sucede con los castillos de naipes que son buena parte de los guiones que hoy se realizan, y que en los años 50 hubieran sido juzgados insuficientes para justificar un cortometraje. El segundo requisito es un conocimiento a fondo, por parte del director —que ha sido siempre el que, sobre un guion más minucioso, hacía las elipsis—, de sus personajes y del argumento, y una visión de conjunto que permitiese seleccionar las verdaderas líneas de fuerza del relato y suprimir o simplemente esbozar lo que podía darse por supuesto o no era imprescindible. Lo tercero, que es lo que parece haber hecho crisis de modo irremediable, era la confianza en la existencia de un código implícito que permitía al cineasta expresarse con la seguridad de que el público podría entenderle. Lo cuarto, corolario de lo anterior, era un respeto del director a los espectadores, que le incitaba a ser más sutil y facilitaba que el lenguaje cinematográfico progresase, incluso en el marco del cine más “normal” y comercial. Todos estos factores se daban, por lo menos en el cine japonés, cuando Naruse realizó la mayor parte de su obra, lo que explica que pudiera desarrollar sin obstáculos una tendencia personal que era probablemente instintiva, aunque ratificada por la reflexión, y que confiere a sus melodramas un tono peculiar y característico, un tanto a contrapelo de las exigencias convencionales del género.
Así nos encontramos con que, aunque en la mayor parte de las películas de Naruse a sus personajes les ocurren múltiples calamidades, casi nunca se produce en ellas esa sensación de acumulación o amontonamiento de desdichas que suele darse, si sus autores no ponen mucho cuidado, en las muestras occidentales del género, normalmente porque proceden de novelas muy largas, que al pasar al cine se han comprimido, pero con el afán de no renunciar a ninguno de los incidentes más “fuertes” desde un punto de vista dramático. De ahí que un ciego, cruel y aciago destino parezca abatirse sobre los infortunados protagonistas que, abrumados por tal cúmulo de contrariedades y golpes sucesivos, no es extraño que caigan en la pasividad y en el aturdimiento, cuando no en la locura y el abatimiento, y que no consigan reaccionar con un mínimo de lucidez ni oponer resistencia a esa cascada de desgracias. Naruse no creía demasiado en el destino, en los dioses o en la fatalidad, sino más bien en las personas y en la sociedad: tanto en los individuos como en su conjunto veía las amenazas a la felicidad y la energía para intentar superarlas o al menos para sobrevivir a los contratiempos. De ahí que en su cine evitase siempre “reforzar” el dramatismo inherente a cualquier acontecimiento, lo mismo que supo guiar a sus intérpretes a rehuir todo “patetismo ”: casi nunca asistimos “en directo” a las catástrofes y calamidades que caen sobre sus personajes, sino que nos enteramos de ellas, o ellas mismas aluden a esos sucesos, cuando ya han ocurrido, cuando en buena parte son inevitables, es decir, cuando están desprovistas de la tensión y del “suspenso” que caracteriza a lo que está pasando en ese mismo momento ante nuestros ojos, y cuando asistimos a ello, simplemente “sucede” , sin subrayados ni reforzamientos, sin insistencia ni amplificación, casi imperceptiblemente. Los personajes no suelen mendigar nuestra compasión —ni la de los otros protagonistas—, lo mismo que Naruse no aspira a suscitar nuestra emoción a cualquier precio ni recurriendo a medios indignos del verdadero dramatismo que aprecia en las situaciones que cuenta.
Quien sólo conozca a Naruse de leídas, habrá tenido ocasión de hacerse una imagen de su cine un tanto alejada de la experiencia que supone la visión de sus películas, porque cualquier resumen o sinopsis, al concentrar las peripecias en unas pocas líneas esquemáticas, dará la impresión de que tienen tramas no sólo extremadamente folletinescas, sino increíblemente retorcidas y complicadas, y que contarlas llevaría varias horas en cada caso, al menos según los ritmos a los que el cine americano nos tiene acostumbrados, y teniendo en cuenta que el oriental tiene reputación de lento… Sin embargo, no recuerdo una sola película de Naruse que se prolongue desmedidamente; su duración suele estar en torno a los standards admitidos, entre 90 minutos y dos horas, sin que esta concisión relativa suponga ningún “amontonamiento” de incidencias melodramáticas. El ritmo es sosegado, tranquilo, pausado; incluso cuando las elipsis provocan una aceleración, no hay apresuramiento ni precipitación.
Si pensamos un poco, ¿a quién nos recuerda esto? Una historia que puede considerarse melodramática, pero que nos es relatada con calma, sin alzar la voz, sin subrayar o amplificar el patetismo, respetando la gravedad que los hechos tienen en sí mismos ni la que cobran para los propios personajes. Creo que, indudablemente, la referencia más cercana sería el Rossellini de finales de los años 40 y principios de los 50, que se caracterizaba por una actitud que se ha denominado unas veces “impasibilidad” y otras “serenidad”, y que en ningún caso puede ni debe confundirse —ni en el caso de Rossellini ni en el de Naruse— con la indiferencia o la insensibilidad, ya que es patente que el cineasta en cuestión se siente concernido por lo que les sucede a sus protagonistas.
Se ha pretendido, tomando como base su biografía, que Naruse era un pesimista a ultranza. Que le sucedieran múltiples desgracias y que no tuviese suerte con las mujeres puede explicar, en todo caso, que encontrase “naturales” o “normales” —más que deliberadamente melodramáticas— las desdichas que se abaten sobre sus personajes; que no tuviese la imprudente confianza en las personas y la sociedad que caracteriza tanto a los optimistas a ultranza como a los conformistas y a los “progresistas” profesionales no le convierte en un desesperado ni un agorero, sino en un individuo sensato, que toma en cuenta su experiencia de la vida y que, sin embargo, no se desanima por ello, al igual que sus personajes no suelen dejarse abatir y desmoralizar, sino que se obstinan por dar satisfacción a sus deseos, por superar los obstáculos que interceptan su camino. En cuanto a las mujeres, no debió de sentirse demasiado injustamente maltratado, ya que hasta el final de su carrera son ellas los personajes más fuertes y positivos, más generosos, más a menudo víctimas del egoísmo, los abusos, la explotación, la intolerancia o la incomprensión de los hombres que culpables del infortunio o la perdición de estos: en el cine de Naruse no existen mujeres “fatales”; sin olvidar que casi todas sus películas son grandes y apasionadas historias de amor, y que, si es el amor lo que suele hacer que los personajes sufran hasta enloquecer, también es lo que les mueve a luchar denodadamente por conquistar la felicidad que las circunstancias, su carácter, la sociedad o el azar les deniegan.
No he visto una sola película de Naruse que no sea, como poco, francamente buena. Tal vez las que encuentro menos satisfactorias —dentro de un alto nivel, y en ocasiones con un interés muy particular— sean Nagareru (“En el curso de la corriente”, 1956) y Midareru (“Turbación”, 1964), seguidas —un escalón más arriba— de Koshiben ganbare (“Trabajemos con ánimo”, 1931), Inazuma (“El relámpago”, 1952) y Bangiku (“Crisantemos tardíos”, 1954); Kimi no wakarete (“Separado de ti”, 1933) es ya muy buena, y ninguna de ellas puede considerarse impersonal o una concesión comercial. Bastarían para hacer de Naruse un director importante. Pero las otras nueve que conozco son geniales, comparables a las obras maestras de los más grandes cineastas: sobre todo, Ukigumo (“La nube flotante”, 1955), Yama no oto (“El sonido de la montaña”, 1954) y Onna ga kaidan o agaru toki (“Cuando una mujer sube las escaleras”, 1960), pero también Meshi (“Almuerzo”, 1951), la justamente famosa Okasan (“Madre”, 1952), Ani imoto (“Hermano mayor, hermana menor” , 1953), Horoki (“Crónica de un vagabundo”, 1962), e incluso las muy tempranas Otome-gokoro sannin shimai (“El inocente corazón de tres hermanas”, 1935) y Tsuma no bara no yo ni (“Mujer, sé como una rosa”, 1935), que insinúan que habría que ver “todo” lo que se preserva de Naruse, con la esperanza de que se vayan localizando las restantes. No he visto ninguna de los años 40, en teoría una década floja para el cine japonés, pero en la que tanto Ozu como Mizoguchi realizaron varias de sus máximas obras maestras, y en la que hay varias películas de Naruse de título sumamente atractivo.
En resumen, aunque no sea más que un aperitivo, hay que correr tras el primer Naruse que se ponga a nuestro alcance, porque es uno de esos cineastas que cambian nuestra idea del cine.
En "Nosferatu" nº 11, enero-1993
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