No hay película más maldita que la condenada al fracaso deliberadamente por sus productores y exhibidores, por los que lógicamente habrían de poner un interés más «interesado» en que fuese vista, sobre todo cuando los que así actúan con ella son los que de verdad pueden promocionar su mercancía —a menudo en detrimento de los demás, particularmente si los otros son independientes y españoles—, es decir, los representantes de las grandes multinacionales. Slow Dancing in the Big City (1978) debe haber batido un triste récord en Madrid: estrenada simultáneamente en cuatro cines poco céntricos y nada atractivos, había desaparecido de dos a los cuatro días de exhibición y de los restantes al cabo de la semana; cuando yo la vi, el último día de exhibición, no había más de diez personas en la inmensa sala, a pesar de tratarse de una película autorizada para todos los públicos, en la primera sesión de un domingo inhóspito. Claro que ni el excelente Paul Sorvino ni la prometedora debutante Anne Ditchburn son estrellas, y que la película, pese a ser la que Avildsen rodó después del éxito y los Oscares de Rocky, había tardado dos años largos en cruzar el Atlántico, pero da la casualidad de que es, para mí, una de las pocas sorpresas agradables que han deparado los últimos meses, en los que se nos ha venido encima una auténtica avalancha de soporíferas e irritantes imposturas, de estupideces precedidas de prestigio, premios y éxito taquillera, y acogidas, generalmente, con un entusiasmo sospechosamente unánime. Y es que, aunque parezca estar de moda, lo marginal no se lleva, y todo lo que se atreve a ser original —en un sentido u otro— o particular se ve perseguido implacablemente por los apóstoles de la conformidad.
Danza lenta en la gran ciudad es una película pequeña, lenta e intimista, que se sirve de materiales baratos y convencionales, melodramáticos y bienintencionados para colmo, que Avildsen parece tomar en serio, sin permitirse ninguna ironía ni darse aires de superioridad o buscar la complicidad de los que se creen de vuelta de todo sin haber ido a ningún sitio ni atreverse a sentir las emociones que dicen tener «superadas»». Grave error el de Avildsen, pues, en tiempos que el melodrama sólo se admite como un «pretexto» culturalizado para «vehicular» un «discurso» sociológico o ideológico que se pretende hacer llegar a las «capas populares», y no como un género, que se acepta cuando sus rasgos han sido exagerados hasta la caricatura —a lo Fassbinder en sus películas más elogiadas, aunque no en la única realmente admirable que he podido ver, Angst essen Seele auf (Todos nos llamamos Ali, 1973)— o la parodia despectiva, y no cuando atenuados con sordina, revelan el afecto del director hacia sus personajes y el respeto que siente por el público. Sólo por eso, Danza lenta en la gran ciudad me parecería un filme valeroso, ya que hace falta no poca audacia para trabajar tan a contracorriente.
Pero se trata, además, de una película sin pretensiones, realizada con modestia y cuidado, sin empeñarse tampoco en emocionar a cualquier precio ni recurrir a los medios más seguros y probadamente eficaces. Es raro poder ver una película americana reciente tan dominada, con tanto sentido del ritmo y de la modulación, tan atenta a los matices y a los pequeños detalles, tan interesada por la veracidad de las conductas y tan poco por la espectacularidad de las «performances» interpretativas, tan reacia a llamar la atención hacia la presunta habilidad del director. Slow Dancing in the Big City es una pequeña joya de sensualidad y delicadeza —virtudes cada vez menos apreciadas y más infrecuentes—, que narra reposadamente, con ternura para con todos los personajes y con verdadero gusto por Nueva York —pese a la suciedad y el crimen—, la extraña historia de amor en que se ven poco a poco envueltos una apasionada del ballet que no tiene músculos para bailar y un periodista —antítesis de los encarnados por John Finch en Gary Cooper, que estás en los cielos y, sobre todo, por Gómez en Dedicatoria— realmente interesado y convencido por las personas sobre las que escribe, que se siente responsable —como Avildsen— de la suerte de sus personajes. Es, en resumen, una película que podría conquistar la emoción de los espectadores con su poderosa habilidad para buscar lo que de bueno puede haber en las personas, las ambiciones y los lugares, si le dieran la oportunidad de llegar al público. Tal vez por eso se la hayan negado terminantemente.
En "Casablanca" nº 3, marzo-1981
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