Al menos nueve de las más grandes películas de la historia del cine cuentan —o cantan— amores perseguidos o de proscritos: Tabú (1931), de Murnau; Sólo se vive una vez (1937), de Lang; Juntos hasta la muerte (1949), de Walsh; Martín, el gaucho (1952), de Tourneur; París, bajos fondos (1952), de Becker; Chikamatsu monogatari (1954), de Mizoguchi; Chicago, año 30 (1958), Bande á part (1964) y Pierrot le fou (1965), de Godard. Y no deja de resultar sorprendente que sean la del escéptico Tourneur y la de Ray —el más romántico y desesperado de todos— las menos pesimistas. Ya se sabe que las grandes pasiones no están bien vistas por la sociedad, y que a menudo acaban trágicamente: Los amantes de las restantes películas mueren, juntos o separados, o —peor todavía— uno de ellos sobrevive a su pareja. Frágiles, maltrechos y desilusionados, superficialmente endurecidos para tratar de protegerse de nuevos golpes, sólo la soledad y la amargura les unían. Tuvieron que descubrirse y vencer la mutua desconfianza y el miedo a reabrir las heridas; después, superados los primeros obstáculos, aprendieron a ayudarse y respetarse, a aguardar separados a que sanasen sus dolencias físicas y morales, y a recobrar la dignidad y la propia estimación; por último, les fue preciso enfrentarse al mundo exterior y luchar por su libertad y por sus vidas, ahora que de verdad deseaban conservarlas. Una vieja historia, ciertamente, pero Ray supo contarla como nadie antes o después; con una furia, una precisión, una claridad, una emoción, una lucidez y una sequedad narrativa que bordean la abstracción y anuncian un cine todavía futuro.
En “Casablanca” nº 5, mayo-1981
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