El resonante éxito —en general, de taquilla; también, en los países anglosajones, de crítica— de Nashville (1975) ha hecho que el penúltimo film de Robert Altman pase por ser tres cosas que, en mi modesta opinión, no es en realidad. La más elogiosa, si no la más generalizada, se reduce a una etiqueta o sello de calidad y garantía: se trata de una «obra maestra». No sería difícil enumerar una serie de defectos u omisiones que impedirían, con un mínimo de rigor y de objetividad, y con total independencia del entusiasmo que pueda suscitar, considerarla como tal; sin ir más lejos, todo el personaje de Opal (su función de «hilo conductor», su carácter superficial y grotescamente caricaturesco, cada una de las estúpidas frases que pronuncia, e incluso la interpretación de Geraldine Chaplin), y pese a haberse visto reducido desde el montaje oficial de unas 8 horas hasta el exhibido comercialmente, de 2 horas 40 minutos, constituye un claro error, que rompe la homogeneidad del film y que provoca frecuentes ataques de vergüenza ajena (sin tener en cuenta el curioso comentario de Altman, que dice estar «representado» en el film por esté personaje).
Pero Nashville tampoco es, como se ha dicho una y otra vez, despectivamente o apreciativamente, un documental sobre el mundo de la canción «Country & Western», cuya meca se encuentra, claro está, en Nashville, Tennessee, U.S.A. Para empezar, ninguno de los cantantes-actores del film —ni siquiera Henry Gibson o Ronee Blakley— son auténticas estrellas de este importante género musical, como podrían serlo Johnny Cash, Merle Haggard, Jim Reeves, Glen Campbell, Gordon Lightfoot, Buck Owens, y muchos otros cantantes, muertos o vivos, cuya enumeración pudiera ser eterna. Además, el film no describe ni la vida ni la forma de pensar de estos intérpretes, ni el proceso de promoción comercial a que se ven sometidas sus canciones, ni su impacto social sobre un público muy amplio de «americanos medios», factores que Altman parece dar por supuestos, y que serán conocidos, sin duda, para buena parte del público americano, pero no, evidentemente, para aquellos sectores más permeables al influjo de sus canciones ni, sospecho, para los espectadores de otros países. Por último, el film de Altman no tiene nada de «documental», como puede deducirse de lo que sigue.
En tercer lugar, se pretende que Nashville es algo así como «un happening controlado», carente de estructura dramática —sin principio ni fin—, casi totalmente «improvisado», lleno de «espontaneidad» y de un intenso «realismo». Afirmaciones todas ellas tan evidentemente carentes de base que me resultan inexplicables: los quince o veinte primeros minutos del film no son otra cosa que la típica y tradicional «presentación de personajes», y el que estos sean muy numerosos no cambia nada. Tras la presentación de unos 24 «tipos», más o menos pintorescos, y hasta cierto punto representativos de varios sectores de la muy diversificada fauna que vive en Nashville o acude a la ciudad (ciudad de la que no conocemos nada, si se exceptúan locales bastante poco característicos, como las iglesias, el aeropuerto, una o dos salas de fiestas, un hotel y un estudio de grabación, y que, además, parece carecer de habitantes propios y no implicados en el negocio del «Country & Western»), se procede a la siguiente fase de la narración clásica —el «planteamiento», aunque aquí sean muchos los planteamientos, casi doce—; se trama luego, en lugar del habitual «nudo», una serie de relaciones que se anudan y desanudan —con gran soltura y fluidez, ciertamente— entre los personajes, para, finalmente, resolver el misterio que encierra el personaje de Kenny Fraiser (David Hayward) en un clímax plenamente dramático y espectacular, cargado de suspense, y que recuerda, en algún sentido, el de Some Came Running (Como un torrente, 1958) de Minnelli y, en otro, el de The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo, 1962) de Frankenheimer, por no remontarse al de All the King’s Men (El político, 1949) de Rossen, ni traer a colación Targets (El héroe anda suelto, 1967) de Bogdanovich ni The Chase (La jauría humana, 1965) de Penn, películas con las que tiene bastantes puntos de contacto. Lo único que puede justificar que se considere Nashville como un film no-narrativo o desdramatizado es que la estructura dramática resulta más evidente cuando existen dos o tres protagonistas, y no, como en este film, un gran número de personajes de importancia equivalente y que ni siquiera están agrupados permanentemente o dedicados a la consecución de un objetivo común (a diferencia, por ejemplo, de una patrulla de soldados). La extremada longitud del film, el predominio de escenas largas —más descriptivas que narrativas—, su ritmo lánguido y moroso, y la aparición y desaparición de personajes como centro aparente de la trama —gracias a un hábil juego de elipsis temporales y espaciales—, pueden —aunque no debieran— desconcertar un poco, y hacer pensar que la película carece de estructura lógica, lo que, unido a las «rupturas» de continuidad que suponen algunas —muy pocas, la mayor parte tienen una función dramática muy evidente— de las canciones, y a las declaraciones de Altman y sus actores insistiendo en que todo se improvisaba sobre la marcha —hecho que, de ser verídico, no es perceptible al ver la película—, han llevado a algunos a la conclusión de que Nashville es algo así como un happening, cuando en realidad se trata de una película perfectamente controlada y dominada, con la intención de dar la sensación de «vida» y de «espontaneidad» que, en algunos momentos, puede comunicar. Es posible que la versión original televisiva fuese, a fuerza de duración, de cruces y separaciones de personajes y de canciones, mucho más fluida y menos dramática; sin embargo, el montaje de la versión cinematográfica, al empezar con la llegada a Nashville de casi todos los personajes y acabar con el espectacular asesinato «en escena» de Barbara Jean (Ronce Blakley), pone en evidencia que se trata de un film muy pensado y medido, cuidadosamente planificado —pese a la impresión de difusa «imprecisión» que le dan el uso del zoom y del teleobjetivo, y el continuo movimiento de los actores dentro del amplio encuadre de Panavisión— y nada respetuoso con el «tiempo real», que manipula sabiamente —extendiéndolo o contrayéndolo— para conseguir los efectos deseados en cada momento.
De hecho, lo más interesante y loable de Nashville me parece su rigor, la precisión y eficacia con que están dirigidos —y vaya si lo están, aunque no se hayan dado cuenta ni ellos mismos, aunque el espectador llegue a creer que improvisan espontáneamente— sus intérpretes, la habilidad con que se ha permitido Altman mezclar y combinar diferentes personajes —con sus correspondientes tramas colaterales— sin que ello haga perder el hilo. Es muy posible que este rigor no sea reconocido como tal, ya que los medios de que Altman se ha valido son muy diferentes de los empleados antaño por los directores clásicos americanos, pero creo que la misma sensación de «frescor», «espontaneidad», «improvisación», «vitalidad» o «aleatoriedad» que da la película demuestra, indirectamente, el grado de elaboración y estilización que preside su realización y el éxito logrado por Altman.
Lo único que reprocharía a este director es cierta tendencia, en las pocas películas suyas que conozco —y que, según algunos, resultan ser las mejores—, a colocarse, no siempre con fundamento, en una postura de superioridad hacia lo que muestra (en Nashville) o hacia el género del que se sirve (y que cree o pretende, equivocadamente, «subvertir»), tanto en McCabe & Mrs. Miller (Los vividores, 1971) con el western como en The Long Goodbye (Un largo Adiós, 1973) con el cine negro, sin darse cuenta —tratando de desmentirlo— de que gran parte de los valores que puedan tener reposan, precisamente, en aquello de lo que dice burlarse, y hacia lo que en realidad muestra una actitud ambigua, de atracción instintiva tal vez subconsciente y de repulsa consciente y probablemente fingida. Resulta, así, que The Long Goodbye funciona, creo yo, porque su Philip Marlowe (Elliott Gould) resulta patético, y no ridículo; que McCabe & Mrs. Miller es un western muy interesante y original, y no una parodia desmitificadora del género; y que Nashville se salva de la mezquindad precisamente porque Altman ha sabido ver y respetar lo que de auténtico y valioso tiene un tipo de canciones que, con frecuencia, sirve de vehículo de expresión a las posturas más patrioteras y reaccionarias que caben. En la medida en que Altman ha cedido a la tentación, siempre acechante, de la fácil parodia —como el personaje de Opal en todas sus lamentables intervenciones—, Nashville pierde fuerza y sentido, se hace superficial e insignificante, como todo esfuerzo «creador» que se consagra a ridiculizar lo que, según su propio autor, es despreciable; cuando, por el contrario, Altman se muestra más generoso y tolerante, y no pretende señalar con el dedo lo que es obvio, sino se limita a «dejar ver», por ejemplo, el afectado sentimentalismo y la postura moralizante y conservadora en que descansa una canción atractiva y bien interpretada como For the Sake of the Children o 200 Years (interpretadas por Henry Gibson, cuyo curioso parecido físico con Lloyd Nolan resulta ya revelador), o My Idaho Home (cantada por Ronee Blakley), o abandona su marcada tendencia a la caricatura (como ocurre con los personajes de Lily Tomlin, Ronee Blakley, Karen Black, Barbara Baxley —en su monólogo sobre el asesinato de los hermanos Kennedy—, Keith Carradine —cuando canta I’m Easy aparentemente para tres o cuatro mujeres—, Gwen Welles —cuando se ve forzada a hacer striptease—, Barbara Harrid, el propio Henry Gibson —al final, herido—, o Keenan Wynn), Nashville se convierte, transitoriamente, en la gran película inconfundiblemente americana que estuvo a punto de ser.
En "Dirigido por" nº35, jul-ago 1976
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